Por María Pía López
Llevamos décadas leyendo a Horacio González. Nada de lo que escribí puede pensarse sin esa conversación tenaz con su obra y con el tipo de intervención intelectual que fue delineando. Me golpeó, como a todos sus amigos, la evidencia de la fragilidad de su cuerpo. A la vez, la sensación de que respondía a sus afecciones con la apuesta redoblada al riesgo del pensamiento y la escritura. Ensayista prolífico, filósofo singular, en algún recodo del camino lo esperaba la ficción. Había rozado los límites del género en libros juveniles editados en el exilio brasileño, como Evita. A militante no camarim. En el 2014 publicó su primera novela, a la que llamó novelita o librillo, para restarle los prestigios de un género al que respeta en demasía porque tras la etiqueta vislumbra La montaña mágica o Rojo y negro y no cualquiera de las ficciones que pueblan nuestra escena contemporánea.
Besar a la muerta y Redacciones cautivas pueden pensarse en continuidad y diferencia con sus libros de ensayo. Continuidad, porque se trata de un ahondamiento de algo que los constituía: una cierta experiencia de la lengua, una búsqueda de la precisión que implica cada vez desplegar más matices, revisar más diferencias, tolerar más paradojas. Su escritura es la del matiz. Del matiz como diferencia que difiere, como supo decir Deleuze a propósito de Bergson, para pensar la creación en esa ruptura de la repetición material. La escritura de González, su peculiar estilo, se forjó en esa persecución. Y en la afirmación de una retórica que debe privarse de los nombres inmediatos y de la literalidad de cualquier formulación para develar el significado de esa inmediatez. Pensador contra la tautología, se le ha dicho barroco, cuando lo suyo en todo caso es énfasis en tirar el hilo, deshaciendo las tramas que se presentan como pura evidencia. Y no digo que no sea barroco: lo es en tanto presenta un plano y otro y otro de la realidad o del fenómeno. Para eso hay que estrujar mucho la lengua, obligarla a deponer sus ataduras sintácticas y sus facilismos lexicales. Solicitarle que deje jugar, a ella tan presurosa en hablarnos. Convertir al lenguaje en la casa en la que se puede pensar, en la que se piensa, en la que se traman libertades. Escribir, para Horacio González, es una meditación sobre la libertad y sobre las coacciones. El estilo es su modo de fugar de los encorsetamientos de las épocas y el anarquismo una suerte de disposición subjetiva y política que lleva a la sospecha sobre los consensos existentes.
Piensa, como Leo Strauss, que estamos obligados a leer entre líneas. Porque no se dice sólo lo explícito, también en los escritos proliferan los sentidos que corretean para no ser apresados por la censura. Si en su escritura siempre está ese doblez, en las novelas se presenta como insistencia que ahonda y a la vez difiere. En Redacciones cautivas se convierte en el tema central, en el eje de la narración: ¿qué se puede escribir en cautiverio?, ¿qué son las palabras dichas bajo coacción?, ¿qué queda del hombre cuando es sometido a las formas más extremas del terror? Primo Levi se preguntó si esto es un hombre para considerar la difícil condición del sobreviviente: el verdadero testigo de un campo de concentración era el que ya no podía dar testimonio, porque había sido aniquilado, sus fuerzas derrotadas, convertido en mudo montoncito de células agonizantes antes de morir. Musulmanes llamó a esos hombres en el último tramo de su desventura. El testigo que habla, el que escribe, piensa Levi, en cierto modo es alguien que cultivó ambiguos compromisos para sobrevivir, comió un poco más, se escurrió del trabajo más brusco, concedió a los carceleros o fingió conceder. Pensarlo así implicaba poner su propia escritura bajo sospecha: no sería la víctima absoluta aquel que puede hablar. Prefiero ir por el revés de la afirmación del propio Levi: no el subrayado que busca la víctima total sino el cotidiano del infierno que implicaba algunas zonas de intercambio y negociación. La frontera es nitidez explicativa pero también grisura del tráfico.
