Los presidentes respetaron el lugar pautado por el ceremonial panameño, interpretaron un saludo imaginario levantando la mano a medias y sonrieron de forma mecánica ante los flashes. Como suele ocurrir en los últimos foros interamericanos, salvo la predisposición diplomática para cumplir en tiempo y forma con la foto final, los jefes de Estados que integran la Organización de Estados Americanos no lograron converger políticamente de forma plena en la Cumbre de Panamá. El país anfitrión, creación de un levantamiento separatista que fue financiado y tutelado por los Estados Unidos, y geográfica y culturalmente a mitad de camino entre los miembros de la Norteamérica anglosajona y las naciones del Cono Sur latinoamericano, parecía el lugar perfecto para que ningún gobierno se sintiera políticamente visitante. Sin embargo, el plenario final de Cancilleres evidenció la falta de denominadores comunes entre la Casa Blanca y la región. Fueron tales los desencuentros entre los responsables de la política exterior en temas clave como salud, educación, medio ambiente y seguridad que la Cumbre hemisférica, tal como ocurrió en la última edición de Cartagena volvió a quedar huérfana de un documento de cierre que reuniera la firma de los 34 mandatarios. Según informó la delegación del Palacio San Martín encabezada por el Canciller Héctor Timerman, Argentina y los demás países latinoamericanos discreparon abiertamente con sus pares de Estados Unidos y Canadá sobre el enfoque de la Declaración Final: mientras los países del Nafta proponían una visión técnica enfocada en el desarrollo, integrantes de la Unasur replicaban con la necesidad de priorizar una mirada política para discutir los problemas de la región.
El presidente Barack Obama se desplazó por las calles de Panamá montado en una limosina colosal, diez toneladas de peso y aleación de acero a prueba de bombas y misiles, apodada sin ningún toque metafórico como La Bestia. Evidentemente, Obama no quería correr riesgos de sufrir ningún tipo de atentado en su periferia de influencia más cercana. En paralelo, el primer presidente afroamericano en llegar a la Casa Blanca pretendía convertir la cita panameña en un evento para edulcorar su legado como un mandatario progre y amigo del sur. Para ello, el Departamento de Estado intentó confirmar el buen presente de las relaciones con Cuba y, además, bajar los decibeles al diferendo con Venezuela tras la firma del decreto presidencial que rotuló, llamativamente, al Palacio Miraflores como un contendiente de riesgo de la principal superpotencia militar del planeta. Al cierre de esta edición, los presidentes discutían abiertamente, y sin la presencia de la prensa, sobre estos temas y otros de candente actualidad, como la Cuestión Malvinas y la independencia de Puerto Rico, para evidenciar la persistencia de conflictos de índole colonial en la región.
Recapitulando, el ambivalente peso vinculante para los Estados miembro de las resoluciones adaptadas en la Declaración Final de Panamá y los casi nulos consensos continentales alcanzados en políticas significativas, como en el capítulo migratorio y antinarcóticos, en la nueva edición de la Cumbre de las Américas confirma el ambiguo presente de las relaciones diplomáticas interamericanas. Ambiguo, inestable, transicional. Las cumbres regionales de este tipo tienen el formato y el padrinazgo institucional de la declinante, en cuanto a peso y tutelaje vecinal, de la Organización de los Estados Americanos (OEA). Su primera edición tiene un contexto significativo en cuanto a fecha y lugar: Miami (capital de la derecha regional más furiosa), 1994 (apogeo del denominado Consenso de Washington). La idea de Washington, entonces, durante la presidencia del saxofonista amateur Bill Clinton, era utilizar la tribuna de la Cumbre de las Américas para reeditar la Doctrina Monroe con una estrategia de libre comercio anexionista que recibió el nombre de ALCA. El resto de la historia es conocida: la posibilidad de concretar el proyecto del ALCA creció durante los noventa pero, a medida que la relación de fuerzas entre gobiernos progresistas y conservadores cambió notoriamente, la iniciativa estadounidense fue agonizando hasta que fue enterrada definitivamente en la Cumbre de Mar del Plata del 2005.
Post-Mar del Plata, la Cumbre de las Américas comenzó a ser una orquesta a dos voces, pero totalmente desacoplada: la voz anglosajona (Estados Unidos y Canadá) decía A (libre comercio, militarismo) y la voz latinoamericana le respondía B (integración, retiro de bases militares). Además, en el medio, nació la Celac (Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe), una OEA sin la presencia de papá Estados Unidos ni mamá Canadá. La Celac avanzó en grados de autonomía pero, sin embargo, no forjó ningún tipo de arquitectura institucional propia. Evidentemente, ni el viejo armazón inter- americano de la OEA termina de morir ni el nuevo ropaje continental (la Celac) logra nacer. En este particular momento parteaguas del vínculo entre Estados Unidos y la región, el experimentado analista regional panameño Nils Castro, ex asesor del presidente Martín Torrijos, propone una suerte de división de categorías entre la OEA y la Celac para sincerar las relaciones interamericanas: “En la medida en que la Celac deje de ser un foro y pase a ser un organismo internacional, ¿qué le queda a la OEA? Ser un lugar donde Estados Unidos y Canadá se sienten a dialogar con los países de América latina y el Caribe. Me parece que entonces será la OEA la que debe convertirse en un foro, algo así como lo que venimos proponiendo hace años: un lugar del diálogo norte-sur”.
