lunes, 26 de agosto de 2013
Qué votamos cuando votamos Opinión Por Roberto Follari *
Encuesta postelectoral: un candidato al cual le fue muy bien en Mendoza fue votado sólo por un 18 por ciento de sus seguidores “por sus proyectos”. En cambio, casi el 50 por ciento lo votó “porque me gusta”. Es decir, se lo eligió como se elige una bebida cuando nos sentamos en un bar, o como se elige el color de una prenda a comprar: lo que me gusta, simplemente. Son tiempos posmodernos los que vivimos. De cultura visual, fragmentaria, vertiginosa. De estimulación permanente por TV, celulares e Internet, y de mínimo espacio para el ensimismamiento y el pensar. Tiempos de apuro permanente e inmotivado. De tal manera, nos han convencido de que elegir gobernantes se parece a elegir productos de mercado. Simpatía, sonrisas, “ser buenos”. Tanto así ha sido que en esta campaña algunos candidatos parecía que, más que ofrecerse para cargos políticos, lo estuvieran haciendo para competir con el Papa en imagen de bonhomía y amor a todos.
Poco importa que, en muchos casos, tal simpatía sea un producto propagandístico, demagógico y falso. O que sea auténtica simpatía de alguien que sea parecido a uno y a los muchachos del café, cuando para gobernar se necesita alguien que no se parezca a uno, que sepa hacer lo que uno no saber hacer: ser legislador activo y eficiente, o ser capaz de sostener una gestión ejecutiva y firme.
Se juega el futuro de la Argentina en cada elección. No es para resolverlo en términos de “me gusta/no me gusta”, en términos de si las personas son soberbias o humildes, charlatanas o calladas, simpáticas o antipáticas. Lo que se juega en la política no son cuestiones psicológicas y personales, son proyectos colectivos. Es –sobre todo– si la política predominará sobre la economía, por ejemplo, o si las políticas de mercado libre son lo que conviene, al estilo de cuando estuvo Cavallo en el ministerio; si habrá disminución de la desocupación, o si la desocupación regresa a los niveles de Menem y De la Rúa; si los conflictos sociales se arreglan con represión sistemática o si se sostiene tolerancia ante la protesta; si los crímenes de la dictadura volverán a la impunidad o se resolverán por vía de la Justicia; si cobramos a fin de mes, o volvemos a tiempos de cobrar más allá del día 5; si cobramos en moneda efectiva, o nos gusta el Lecop y el festival de bonos; si preferimos una política internacional autónoma o las relaciones carnales con los dominadores; si queremos seguir exigiendo por Malvinas o les mandamos regalitos de Winnie Pooh a los kelpers, como se hacía hace algo más de una década. En fin, se juega, además, que haya gobiernos sólidos como para no caerse al poco tiempo de iniciados, o si apostamos a la inestabilidad institucional que afecta todas las funciones sociales y económicas: al ahorro, la inversión, las compras y el consumo en general.
Eso se juega. No tiene nada que ver la simpatía personal, la gente que “me gusta”. Alguien puede ser soberbio y buen gobernante, humilde y pésimo político. La política no es una continuidad simple de las cualidades de relaciones cotidianas, de amistad o de familia. Si me subo a un avión, no me interesa que el piloto sea simpático, no me pregunto si “me gusta”: la cuestión es que el avión no se caiga, que ese hombre sepa pilotear. Todo lo demás está de sobra.
Es lo mismo a la hora de la política y del gobierno. Necesitamos quien sepa gobernar, lo cual nunca es sólo una cualidad personal: es de partido y agrupación política, de equipos de gobierno, de fuerza suficiente para sostener la gobernabilidad. Es cuestión de programas y proyectos. Haber votado a un candidato porque “me gusta” es una importante liviandad, que podría pagarse muy caro: un país de nuevo como en 2001, ingobernable, empobrecido, asfixiado por la deuda externa, de consulados repletos de gente que quiere irse, no es algo que alguien pudiera querer. Y para ello hay que buscar proyectos, capacidad de gobierno, sustento para sostenerse en el gobierno. Volver a los gobiernos/flan no puede hacerle bien a la Argentina. Tampoco tener legislaturas paralizantes o viscosas, donde nadie sabe qué votará cada uno, pues muchos no tienen programa ni exhiben ideología.
El país merece más que la indiferencia de votar por caras lindas, sonrisas simpáticas y declaraciones bonachonas de ocasión. Se requiere mostrar que se puede y se sabe gobernar. Es en torno de esto que elegimos, no de un concurso de “quién es el mejor muchacho de la cuadra”.
* Doctor en Filosofía, profesor de la Universidad Nacional de Cuyo.
26/08/13 Página|12
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