"En los primeros años del siglo XXI, los porteños hemos descubierto la existencia de una palabra incómoda: esclavo".
Por Nicolás Fernández Bravo
En los primeros años del siglo XXI, los porteños hemos descubierto la existencia de una palabra incómoda: esclavo. Un término que había quedado más que olvidado. Soterrado, hundido, derrotado. De la mano de un discurso mediático tan poderoso como oportunista, acompañado por una imprecisa terminología jurídica, la idea del “trabajo esclavo” regresó para ocupar –a raíz de un nuevo incendio en un taller textil– al menos una porción de tiempo entre quienes le prestan atención a las noticias. ¿Qué nos imaginamos los porteños, cuando evocamos el término “esclavo”?
Aunque la sociedad porteña haya tenido un fuerte carácter esclavista hasta mediados del siglo XIX, la huella de la esclavitud fue progresivamente desplazada, hasta perderse entre un puñado de expertos más interesados en apuntalarla en el pasado que por establecer el recorrido que acabó por segregarla de la memoria contemporánea. El ideario de una sociedad blanca y europea no podía sino enorgullecerse de su progreso, cuyo correlato humano era el de una población homogénea y civilizada. Incluso los encomiables esfuerzos de los periodistas afroargentinos, quienes consiguieron dejar impreso en letras de molde el testimonio incalculable de ese traumático momento finisecular, no fueron suficientes para construir un recuerdo colectivo de la esclavitud. La misma poiesis de los descendientes de esclavizados, tantas veces asociada a los orígenes del tango, puede pensarse a partir de la nostalgia de una ‘raza’ que se olvidaba, al decir del negro Ricardo Palma (1874). En los últimos años, apenas unas pocas familias y un puñado de intelectuales han conseguido provocar una hendidura en este relato. No obstante, la esclavización opera mayormente como un significante vacío: una ausencia que hoy se rellena con un lenguaje sospechoso.
En mi modesto parecer, el problema no radica tanto en la dupla “trabajo esclavo”, sino en la moral abolicionista que sustenta tácitamente el accionar –retórico, jurídico, partidario– del homo consumoresponsabilis, quien demuestra estar ofuscado (¡qué barbaridad!) por esta rémora de una época que de tan “pasada”, parecía haber dejado de estar en el basamento de nuestra tranquila comunidad imaginada. Según nos explican los comunicadores, hay en la actualidad claramente dos bandos: una comunidad indignada que está en contra del llamado trabajo esclavo, y “los otros”. Yo, por ejemplo, ¡no estoy a favor de la esclavitud! Al igual que todos, o casi todos, mis amigos. Mis enemigos –los malos– seguramente estén a favor de la esclavitud moderna, de la cual (insisto, por las dudas) yo estoy en contra. ¿Qué tipo de razonamiento esconde esta suerte de cotejo deportivo en donde se disputa el capital ético a partir de un tercero ausente?
Tal vez resulte pertinente reflexionar a vuelo de pájaro, sobre el polo opuesto de la esclavitud: la libertad, aquella que vino luego de la abolición. En sus orígenes, el abolicionismo fue una doctrina que se propuso terminar con la esclavitud. Fueron los miembros de una congregación religiosa disidente de origen inglés –los quákeros– quienes tuvieron un papel central en el movimiento abolicionista y en el acta misma de la abolición de la trata negrera, celebrada en Inglaterra en 1807. La misma idea de “sociedad civil”, en el sentido programático y liberal que tiene hoy el término para tantas ONGs, puede reconocer su primer triunfo internacional en el movimiento liderado por los quákeros. Mantuvieron una independencia, una ética y una honestidad ejemplares, al punto tal de decidir emigrar a Nueva Inglaterra y mantener allí sus mismos principios y la misma gesta anti-slavery a lo largo del siglo XIX, toda vez que el fin del comercio transoceánico no supuso ni el fin de la esclavitud, ni mucho menos sus prácticas y valoraciones conexas.
Considero incorrecto juzgar extemporáneamente lo que hicieron los quákeros. No solo por el hecho de no ser un experto en su historia, sino porque los juicios de valor suelen decir mucho más de quien valoriza, que de los valorizados. Sin embargo, podemos aprender algo de su legado. El primer elemento que surge, por ejemplo, al comprar avena en el supermercado (¡y escoger libremente la marca Quáker!), es notar que los quákeros eran blancos. Seguramente hayan sido buena gente: más buenos que la propia avena que producían artesanalmente en Pennsylvania. Pero los protagonistas de las prácticas que se propusieron abolir, fueron actores de reparto en un movimiento cuyo rostro humano fue mayormente blanco. El segundo elemento: al haber sido una gesta esencialmente “moral”, le permitió al capital no tener que cuestionar ni su forma de acumulación, ni la tecnología que apenas si comenzaba a desarrollarse científicamente, el racismo. El tercer elemento es más difícil de sostener y aún hoy ofrece intensos debates: la gesta demoró la emergencia de un movimiento panafricanista y descolonizador no menos de 100 años. Aunque esta afirmación pueda ser conjetural, lo cierto es que el argumento moral ha demostrado una solidez admirable. Al punto tal que su espíritu pervive hoy en casi todas las notas que se diseminaron a raíz de la muerte de dos niños, por izquierda y por derecha, por arriba y por debajo, oficialistas y opositores. Los únicos que parecen recordar que se trata de economía y de trabajo, son los costureros.
¿Cuál es, a la luz de la historia, el problema del “trabajo esclavo”? Considerar realmente al “esclavo” como mercancía sin agencia, con poca o ninguna conciencia de sí, como si realmente no se tratara de personas esclavizadas. Acaso por un momento convenga detenerse en lógica de la adjetivación, para luego volver a la refriega. Es la práctica del trabajo esclavizado, esclavizante, que recuerda lo que hacían las personas esclavizadas el que degrada y cercena, el que oprime y deja morir. Si hemos de vigilar el uso del par “trabajo esclavo”, y entiendo que hay que hacerlo porque insulta la conciencia del trabajador e impide ver el potencial de movilidad social de la economía popular, hagámoslo a sabiendas de la historia y sus significados actuales. Ahora: si lo hacemos, hagámoslo junto a los trabajadores. De lo contrario, ganaríamos la batalla por el corrimiento del eje moral para ser –apenas– buenos grammatas. Si de bondades se trata, prefiero la avena Quáker.
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