Por otro lado, el prólogo de la Cumbre de Panamá estuvo partido al medio. Una grieta, ideológica, dividió la ciudad sede del emblemático canal interoceánico en dos enclaves, uno de espalda al otro. En concreto, dos cumbres o foros paralelos lograron converger por separado a universos sociales bien diferenciados: la crema de los negocios regionales se dio cita en el denominado Foro Empresarial, y los movimientos sociales clasistas y combativos se agruparon en la clásica Cumbre de los Pueblos. Además, varias oeneges y agrupaciones cívicas latinoamericanos de aceitados vínculos políticos y financieros con la Usaid y la NED (dos organismos norteamericanos que trabajan la agenda civil de la CIA), levantaron en Panamá la bandera del Foro de la Sociedad Civil. Dicha reunión, que prometía ser una cumbre copada por la ultraderecha regional, se deshilachó cuando los diputados cubanos y venezolanos se retiraron de la misma para criticar la presencia en el Foro del ex agente de la CIA Félix Ismael Rodríguez Mendigutia, más conocido como el asesino de Ernesto Che Guevara por haber comandado la operación anti- insurgente que liquidó la experiencia guerrillera en Bolivia. En paralelo, el Foro Empresarial –que contó con el auspicio del Banco Interamericano de Desarrollo, del gobierno anfitrión panameño y el notorio lobby de la Casa Blanca– agrupó a varias estrellas del sector privado continental, como el magnate Carlos Slim; el dueño de Facebook, Marc Zuckerberg, y el ya no tan influyente sojero argentino Gustavo Grobocopatel, y también dio lugar a una significativa conferencia que simboliza el cambiante status de la economía cubana. “Nuevas Oportunidades de Comercio e Inversión en Cuba”, a cargo de Rodrigo Malmierca Díaz, ministro de Comercio Exterior e Inversión Extranjera de la República de Cuba, rezaba el tríptico del programa. En el Foro Empresarial coincidieron los mandatarios de Estados Unidos, Brasil y México. La presidenta argentina, Cristina Fernández, no participó del convite y dicha situación fue utilizada por el diario Clarín para titular que “La Presidenta reduce su visita a Panamá para eludir críticas del sector empresario”. En concreto, la abultada brecha ideológica de las dos instancias paralelas que arroparon el ethos militante de la Cumbre de las Américas –el Foro Empresarial y la Cumbre de los Pueblos– y los casi nulos nuevos denominadores comunes anudados en Panamá evidenciaron el poco sabor del encuentro que persiste entre Estados Unidos y la región.
El presidente Barack Obama se desplazó por las calles de Panamá montado en una limosina colosal, diez toneladas de peso y aleación de acero a prueba de bombas y misiles, apodada sin ningún toque metafórico como La Bestia. Evidentemente, Obama no quería correr riesgos de sufrir ningún tipo de atentado en su periferia de influencia más cercana. En paralelo, el primer presidente afroamericano en llegar a la Casa Blanca pretendía convertir la cita panameña en un evento para edulcorar su legado como un mandatario progre y amigo del sur. Para ello, el Departamento de Estado intentó confirmar el buen presente de las relaciones con Cuba y, además, bajar los decibeles al diferendo con Venezuela tras la firma del decreto presidencial que rotuló, llamativamente, al Palacio Miraflores como un contendiente de riesgo de la principal superpotencia militar del planeta. Al cierre de esta edición, los presidentes discutían abiertamente, y sin la presencia de la prensa, sobre estos temas y otros de candente actualidad, como la Cuestión Malvinas y la independencia de Puerto Rico, para evidenciar la persistencia de conflictos de índole colonial en la región.
