Más allá de su evidente funcionalidad original para limar la construcción de poder del Frente para la Victoria, el massismo, en tanto alternativa real ha desnudado en estos días lo que realmente fue y es: un error de cálculo político que hoy se desangra en una incontenible hemorragia.
La fuga de Darío Giustozzi, ex intendente de Almirante Brown y jefe de la bancada de diputados de la variopinta caterva (“multitud de personas o cosas consideradas en grupo, pero sin concierto, o de poco valor e importancia”, define la Real Academia sin afán de desprecio) de dirigentes que se había encolumnado detrás de la imagen de Sergio Massa, pone en blanco sobre negro un estado terminal que desde hacía rato se avizoraba como destino ineluctable.
Tanto el abrupto crecimiento como el vertiginoso desgaste del massismo muestran una realidad más amplia y profunda que gran parte de los dirigentes políticos argentinos intenta ocultar detrás de la rimbombante oquedad de sus discursos: que sus movimientos y ocasionales alianzas no responden a cuestiones ideológicas o siquiera a proyectos políticos pensados en función de la sociedad, sino a cálculos personalísimos para la obtención de espacios de poder.
Así, el ser o no ser como interrogante fundamental de la identidad política queda reducido a un simple circunstancial de lugar: Tajaí o no tajaí, that is the question. Para comprobarlo basta seguir con un poco de atención los movimientos de todos y cada uno de los recientemente fugados. En lugar de quedarse para dar una discusión sobre sus supuestos desacuerdos políticos, uno por uno han empezado a coquetear con alguno de los dos espacios políticos que aparecen con posibilidades ciertas de disputar la victoria en las elecciones de octubre: el oficialismo (y dentro de él, el sciolismo) y el macrismo, expandido a nivel nacional sobre el aparato territorial del radicalismo.
No debería extrañar: la inmensa mayoría de estos flamantes ex massistas han sido antes y sucesivamente menemistas, duhaldistas y kirchneristas sin ninguna contradicción, explicación o cargo de conciencia. Con el sólo artilugio de ir negando sus pasados en cada salto hacia una nueva y promisoria vereda del sol. Lo mismo se aplica a no pocos –más bien muchos– de los actuales kirchneristas de la primera hora. Y el mismo juego han intentado jugar los peronistas y radicales que ahora se apilan detrás de la esperanza amarilla del macrismo. Forzando un poco, apenas, al bueno de Jean Baudrillard, podría decirse que la única estrategia política que los moviliza es la del simulacro.
La batalla política es ante todo una batalla cultural. Y en ese contexto, el estilo y la lógica política de los ’90 no sólo no se han agotado sino que gozan de una lamentable buena salud. Lo viene diciendo, con otras palabras y en no pocas ocasiones, Cristina Fernández de Kirchner, no sólo cuando apunta con el dedo la intencionalidad que el conglomerado opositor esconde detrás de sus discursos y sus acciones, sino también cuando le pide a su propia tropa “un baño de humildad” y propone que el candidato sea el proyecto.
No es intención del cronista discutir aquí cuál es ese proyecto, más allá de que lo que se está jugando en este momento político de la Argentina es la continuidad de un modelo reformista democrático burgués con intenciones inclusivas frente a los embates cada vez más fuertes de una contraofensiva neoliberal. Lo que sí quiere resaltar es que si a esta altura, la Presidenta debe marcar el rumbo con tanto énfasis a sus propios dirigentes, sólo puede deberse a que es consciente de un fracaso, o por lo menos de una falencia, en la construcción política del kirchnerismo. La necesidad de advertirles a los candidatos mejor posicionados de su propio espacio que el candidato es el proyecto implica, de manera inevitable, el reconocimiento de que ninguno de esos candidatos posibles es realmente representativo de ese proyecto.
La desgastante pelea por la resolución 125, la ofensiva de los medios hegemónicos, la derrota electoral de 2009 y el consiguiente abandono de la amplia transversalidad original para recostarse en el fagocitante aparato del viejo peronismo feudal, las corridas sobre el dólar, los intentos desestabilizadores y, claro, la inesperada muerte de Néstor Kirchner son razones insoslayables a la hora de buscar explicaciones. Sin embargo, el cronista cree que la situación actual del kirchnerismo –y el riesgo de su continuidad– se deben fundamentalmente a un estilo de construcción política que privilegió el “de arriba hacia abajo” sin desplazar a los camaleónicos dirigentes del aparato peronista en lugar de abrirse, y arriesgarse, a un mayor protagonismo y poder de decisión de sus bases.
Mientras tanto, en el programa de Marcelo Tinelli, el agonizante Sergio Massa y los expectantes Daniel Scioli y Mauricio Macri jugaron el juego que mejor saben jugar, el del simulacro. Que allí no hubiera chispazos no se debió a que guardaron las formas para participar sino a que, con matices, los tres representan lo mismo. Eso que hace sonreír de satisfacción al establishment: candidatos que bailan respetando la coreografía que les marca el poder.
17/05/15 Miradas al Sur
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