El historiador Pablo Pozzi nos habla del Día Internacional del Trabajador desde su experiencia en Estados Unidos.
Creo que era a principios de 1981que un frente de izquierda, el All
People’s Congress (Congreso de Todos los Pueblos), nos invitó a participar
como oradores en un acto del Primero de Mayo que hacía una agrupación de obreros
en el norte del Estado de Nueva York. En el coche íbamos el Negro José “Lobito”
Gómez, dos yanquis, y yo. Ellos trataban de explicarnos que el acto era
importante porque la mayoría de los trabajadores norteamericanos pensaban o que
era una fiesta comunista (y por ende anti Estados Unidos) o parte de un rito
celta que marca el comienzo del verano en Irlanda.
El Lobito, que era un tucumano entrador y medio lumpestril, pensó que era una joda y no les dio bola. Un poco más circunspecto, yo les pedí que nos explicaran cómo era eso de que en la tierra que acogió a la Primera Internacional al final de su existencia, nadie se acordara de Albert Parsons y los Mártires de Chicago. “Bueno”, nos dijeron, “tampoco nadie se acuerda de Sacco y Vanzetti, o de John Reed, y piensan que los Rosenberg eran realmente espías soviéticos porque, al fin y al cabo, eran judíos y rojos”. Y durante las siguientes dos horas nos contaron sobre las grandes luchas de los obreros norteamericanos, y la importancia de la historia como transmisora de experiencia. Nos dejaron en claro que su lucha no era sólo reivindicativa sino que también era por el corazón y la mente de sus compañeros. Y a nosotros, dos argentinos camino a hablar con obreros yanquis, nos quedó en claro que ese Primero de Mayo teníamos que hacer un pequeño aporte revolucionario, allá en una ciudad del norte neoyorkino.
Llegamos para encontrarnos con una cincuentena de obreros latinos, negros, y blancos. El Lobito estaba chocho y chapurreaba un inglés tarzánico, mientras yo le ayudaba traduciendo lo que podía. Y casi enseguida nos sentimos en familia, a pesar de las distancias y las diferencias nacionales, y del hecho que no nos conocíamos. Es complejo de explicar a los que no lo han vivido: pero cuando me hablan del internacionalismo, para mí no es una consigna, sino que es aquella noche fría, en Estados Unidos, donde nos encontramos con esos compañeros con los que compartimos como si nos hubiéramos conocido toda la vida. El Lobito les contó de Tucumán, de haber sido preso político, y de su alegría de estar con ellos luego de haber tenido pánico de encontrarse sólo cuando la Dictadura lo expulsó a Estados Unidos. Le puso mucho corazón y creo que los emocionó.
A mí me tocó la parte histórica. Así que me paré a contarles porqué el Primero de Mayo era importante para nosotros. Les conté de las luchas de los obreros argentinos, y de los esfuerzos de la burguesía por convertirla en una “Fiesta de Trabajo” y que mi tío abuelo, anarquista él, nos ponía a todos los chicos en fila para cantar Hijo del Pueblo, mientras que mi padre socialista protestaba e insistía que debía ser La Internacional. Y nosotros, para quedar bien, cantábamos ambas gritando desaforadamente “Hijo del pueblo que oprimen cadenas…”, “Arriba los pobres del mundo…” Creo que porque yo también le puse mucho corazón, quizás porque me escuchaban mis hermanos norteamericanos, se hizo un terrible silencio. Y en medio de todo eso, con el Lobito, nos apasionamos e hicimos una especie de dueto en el que les contamos de la influencia de la IWW yanqui y de la Semana Trágica en Argentina, de Agustín Tosco y de la Huelga del 36, del Cordobazo, del Tucumanazo y del clasismo. Y dejó de ser un acto formal, porque nuestro entusiasmo alimentó el de ellos, que también contaron lo suyo: como el viejo metalúrgico Vince que contó, ese Primero de Mayo, de otro allá en 1950 cuando en medio del macartismo y habiendo ganado su elección como delegado general de su fábrica, el Estado y la burocracia se confabularon para echarlo, mientras que sus compañeros fueron al paro para defenderlo. Vince, que era trotskista y un gran organizador, se acordaba emocionado que sus compañeros hicieron oídos sordos al macartismo imperante.
Y si, me quedó clarísimo no sólo la importancia de transmitir la experiencia y de que los trabajadores conozcan su historia, sino de que eso es algo poderoso y temible para los explotadores. Todos salimos transformados de esa actividad. Ellos porque se acordaron con orgullo y dignidad de su condición. Y nosotros porque vimos en lo concreto que éramos parte de una hermandad clasista mundial.