Recapitulando, el ambivalente peso vinculante para los Estados miembro de las resoluciones adaptadas en la Declaración Final de Panamá y los casi nulos consensos continentales alcanzados en políticas significativas, como en el capítulo migratorio y antinarcóticos, en la nueva edición de la Cumbre de las Américas confirma el ambiguo presente de las relaciones diplomáticas interamericanas. Ambiguo, inestable, transicional. Las cumbres regionales de este tipo tienen el formato y el padrinazgo institucional de la declinante, en cuanto a peso y tutelaje vecinal, de la Organización de los Estados Americanos (OEA). Su primera edición tiene un contexto significativo en cuanto a fecha y lugar: Miami (capital de la derecha regional más furiosa), 1994 (apogeo del denominado Consenso de Washington). La idea de Washington, entonces, durante la presidencia del saxofonista amateur Bill Clinton, era utilizar la tribuna de la Cumbre de las Américas para reeditar la Doctrina Monroe con una estrategia de libre comercio anexionista que recibió el nombre de ALCA. El resto de la historia es conocida: la posibilidad de concretar el proyecto del ALCA creció durante los noventa pero, a medida que la relación de fuerzas entre gobiernos progresistas y conservadores cambió notoriamente, la iniciativa estadounidense fue agonizando hasta que fue enterrada definitivamente en la Cumbre de Mar del Plata del 2005.
Post-Mar del Plata, la Cumbre de las Américas comenzó a ser una orquesta a dos voces, pero totalmente desacoplada: la voz anglosajona (Estados Unidos y Canadá) decía A (libre comercio, militarismo) y la voz latinoamericana le respondía B (integración, retiro de bases militares). Además, en el medio, nació la Celac (Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe), una OEA sin la presencia de papá Estados Unidos ni mamá Canadá. La Celac avanzó en grados de autonomía pero, sin embargo, no forjó ningún tipo de arquitectura institucional propia. Evidentemente, ni el viejo armazón inter- americano de la OEA termina de morir ni el nuevo ropaje continental (la Celac) logra nacer. En este particular momento parteaguas del vínculo entre Estados Unidos y la región, el experimentado analista regional panameño Nils Castro, ex asesor del presidente Martín Torrijos, propone una suerte de división de categorías entre la OEA y la Celac para sincerar las relaciones interamericanas: “En la medida en que la Celac deje de ser un foro y pase a ser un organismo internacional, ¿qué le queda a la OEA? Ser un lugar donde Estados Unidos y Canadá se sienten a dialogar con los países de América latina y el Caribe. Me parece que entonces será la OEA la que debe convertirse en un foro, algo así como lo que venimos proponiendo hace años: un lugar del diálogo norte-sur”.
Por otro lado, el prólogo de la Cumbre de Panamá estuvo partido al medio. Una grieta, ideológica, dividió la ciudad sede del emblemático canal interoceánico en dos enclaves, uno de espalda al otro. En concreto, dos cumbres o foros paralelos lograron converger por separado a universos sociales bien diferenciados: la crema de los negocios regionales se dio cita en el denominado Foro Empresarial, y los movimientos sociales clasistas y combativos se agruparon en la clásica Cumbre de los Pueblos. Además, varias oeneges y agrupaciones cívicas latinoamericanos de aceitados vínculos políticos y financieros con la Usaid y la NED (dos organismos norteamericanos que trabajan la agenda civil de la CIA), levantaron en Panamá la bandera del Foro de la Sociedad Civil. Dicha reunión, que prometía ser una cumbre copada por la ultraderecha regional, se deshilachó cuando los diputados cubanos y venezolanos se retiraron de la misma para criticar la presencia en el Foro del ex agente de la CIA Félix Ismael Rodríguez Mendigutia, más conocido como el asesino de Ernesto Che Guevara por haber comandado la operación anti- insurgente que liquidó la experiencia guerrillera en Bolivia. En paralelo, el Foro Empresarial –que contó con el auspicio del Banco Interamericano de Desarrollo, del gobierno anfitrión panameño y el notorio lobby de la Casa Blanca– agrupó a varias estrellas del sector privado continental, como el magnate Carlos Slim; el dueño de Facebook, Marc Zuckerberg, y el ya no tan influyente sojero argentino Gustavo Grobocopatel, y también dio lugar a una significativa conferencia que simboliza el cambiante status de la economía cubana. “Nuevas Oportunidades de Comercio e Inversión en Cuba”, a cargo de Rodrigo Malmierca Díaz, ministro de Comercio Exterior e Inversión Extranjera de la República de Cuba, rezaba el tríptico del programa. En el Foro Empresarial coincidieron los mandatarios de Estados Unidos, Brasil y México. La presidenta argentina, Cristina Fernández, no participó del convite y dicha situación fue utilizada por el diario Clarín para titular que “La Presidenta reduce su visita a Panamá para eludir críticas del sector empresario”. En concreto, la abultada brecha ideológica de las dos instancias paralelas que arroparon el ethos militante de la Cumbre de las Américas –el Foro Empresarial y la Cumbre de los Pueblos– y los casi nulos nuevos denominadores comunes anudados en Panamá evidenciaron el poco sabor del encuentro que persiste entre Estados Unidos y la región.
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