Por Sandra Russo
Ana Colau y Manuela Carmena.
A fines del año pasado algunos allegados empezaron a insistirle a la ex jueza Manuela Carmena para que aceptara la candidatura a alcaldesa de Madrid en representación de un frente de agrupaciones políticas y civiles, entre ellas el partido Podemos, compuesto en su mayoría por jóvenes académicos y activistas surgidos del 15M. Ella no quería y varias veces dijo que no. Decía que no porque estaba muy a gusto con su tienda de Yayos Emprendedores, que comercializa ropa infantil hecha por mujeres detenidas o recién liberadas, después de haber formado parte de la Corte Suprema y de una larga carrera judicial que comenzó en la dictadura franquista, defendiendo a presos políticos. “Siempre había rechazado ofertas por el estilo, que las hubo, y me parecía que tenía que ser alguien joven. Lo sigo creyendo. Pero eran jóvenes los que me insistían. Tanto lo hicieron que se volvió contradictoria mi negativa, porque yo decía que eran los jóvenes los que tenían que tomar la iniciativa y la iniciativa que tomaban ellos era pedirme que los secundara. Entonces, como que me han pillado”, explicaba Carmena en abril.
Hoy, después de las elecciones de hace una semana, su frente negocia con el PSOE su arribo al gobierno del ayuntamiento de Madrid. Es difícil que el PSOE pueda negarse después de la aplastante caída del PP, su socio de tropelías neoliberales. Desde el interior del socialismo español hay muchas voces que reclaman virar de asociación y ajustarse a los tiempos que corren no sólo en España, sino también en toda Europa. Por su parte, a Carmena “la pillaron” esos jóvenes no por pura insistencia, sino por la sintonía de sucesos que ocurrían mientras ella pensaba que sí y que no. “Aunque te pueda parecer ridículo –le dijo en abril a un periodista de Eldiario.es–, cuando me enteré del naufragio de los mil emigrantes en el Mediterráneo... te quedas con esa sensación terrible de no hacer nada. ¿Cómo es posible que se mueran mil personas en un barco porque hay partes en el mundo en las que es imposible vivir? ¿Cómo eso nos va a dejar indiferentes? Está intentando nacer una nueva manera de producir, que no es el capitalismo, que no es la planificación clásica socialista que conocemos, que intenta de alguna manera cuestionar todo eso. Y eso implica un cambio en la política.” Ya en campaña, su entusiasmo por lo que implicaba su candidatura había despertado, pero no por la seducción en sí del ofrecimiento, sino por cómo esta ex jueza de 71 años se lo toma. “Ahora sé que hago algo, que no me gusta, que no me apetece especialmente, pero pienso que puede ser útil.” ¿Util para qué? Carmena lo ha dicho ya muchas veces, y desde aquí la frase suena conocida: “Para ser un puente entre generaciones”.
En Barcelona, en tanto, no hace falta esperar nada porque los resultados han sido rotundos y la nueva alcaldesa es Ana Colau, de 41 años, una activista social también respaldada por Podemos. Aunque su visibilidad ha sido mucha desde la crisis de las hipotecas, cuando se revisa la trayectoria de luchas de Colau se recoloca a su propia generación junto con jóvenes de todo el mundo que hacia al año 2000 despertaron a la conciencia de que había que hacer algo frente a las distorsiones del capitalismo que traía consigo la globalización. Colau pertenece a la clase media que aplastaron los ajustes neoliberales. Antes de su propio desahucio, que la metió hasta las orejas en su activismo, Colau estudió Filosofía, atraída por el existencialismo francés. Pero lo que le cambió drásticamente su manera de leer lo que pasaba en el mundo no fue un libro de texto, sino una revuelta enorme, la de Seattle de 1999, cuando allí se reunía la Organización Mundial de Comercio (OMC). Si se buscan en el archivo esas jornadas de represión feroz, se recupera un embrión de lo que muy poco después sucedió en Praga y en Barcelona, entre otras grandes ciudades. Los jóvenes leían en aquel primer gran tratado global de libre comercio que se quería firmar en Seattle lo que efectivamente ocurrió: las empresas transnacionales comenzaban a reinar por sobre los Estados soberanos, dejando indefensos a los pueblos. Hubiese sido necesaria, entonces, hace quince años, una clase política a la altura de la rapiña que se estaba enfrentando, pero no la hubo. Hubo capitulación y defección. Y la Unión Europea nació infectada de ese virus que mercantilizó a los respectivos electorados, que se quedaron sin representación.