Siempre me llamó la atención que el mundo trabajador recordara con emoción a los Mártires de Chicago cuyo sacrificio conmemoramos todos los Primero de Mayo. Ellos supieron dar todo para conquistar la jornada de 8 horas y la dignidad obrera. Pero muy pocos en Estados Unidos los recuerdan. De hecho el Día del Trabajo (Labor Day) ni siquiera tiene fecha: es el primer lunes de septiembre y, en general, es el día del picnic de la empresa. La clase obrera estadounidense nos dio el Primero de Mayo, el Día Internacional de la Mujer, la IWW, la huelga solidaria y el boicot. Y también nos dio algunos de los grandes burócratas como Jimmy Hoffa de camioneros, de Samuel Gompers de cigarreros que fue amigo de Marx y también del banquero Morgan y el explotador Rockefeller, y de George Meany de carpinteros que orgullosamente declaró que nunca había ido a la huelga en su vida. Son las dos caras de la contradicción. Y si bien hoy en día la burocracia, la patronal los oprimen y los aplastan, llevan adelante heroicas huelgas y conflictos a pesar de que el Estado hace casi imposible la organización sindical. Y sin embargo los obreros estadounidenses no saben nada de la historia que supieron forjar. ¿Por qué?
Sencillamente porque la burguesía sabe que un obrero instruido es un obrero pensante, y que la historia sirve para transmitir experiencia y aprender nuevas formas de hacer avanzar la causa obrera. Existe una fuerte, y subterránea, disputa sobre toda la historia, y en particular sobre la de la clase obrera. La proliferación de obras y la institucionalización de fechas y figuras tienden a anestesiar a las nuevas generaciones. Por ejemplo, mis alumnos parecen cansados de escuchar decir las mismas cosas cada Primero de Mayo sin mucha vinculación con su realidad actual. Aquí hay un peligro en que la historia se desvincule de la experiencia y de las necesidades de la gente común: allí se repiten anécdotas, son siempre las mismas figuras, y las lecciones planteadas son superficiales. Esto es sumamente peligroso por cuanto la idealización y deshumanización de los protagonistas de la historia tiende a fomentar la pasividad en la población. Dicho de otra manera: si solo gente excepcional hizo la historia, en circunstancias excepcionales, con líderes maravillosos y geniales, ¿cómo podemos hoy hacer nada cuando somos seres humanos comunes con problemas y limitaciones? Por el contrario, yo creo que la historia obrera la hicieron trabajadores y personas comunes, con sus miserias y heroísmos, que en un momento determinado pudieron marcar el devenir histórico del mundo, como ese Primero de Mayo en Chicago de 1886. Eso siempre puede repetirse aunque nunca de la misma forma ni de la misma manera, es parte de la experiencia y de la memoria de los trabajadores y como tal no se pierde, sino que se recurre a ello según sus necesidades. Fueron los trabajadores que ganaron el derecho a la jornada de ocho horas, y aunque no lo recuerden hoy, la realidad es que esto es parte de su experiencia histórica de clase.
El Lobito, que era un tucumano entrador y medio lumpestril, pensó que era una joda y no les dio bola. Un poco más circunspecto, yo les pedí que nos explicaran cómo era eso de que en la tierra que acogió a la Primera Internacional al final de su existencia, nadie se acordara de Albert Parsons y los Mártires de Chicago. “Bueno”, nos dijeron, “tampoco nadie se acuerda de Sacco y Vanzetti, o de John Reed, y piensan que los Rosenberg eran realmente espías soviéticos porque, al fin y al cabo, eran judíos y rojos”. Y durante las siguientes dos horas nos contaron sobre las grandes luchas de los obreros norteamericanos, y la importancia de la historia como transmisora de experiencia. Nos dejaron en claro que su lucha no era sólo reivindicativa sino que también era por el corazón y la mente de sus compañeros. Y a nosotros, dos argentinos camino a hablar con obreros yanquis, nos quedó en claro que ese Primero de Mayo teníamos que hacer un pequeño aporte revolucionario, allá en una ciudad del norte neoyorkino.
