Por Ana María Careaga *
Opinión
En el año 1920, con su obra Más allá del principio del placer, Sigmund Freud conceptualiza la pulsión de muerte. Atravesado en su existencia por las dos guerras mundiales –nació en 1865 y murió en 1939–, e interrogado desde su propia circunstancia y por intelectuales y protagonistas de esa época, Freud desarrolla el concepto del mal, en relación con la condición humana. Y es este “mal intrínseco” el que se manifiesta en la historia de la humanidad frente a genocidios, torturas, crímenes masivos, como expresión de lo peor que los seres humanos pueden poner en juego por sus propios intereses y en defensa de posiciones de poder económico, político, social, cultural o de otra índole.
Los campos de concentración del nazismo en Alemania y en otros países de la región, los centros clandestinos de detención, tortura y exterminio en Argentina y el Cono Sur, entre otras experiencias de crímenes aberrantes, ponen de relieve los efectos que esas prácticas pueden tener, su imprescriptibilidad en el tiempo, no sólo desde el punto de vista jurídico por tratarse de delitos de lesa humanidad y genocidio y ajustarse desde esa perspectiva a la jurisprudencia internacional, sino también en el plano de la subjetividad.
En los estrados judiciales argentinos tienen lugar en el presente los relatos de las víctimas que fueron atravesadas por esas experiencias. Cada una de ellas, desde sus marcas, desde su singularidad, intenta poner palabras a algo que se torna del orden de lo indecible, precisamente porque todo lo que se dice parece insuficiente para ligar algo del horror de esa experiencia traumática. Sin embargo, el efecto aliviador puede situarse en el intento mismo de la palabra, en una instancia pública de juzgamiento ejemplar de algunos de los autores materiales de estos delitos.
Así como en el espacio analítico se trata en muchos casos de que las víctimas del terrorismo de Estado advengan primero como tales, para luego desde su condición de sujeto “poder hacer” con esa experiencia; en este movimiento, en el cruce de lo particular y lo colectivo que implica el escenario de los juicios, se pone en juego la singularidad de cada sujeto que narra su vivencia traumática, y cada uno de esos testimonios va reconstruyendo, en su repetición, una porción de ese relato histórico, acaecido en la noche más oscura de la historia argentina, que va reescribiendo e inscribiendo otro modo de decir, en una instancia pública en la que el Estado asume su responsabilidad.
Las vivencias de dolor, de pérdida de un ser querido, de búsqueda infructuosa, de desaparición, tortura y muerte, tienen y han tenido efectos inmensurables en miles de seres humanos, familias, sociedades en su conjunto.
Hitler proclamaba a viva voz “¿quién se acuerda del genocidio armenio?” para alentar a sus secuaces a cometer los delitos más atroces. Esas prácticas aberrantes, manifestaciones de intolerancia, segregación, discriminación, racismo, tienen consecuencias. “Somos intolerantes”, sostenía a viva voz en sus discursos de aquellos años ante una sociedad anestesiada.
Uno se pregunta, por el contrario: ¿Cómo olvidar? ¿Cómo olvidar aquello que en sus efectos y repetición, insiste?
Hoy tenemos presente en la memoria el genocidio armenio, los crímenes del nazismo y los estragos del terrorismo de Estado; las secuelas que en los planos político, social, económico y cultural, y en el de la subjetividad, han dejado en estas sociedades.
A lo largo de la historia, diferentes intentos de respuestas y “de hacer con eso” tomaron y toman forma en ámbitos de debate, y en distintos escenarios, desde variadas disciplinas y diversos discursos, y también desde disímiles productos artísticos y culturales.
El cine es uno de ellos. En la película alemana Phoenix (2014), traducida aquí como Ave Fénix, se ponen de relieve cuestiones muy profundas de la experiencia concentracionaria tomadas de la vivencia real del campo. La protagonista, recién liberada de su cautiverio, despojada de su condición de sujeto, arrancada de su identidad en su propio rostro baleado, desfigurado y reconstruido por una operación, necesita de un otro, su marido en este caso –portador de parte de su identidad en la medida en que afirma su condición de sobreviviente por su existencia–, “si no hubiera sido por él, no hubiera sobrevivido”.
Ella se mira al espejo y el espejo le devuelve un rostro que no reconoce. El hilo conductor que asimila el hecho traumático en el submundo de la reclusión no tiene fronteras. Acerca de las condiciones de reclusión y sus consecuencias en los centros clandestinos de detención de la última dictadura en Argentina, numerosos son los relatos que evidencian el intento de arrasar con la identidad de la víctima.
