Por Juan Forn
En una habitación en la Calle de los Alquimistas del barrio judío de Praga, un muchacho sentado en una silla se lleva un revólver al corazón. Praga le ha dado todo y luego se lo ha quitado. Gustav Meyer llegó a la ciudad a los doce años, arrastrado por su madre bataclana (el padre era un ministro de la corte de Würtenberg que no quiso reconocerlo; cuando se hartó de los reclamos de la madre, los fletó lejos). Praga no le gustó a la madre de Gustav, así que se unió a una compañía teatral que partía de gira a Rusia. El quinceañero quedó solo en la ciudad, pero se las arregló para concluir su bachillerato y la carrera de economía con notas brillantes, durmiendo en plazas y galpones abandonados y lavándose en las fuentes de las plazas. A los veintitrés años por fin tenía el mundo a su disposición, cuando una pena de amor lo llevó al borde del suicidio. En el preciso momento en que estaba por dispararse un balazo en el pecho, manos anónimas pasaron bajo su puerta un folleto espiritista titulado La vida que te espera y su existencia dio un drástico viraje. Dos años después, era uno de los banqueros más exitosos de Praga y un experto en las prácticas de adivinación que le causarían la ruina.
El joven Meyer era un as para los números, pero el capital para abrir su banco lo hizo jugando al poker. La habilidad para las cartas se la debía a la ingesta diaria de goma arábiga (que, según él, le permitía tener visiones fulgurantes en la mesa de juego). Los intereses esotéricos de Meyer, detonados por aquel folleto espiritista, no se detenían allí: abarcaban desde el yoga a la telepatía y las experiencias con alucinógenos. Comía sólo legumbres y granos, no se permitía dormir más de tres horas por noche pero era capaz de permanecer hasta ocho horas seguidas en dolorosas posturas asana que, según él, lo cargaban de energía. Sus prácticas espirituales no le impedían destacarse como deportista: era un maestro de la esgrima y el tiro y representó a su país como remero, además de ser el primer propietario de un automóvil en Praga. Una noche, en una mesa de poker con selectos financistas de la ciudad, alguien puso en duda sus dotes de videncia. Para demostrarlas, Meyer bebió delante de ellos un preparado de treinta gramos de hachís disueltos en un tazón de café negro y predijo el precio que alcanzarían en la Bolsa las acciones de una docena de empresas. En opinión de todos los expertos en la mesa, el pronóstico era descabellado. Pero, al cerrar la Bolsa esa semana, Meyer había acertado en once de sus doce anuncios. La historia se propagó como un mal olor por la ciudad, la comunidad bienpensante exigió escandalizada que se lo arrestara por estafador, Meyer fue juzgado, la corte lo encontró inocente de estafa pero no de ofender el honor de sus colegas de la banca. En las semanas que duró el juicio, el Banco Meyer quebró y él quedó en la ruina. Cuando Kafka y Max Brod lo conocieron, en 1903, era un paria que recorría los cafés praguenses retando a duelo a sus enemigos: ilustres juristas, funcionarios y ex colegas de la banca que, con la excusa de que Meyer era bastardo, lograban esquivar el desafío (y la muerte segura, porque el bastardo también era, como recordarán, un espadachín y tirador sin par).
Por intermedio de Max Brod, Meyer encontró por fin cómo dar pelea a aquella ciudad que lo había ofendido y humillado. Brod le sugirió poner por escrito los tremendos relatos con los que Meyer aterrorizaba a los borrachos del Café Continental y enviarlos a la revista satírica alemana Simplizissimus, que le ofreció un sueldo fijo y comenzó a publicar de inmediato esos retratos vitriólicos de las bajezas del mundo praguense. Meyer adoptó el seudónimo Meyrink, para decir que hasta su buen nombre le había quitado Praga. Así lo conocieron Thomas Mann, Karl Kraus, Rilke, Strindberg y Hamsun: por las páginas de la revista. Lo que pagaba Simplizissimus no alcanzaba ni para un cuarto de pensión, pero los admiradores alemanes que cosechó Meyrink le significaron un pasaporte de salida de Praga: la editorial Fischer le ofreció un departamentito en su sede de Viena a cambio de que tradujera para ellos, a jornada completa, las dieciséis novelas de Dickens (hasta hoy se siguen reeditando algunas de esas traducciones). Meyrink aceptó sin dudar la oferta y dejó Praga agitando un puño: “¡No he terminado contigo!”, juró.
Diez años después, en 1915, llegó a manos de Kafka, enviada por Max Brod, una novela llamada El Gólem, que era la sensación de la temporada en Viena y en Berlín. Meyrink se había pasado de los cuentos cortos a la novela por motivos estrictamente financieros, pero había puesto en ese libro todo lo que tenía: según la frase inmortal, “en El Gólem hay un Castillo pero no es el Castillo de Kafka, hay un Proceso pero no es el Proceso de Kafka y hay una Metamorfosis pero no es la Metamorfosis de Kafka”. El joven Franz leyó la novela en una noche, aterrado, literalmente abducido por el retrato de la vieja Praga, en particular de su zona favorita, el barrio judío. Meyrink se tomaba venganza de la ciudad, la condenaba al terror y la retrataba en su más abyecta hipocresía, de rodillas ante un gigante de barro en cuya boca había un papelito donde estaba escrito el nombre impronunciable de Dios. Imaginemos por un instante la escena: mientras afuera retumba la Gran Guerra, Kafka en su dormitorio devora a lo largo de una noche esa novela que exhumaba y entretejía todos los secretos y las miserias de Praga. Imposible imaginar un lector mejor, más idóneo, más perfecto, para El Gólem. Si Meyrink tuvo algún poder mediúmnico, alquímico, cabalístico, fue el que le permitió ganarse ese lector para su libro.
Por morir en 1924, Kafka se perdió el último acto del duelo implacable entre Praga y Meyrink: a principios del año 1932, cuando su libro llevaba vendidos más de medio millón de ejemplares y él vivía con su esposa y su único y adorado hijo en un chalet en las montañas de Montreux, en Suiza, ese muchacho que era la luz de sus ojos, que brillaba por su inteligencia, su buen gusto, sus aptitudes deportivas y su luminosa naturaleza, se quebró la espalda esquiando y quedó confinado de por vida a una silla de ruedas. No soportó mucho tiempo. Una mañana descubrieron que se había arrastrado por la nieve hasta el bosque al fondo de la residencia de los Meyrink y allí se había cortado las venas: la misma muerte que sufría el vivaz estudiante Charousek en El Gólem. Meyrink no pudo asimilar el golpe. Pocas semanas después, el 4 de diciembre, dio las buenas noches a su esposa, se retiró a su dormitorio, se sentó en una silla desnudo, frente a la ventana abierta, y permaneció así “hasta que sus ojos vidriosos se posaron para siempre en la única estrella que seguía brillando en el cielo cuando amaneció”.
Pasó el nazismo, pasó la guerra y luego el comunismo por Praga, y recién entonces, en 1989, se publicó por primera vez El Gólem en checo: habían transcurrido exactamente cien años desde la noche en que Gustav Meyer se sentó en una silla de cara a la ventana en su habitación en la Calle de los Alquimistas con una pistola apuntando a su corazón.
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