Esa generación peleó en las calles, en las universidades, en las fábricas, después de que ya en Seattle se marcara un camino: fue allí que los sindicatos y los verdes se unieron por primera vez, en defensa de un mundo con reglas de juego visibles y en defensa de un planeta sin escudo protector ante la producción a gran escala. Se perdieron, una por una, todas esas batallas. Dijeron “No en mi nombre” ante la segunda guerra del Golfo. No los escucharon. Dijeron no a los ajustes dictados desde el FMI y desde Bruselas. Tampoco. En el punto más álgido de la crisis de las hipotecas en España, en 2012, llegó a haber en Barcelona 500 desahucios diarios. Y allí fue que Ana Colau fundó la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), que hoy tiene bases en toda España y que ha logrado frenar judicialmente miles de desalojos, con apoyos recibidos desde el Parlamento Europeo, y con una opinión pública cada día más consciente de que era un fraude la vida que obligaban a vivir a millones de personas. Era un fraude porque era mentira desde el principio hasta el final que los desahuciados –que se tiraban por la ventana o aparecían ahorcados en sus viviendas cuando llegaban los encargados de echarlos– eran los responsables de su mala suerte.
“Cuando empezó la crisis –decía Colau en una entrevista de enero de este año– fue dramático el hecho de que los propios responsables de la crisis rápidamente pusieron en marcha un discurso oficial retransmitido en los principales medios de comunicación durante las 24 horas, donde así como durante la burbuja escuchábamos que la vivienda era la mejor y la más segura de las inversiones, de pronto se decía que ya está bien, que los españoles habíamos querido vivir por encima de nuestras posibilidades y que todos querían ser propietarios. Fue la estigmatización de las víctimas de la crisis por parte de sus propios responsables, que evidentemente eran las entidades financieras y las grandes empresas inmobiliarias.” Así, en la España principalmente desahuciada por sus dos principales partidos políticos, la población sufriente era la gran culpable. Eso fue lo primero que cambió después del 15M, después de la oleada de indignación. Para crear la PAH fue necesario esperar a ese gran cambio anímico en la sociedad española. “Costó muchísimo –dice Colau–. Cuando empezó la crisis, las víctimas no se percibían a sí mismas como víctimas. En lugar de pensar en protestar frente a las entidades bancarias o el gobierno, estaban pensando en tirarse por el balcón o en irse del país.” Para la nueva alcaldesa de Barcelona, el puntapié inicial del cambio que se acerca hoy al poder político en España fue la recuperación de la autoestima por parte de los millones de perdedores de un sistema económico cruel y delirante.
No sólo es posible sino necesario hacer una costura de sentido entre cada suceso y cada fase por la que fueron pasando en los últimos años tantos pueblos, en diferentes latitudes, en diferentes circunstancias, eligiendo cada uno una salida de acuerdo con su devenir y su idiosincrasia. América latina en sus diversos proyectos políticos nacionales que confluyen en un bloque dispuesto a la asociación con China y Rusia, que antes estaba vedada por lazos imaginarios que sólo la unían en penurias provenientes del Norte. Europa que se recrea primero en Grecia, a través de un partido con una década de historia y de raíces sindicales, y ahora en España, con un partido político de apenas un año de historia, pero que ha sabido articular el asambleísmo que aquí fracasó en 2001. Hay aguas revueltas en la misma dirección en Irlanda, en Portugal, en Francia y en Italia. No hay nada misterioso en el propósito de tantos pueblos que quieren recuperar su autodeterminación, cuando el poder global de Occidente no hace más que demostrar día tras día que la vida humana le importa mucho menos que un saldo a favor en una cuenta de dinero sucio, pero bien lavado.
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