domingo, 4 de agosto de 2013
El barrio, el vecindario, la aldea global Por Mario Wainfeld
Las jubilaciones, aumentos y algo más. Ampliar la base: una opción política. La institucionalidad en políticas sociales, signo de época. Desafíos y discursos opositores. Crisis económica y legitimidad, en Europa y aquí cerca. El debate de Unen y detalles de campaña.
Por Mario Wainfeld
La presidenta Cristina Fernández de Kirchner anunció el aumento semestral de las jubilaciones, que regirá desde septiembre y se percibirá en octubre. El porcentaje, la frecuencia y el modo de cálculo están estipulados por ley. Vienen refutando las profecías opositoras: en este año el acumulado anual roza el 32 por ciento. La cifra excede con comodidad cualquier cálculo falaz de la inflación, tanto el del Indec como el de las consultoras privadas. Se condensa ahí parte de la institucionalidad K en políticas sociales, que también incluye a la Asignación Universal por Hijo (AUH) y a las convenciones colectivas regulares. Si se coteja la productividad del oficialismo en ese rubro con cualquier otro desde 1983 el resultado es una goleada.
La ampliación del universo de los jubilados es otro logro del ciclo, para nada consecuencia del “viento de cola” o de las ventajas comparativas de la economía local en la etapa, por mejor decir. Incluir a personas que no tenían aportes o que los tenían insuficientes es una política de Estado, inclusiva y equitativa como pocas. Las crueles vicisitudes de la economía determinaron que fueran minoría los ciudadanos plenamente habilitados para jubilarse con las reglas anteriores. Extender la cobertura a una multitud de argentinos “flojitos de papeles”, cobijar a las empleadas de casas particulares, prodigar una amnistía generosa fueron decisiones ideológicas, no escritas en ningún manual previo. Requieren un creciente esfuerzo fiscal, que se viene honrando.
Los incrementos, la puntualidad en los pagos, la automatización de la Anses son moneda corriente en la etapa, diez años atrás pertenecían a la esfera de Argentina año verde. De reforma del Estado hablamos, volcada a la cotidianidad de millones de personas.
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La base está, hay que ampliarla: Frente a esos datos, las críticas opositoras y mediáticas se repiten como mantra. Se habla de “la plata de los jubilados” supuestamente mal distribuida. Y no falta quien cuestione que se cubra a quienes “no aportaron” culpándolos de injusticias que no produjeron. Dos errores se mezclan en esas lecturas. Uno es suponer que cada aportante disponía de una cuentita propia, que ha sido saqueada. La visión, por ahí, fue implantada por el espejismo de las AFJP, que resultó un curro gigantesco.
El segundo, más complejo para transmitir, es creer que sobreviven las condiciones de un sistema previsional puramente contributivo. El paradigma existió en el siglo XX durante la plenitud de los estados benefactores. Los aportes de los laburantes activos sufragaban las jubilaciones, lo que exigía una masa mucho más grande de trabajadores formales. La ecuación se fue diluyendo con el tiempo, en todo el mundo y por los dos lados. Bajó la masa de trabajadores activos y creció la de jubilados, en especial por la ampliación de las expectativas de vida. Los años de sobrevivencia a la salida del mercado laboral son cada vez más lo que sobrecarga el gasto social. Más jubilados, más demandas al sistema de salud.
La crisis consiguiente impacta en los países europeos, que en promedio diseñaron los sistemas de más cobertura. Se propaga a otras comarcas, lo que incluye la nuestra.