En la Argentina posterior a la dictadura, éstos fueron temas de discusión: alrededor de la teoría de los dos demonios –prendida a la figura de Sabato y a la labor de la Conadep– y más en general de los modos de explicar lo producido por el terror concentracionario. Hoy lo siguen siendo. Pilar Calveiro escribió un libro fundamental, Poder y desaparición, editado en la colección que dirige el autor de Redacciones cautivas. Calveiro piensa esa zona de negociaciones o los intersticios en la lógica del campo, que si por un lado hacían de algún torturador alguien tan preocupado por el horario de salida como un oficinista, también generaba en los sobrevivientes las mil astucias para ganar un día más, ayudar a otros, simular colaboraciones o realizar las mínimas posibles. Algunos asesinos salvaron o perdonaron menguadas vidas. Decirlo es inquietante y siniestro. Pero si esas palabras no pueden decirse, hay modos de vida que deben ocultarse a sí mismos y también permanecemos indiferentes a las experiencias dramáticas de los niños apropiados que hoy son adultos que recuerdan, muchas veces con culpa, cuánto fueron amados por los apropiadores. Y la reciprocidad del afecto.
¿Cómo pensar estas cosas cuando reclamamos justicia, cuando sabemos que nada debe aminorar la culpa del asesino? El tema merecía un escritor capaz de todos los riesgos y de todas las piedades. González escribe un libro cuya fuerza mayor es la piedad: la conmiseración hacia esos hombres arrojados a las mazmorras, despojados de todo lo que no fuera el cuerpo como superficie de dolorosas invenciones –cada piel un laboratorio de los modos más infames de ejercer crueldad, como si estuvieran allí no sólo para purgar una atribuida culpa sino también para ser cobayos de un ejercicio o de una prueba que algunos realizarían: cuán alto puede ser el grito que se provoca, cuán horrendo el aullido que una tortura arranca–. Piedad, entonces, hacia los secuestrados. También cuando ellos devienen colaboradores o exégetas de la voz del amo.
Redacciones cautivas son las que surgen de los dictados de la ESMA: una escuela que daría un periodismo acuciado por los gritos que surgen de Capucha o Capuchita y por la amenaza de un traslado. Notas que se alternan con grilletes. La verdad de lo escrito será siempre entrelíneas, pero ellas no son silentes, proliferan, tienen el rumor del campo atrás, o el de la redacción externa pero amenazada. Son dos las redacciones, y espejadas: la del diario intervenido, la del creado adentro del campo de concentración. Entre unos y otros discuten en las páginas ficcionales; los sobrevivientes recrean esos debates en la novela. Qué se dijo en un diario y en otro. Por qué. El tema más doliente, sin embargo, no son esas palabras surgidas de los distintos modos del cautiverio y contemporáneos a él. Sino las que alguien que muchos años después hace suyas las ideas de los verdugos, que pone en sus textos el razonamiento de los que fueron sus captores, tardío epígono, como si en su piel siguieran resonando los voltios o esa misma intensidad hubiera forjado un nuevo cuerpo, otra sensibilidad y pensamiento. No los que llevaban su nombre en el tiempo anterior sino los que los punzones habían inscripto en los sótanos.
No se trata de una novela de clave: los personajes de la ficción no son máscaras tras las cuales es posible delinear las trayectorias de personas públicas –como lo fue, por ejemplo, Diario de la Argentina, de Asís–. Es otro tipo de rememoración a la que invita. Más bien como si ciertos debates o posiciones o travesías funcionaran como subsuelo en el que esta novela se fue macerando y entonces sus lectores no podemos dejar de pensar esos vínculos. Porque si por un lado la redacción de Convicción y el inefable Hugo Ezequiel Lezama están en el fondo del relato, su actualidad proviene más bien de las intervenciones de Héctor Leis, de los dolidos giros de sus palabras hasta terminar en el lamento por la muerte de Videla en prisión. El libro de González tiene mucho de piedad y sin embargo jamás roza ese tipo de piedad, la destinada al asesino, la que equivoca el motivo de su compasión.