“Cuando estaba en la celda vinieron a buscarme para cortarme el pelo, me lo cortó otra detenida-desaparecida. Al terminar me hizo mirarme en una especie de trozo de metal pulido que hacía las veces de espejo. No me reconocí”, reza un testimonio.
La angustia ante la pérdida de la identidad, de la condición de ser humano. El desaparecido reducido a la posición de objeto, despojado de su nombre, llamado por un código, un número, es además desfigurado de los rasgos que hacen que pueda re-conocerse a sí mismo.
De esto también dan cuenta testimonios de la experiencia argentina: “Nos pusieron a varios en una sala, todos parados, con cadenas en los pies y los ojos vendados. El guardia salió de esa celda colectiva y dijo que no debíamos mirar. Asomé la mirada por debajo de la venda. La escena que vi –un grupo de seres flacos, enjutos, harapientos y rapados, todos iguales–, en medio de ese lugar maloliente y nauseabundo, me devolvió la imagen de una foto de un campo de concentración nazi”, rememora una declaración.
En la película, la protagonista se plantea: “Me van a preguntar por lo que viví”. Para recordar una ocasión en donde una niña la mira mientras ella tiene puesto el vestido de su madre.
Nuevamente, la simetría con lo ocurrido en nuestro país: “Una vez me vinieron a buscar para torturarme. Como estaba embarazada siempre tenía puesto el mismo vestido que estaba sucio, mugriento, el mismo que tenía cuando me secuestraron. Me lo sacaron y me pusieron por un día el vestido de otra embarazada que se habían llevado”, narra una vivencia que da cuenta de la repetición de lo siniestro.
La identidad aferrada a lo conocido, detenida en una marca, un objeto, un nombre –propio o de un ser querido–, la mortificación del cuerpo que evidencia desde lo peor la mortificación de la existencia. “Nadie te va a preguntar por lo que pasó”, escucha el personaje del film. La palabra queda suspendida.
Con el número que los nazis habían tatuado en su brazo, que el vestido de mangas tres cuarto deja ver en parte, enfocado por la cámara, ella empieza a cantar. Poco a poco retorna su voz, el canto es lo que la hace recuperar su condición de sujeto de la que había sido despojada. Punto de inscripción de su identidad que la hace volver a su dignidad como respuesta a la indignidad del mal.
La voz funcionando allí como registro de su propio cuerpo, de su identidad perdida que en ese acto recupera. Ese desecho que camina, habla y escribe como una autómata, que no puede registrar mediante las emociones la noticia de las pérdidas, canta, y al hacerlo se restituye.
La paradoja de necesitar de un otro para volver a ser uno mismo, momento inaugural del ser humano que es hablado por ese Otro de los primeros cuidados que lo introduce en la cultura, que lo concibe, que elige un nombre para él, que lo espera frente a la soledad de la existencia puesta de relieve en su crudeza, pero frente a la cual el sujeto apela a sus propios y más genuinos recursos, ubicando un objeto en el campo del Otro que lo aloja.
Esas marcas en el cuerpo atormentado tienen su correlato en otras marcas, las de la subjetividad, desde las cuales se instala la dialéctica necesaria para ese movimiento de lazo al Otro.
Si bien Freud se va a dedicar al final de su obra a profundizar acerca del malestar en la cultura, ya en los albores de su construcción teórica sitúa a la palabra como sustituto de la acción, planteando que si no se puede abreaccionar un trauma psíquico, su recuerdo conserva el afecto que en su origen tuvo.
La exclusión del otro como diferente, la negación de la pluralidad, la no aceptación del otro como diverso, implican la anulación de la singularidad, el rechazo al advenimiento del sujeto alojado en otro en y desde su singularidad. La alienación del sujeto al otro es lo que a su vez inaugura la inscripción de la particularidad de su historia en lo universal de su condición.
Como el ave fénix, en los campos de concentración el sujeto vejado, reducido a puro resto, resiste desde sus marcas singulares, y es desde esa impronta que re-inventa su existencia.
Volver de la muerte implica re-conocerse en ella para salir de ella, subjetivar las marcas del cuerpo mancillado desde otras marcas más primitivas, que contribuyan a restituir la identidad perdida.
Las madres de los desaparecidos lo hicieron una y otra vez, y continúan haciéndolo desde hace 38 años, al ser resignada parte de su propia identidad en la desaparición de sus hijos, se reinventaron como Madres dándole a esa entidad el estatuto de un símbolo que las atravesaba en el hecho traumático irreparable de pérdida de su ser querido y las introducía en un significante colectivo que ligaba ese agujero negro a una búsqueda imprescriptible como la propia desaparición.
* Psicoanalista, docente, testigo en los juicios de lesa humanidad
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