Así las cosas, un problema primordial es cómo seguir sosteniendo la cobertura a una masa cada vez mayor. Imposible hacerlo solo con “la plata de los jubilados”. Toda la sociedad debe ser solidaria y bancar con sus impuestos. En la Argentina se viene haciendo. Uno de los mayores desafíos para adelante (tal vez el mayor en la subjetiva lectura del cronista) es garantizar el piso actual a todos las personas que tendrán edad para jubilarse en los próximos años y décadas. Pensemos, en trazos gruesos, en quienes lo harán pronto. Habrán empezado a laborar en la década del ’70, más o menos. Atravesaron una cifra record de crisis, devaluaciones, inflaciones alocadas o híper. También habrán sufrido (de tendencia mayoritaria se habla, claro) períodos de evasión patronal o de laburo “en negro” o lapsos de desocupación. Hoy mismo hay una masa de informales que equivalen a un tercio del total.
Lo sustancial (o, por la parte baja, un punto sustancial) no es tanto cómo se elevan los ingresos siempre escasos de los incluidos, sino mantener los niveles de inclusión. Hacer sustentable una meritoria política pública, regulada debidamente, es un brete fenomenal.
A los que alegan que se “empareja para abajo” se les podría replicar que el primer paso (jamás el único) que este gobierno dio es “emparejar a lo ancho”, ampliando la base de la dignidad.
La sustentabilidad en el mediano plazo se complica, un problema ya acuciante que se proyectará al futuro. Imposible cumplirlo sin un alto nivel de ingresos a las arcas públicas. Entre las contadas promesas tangibles de campaña de la oposición es un lugar común la promesa de bajar impuestos. La utopía jamás incluye un cálculo sensato de ingresos y gastos a cubrir, que irán en aumento.
Más y mejor presión fiscal, mayor equidad tributaria, combate al trabajo informal son tareas perpetuas, que el Gobierno cumple de modo tenaz aunque imperfecto. El imperativo, cree este escriba, es mejorar y perfeccionar lo realizado y no revertirlo. Ese punto es uno de los que se dilucidará en las urnas en octubre, con la exótica estación intermedia de las Primarias del domingo que viene.
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Mundo, mi casa: Tras la caída del Muro de Berlín, el capitalismo ocupa toda la esfera terrestre. La democracia representativa, con variantes amplias y ninguna óptima, es la forma de gobierno prevaleciente. Se acentúa la crónica tensión entre la lógica de un capitalismo alocado y las pretensiones de los pueblos. En eso, como en tantas otras variables, la Argentina forma parte del mundo, con su color local. Las campanas de los problemas de época doblan por todos, cada cual las escucha como mejor puede y quiere.
En casi toda América del Sur “la política” pulsea con el capitalismo, aprovechando la coyuntura desde visiones ideológicas avanzadas, en comparación con casi todo el resto del planeta. El balance muestra a gobiernos revalidados por sus pueblos y dirigentes con alta legitimidad. Las dificultades, que jamás fueron escasas, parecen agravarse. En Brasil y Chile marejadas humanas manifiestan en las calles. Para la potencia regional, la emergencia del reclamo linda con la novedad. La ajustadísima victoria del presidente Nicolás Maduro en las elecciones venezolanas es otra señal de alerta que se enciende en otro barrio, cercano al nuestro.
Las reapariciones de la ex presidenta chilena Michelle Bachelet y su colega uruguayo Tabaré Vázquez como candidatos de fuste en sus respectivos países es un dato interesante. Se producen en dos países de sistemas políticos “templados” con partidos relativamente fuertes (en ambos casos, comparados con Argentina). En sus dos patrias está prohibida la reelección inmediata. Ambos regresan tras una impasse que podría haberlos sacado de la carrera. Los ejemplos sugieren que los liderazgos populares son difíciles de reemplazar, aun con reglas que procuran limitarlos... acaso que son imprescindibles.
Los hechos, que ocurren fuera de nuestras fronteras, sugieren paralelismo con la realidad doméstica. Jamás los procesos son idénticos, pero las tendencias algo dicen.
Por ahora, aleluya, los gobiernos son mayoritariamente democráticos, legitimados con regularidad, con un sesgo bien diferente al que prima en Europa, que va perdiendo su sitial de referencia en materia de democracia y de protección social.
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