Es piadoso para pensar las víctimas y sus negociaciones, las condiciones de la sobrevivencia y la escritura bajo coacción, sin que ello elida la nitidez de la división que funda una idea de justicia. Esa piedad es poética. Porque sólo interrogada poéticamente la lengua puede ser amparo y resguardo para meditar el dolor. Eso es lo que hace el escritor. Tironear y jugar, roer y estirar, buscar a tientas o con sagacidad el sentido, pero antes que nada disponer un ritmo: “Ya no yo: raro conjunto de palabras, sílabas que cabriolean alrededor como esas luces y reflejos indóciles que antes declaré no saber retener. Si se me reclama una opinión certera y breve, dicha con la elegancia de sílabas apenas pronunciadas, yo llego tan solo hasta su antepenúltima vocal, la doy extenuado, sin gracia ya. Ya no yo. Todo se me escapa hacia frases que si resultan completas es porque también son toscas, hijas dilectas de los clisés que siempre había condenado. Llegué, en una de esas ocasiones, a emplear la expresión ‘correlación de fuerzas’. Dedicaré el resto de mi vida a escapar de estas cárceles; cárceles de palabras. ¿Pero hay alguien que sepa un generoso equivalente para decir correlación de fuerzas sin decirlo? No yo. Yo ya no. Ya no yo. (Mejor así, me gustan las palabras-sílabas, pensar con un malabarismo de sonidos indivisibles que son trabalenguas y jitanjáforas que ponen a prueba todos los pobres sentidos con los que manejamos nuestros idiomas.) Mis visitantes... lo de hoy. Mucho tiempo había pasado... son ex colegas. Legas con pegas si llevas, llevas maleza de cuevas, forman talegas, si tales llaves llevas no alegues fallebas, si tales aves llevas alega calesas, pégale a ésas. Ex colegas son, en verdad ex subordinados, pero esta expresión no está en mi vocabulario; ellos, sí, me visitan ahora con condescendencia, acaso bellas rutinas del cariño, antiguos colaboradores del periódico con el que alguna vez quisimos inventar los candidatos que deberían gobernar el país”.
El narrador y protagonista se llama Albergare. Dueño de un periódico, capturado, es obligado a realizar otro, en el que firmará como Hospedare. Mientras tanto sus colaboradores siguen en el diario intervenido. ¿Cómo decir eso? Ya no yo, dice Albergare. Qué yo es ése, el que juega con las palabras, el que vuelve a conjugar un verbo tras otro, el que duda. Fundamentalmente, es el que procura albergar algo del orden de la verdad. Esa es la fuerza política de este libro: buscar un modo de decir la verdad, que requiere amparos, cuidados y poesía.
Cuando González publicó su primera novela, pensé que la ficción era el modo otro del barroco: dejaba de escribir entrelíneas, componiendo los significados heterogéneos y paradójicos de las cosas, para ponerlo en el haz de personajes diversos. Redacciones cautivas exige otra idea: lo barroco está en el centro mismo de la historia, en ese pliegue entre sótano y periódico, entre periodistas capturados y lectores engañados, en el subrepticio desplazamiento de Albergare a Hospedare, en la coexistencia no sucesiva de los tiempos. Por eso el barroco no es sólo derroche, don de los lujos del lenguaje, sino comprensión profunda de la historia, la que la poesía gonzaliana construye para hospedar o para albergar las desdichas de los hombres. Este libro es hecho reflexivo, una suerte de lugar en el que un problema se piensa y despliega, pero también –y en no menor medida– es un acontecimiento en el horizonte literario. Esto es: le hace algo –irradia una onda expansiva– a la lengua.
Este texto –apenas corregido para su publicación– fue leído en la Feria del Libro, el 1º de mayo, en la presentación de Redacciones cautivas, de Horacio González, en una mesa de la que también participaron Vicente Muleiro y Eduardo Rinesi.
No hay comentarios:
Publicar un comentario