Llegamos para encontrarnos con una cincuentena de obreros latinos, negros, y blancos. El Lobito estaba chocho y chapurreaba un inglés tarzánico, mientras yo le ayudaba traduciendo lo que podía. Y casi enseguida nos sentimos en familia, a pesar de las distancias y las diferencias nacionales, y del hecho que no nos conocíamos. Es complejo de explicar a los que no lo han vivido: pero cuando me hablan del internacionalismo, para mí no es una consigna, sino que es aquella noche fría, en Estados Unidos, donde nos encontramos con esos compañeros con los que compartimos como si nos hubiéramos conocido toda la vida. El Lobito les contó de Tucumán, de haber sido preso político, y de su alegría de estar con ellos luego de haber tenido pánico de encontrarse sólo cuando la Dictadura lo expulsó a Estados Unidos. Le puso mucho corazón y creo que los emocionó.
A mí me tocó la parte histórica. Así que me paré a contarles porqué el Primero de Mayo era importante para nosotros. Les conté de las luchas de los obreros argentinos, y de los esfuerzos de la burguesía por convertirla en una “Fiesta de Trabajo” y que mi tío abuelo, anarquista él, nos ponía a todos los chicos en fila para cantar Hijo del Pueblo, mientras que mi padre socialista protestaba e insistía que debía ser La Internacional. Y nosotros, para quedar bien, cantábamos ambas gritando desaforadamente “Hijo del pueblo que oprimen cadenas…”, “Arriba los pobres del mundo…” Creo que porque yo también le puse mucho corazón, quizás porque me escuchaban mis hermanos norteamericanos, se hizo un terrible silencio. Y en medio de todo eso, con el Lobito, nos apasionamos e hicimos una especie de dueto en el que les contamos de la influencia de la IWW yanqui y de la Semana Trágica en Argentina, de Agustín Tosco y de la Huelga del 36, del Cordobazo, del Tucumanazo y del clasismo. Y dejó de ser un acto formal, porque nuestro entusiasmo alimentó el de ellos, que también contaron lo suyo: como el viejo metalúrgico Vince que contó, ese Primero de Mayo, de otro allá en 1950 cuando en medio del macartismo y habiendo ganado su elección como delegado general de su fábrica, el Estado y la burocracia se confabularon para echarlo, mientras que sus compañeros fueron al paro para defenderlo. Vince, que era trotskista y un gran organizador, se acordaba emocionado que sus compañeros hicieron oídos sordos al macartismo imperante.
Y si, me quedó clarísimo no sólo la importancia de transmitir la experiencia y de que los trabajadores conozcan su historia, sino de que eso es algo poderoso y temible para los explotadores. Todos salimos transformados de esa actividad. Ellos porque se acordaron con orgullo y dignidad de su condición. Y nosotros porque vimos en lo concreto que éramos parte de una hermandad clasista mundial.
Siempre me llamó la atención que el mundo trabajador recordara con emoción a los Mártires de Chicago cuyo sacrificio conmemoramos todos los Primero de Mayo. Ellos supieron dar todo para conquistar la jornada de 8 horas y la dignidad obrera. Pero muy pocos en Estados Unidos los recuerdan. De hecho el Día del Trabajo (Labor Day) ni siquiera tiene fecha: es el primer lunes de septiembre y, en general, es el día del picnic de la empresa. La clase obrera estadounidense nos dio el Primero de Mayo, el Día Internacional de la Mujer, la IWW, la huelga solidaria y el boicot. Y también nos dio algunos de los grandes burócratas como Jimmy Hoffa de camioneros, de Samuel Gompers de cigarreros que fue amigo de Marx y también del banquero Morgan y el explotador Rockefeller, y de George Meany de carpinteros que orgullosamente declaró que nunca había ido a la huelga en su vida. Son las dos caras de la contradicción. Y si bien hoy en día la burocracia, la patronal los oprimen y los aplastan, llevan adelante heroicas huelgas y conflictos a pesar de que el Estado hace casi imposible la organización sindical. Y sin embargo los obreros estadounidenses no saben nada de la historia que supieron forjar. ¿Por qué?
Sencillamente porque la burguesía sabe que un obrero instruido es un obrero pensante, y que la historia sirve para transmitir experiencia y aprender nuevas formas de hacer avanzar la causa obrera. Existe una fuerte, y subterránea, disputa sobre toda la historia, y en particular sobre la de la clase obrera. La proliferación de obras y la institucionalización de fechas y figuras tienden a anestesiar a las nuevas generaciones. Por ejemplo, mis alumnos parecen cansados de escuchar decir las mismas cosas cada Primero de Mayo sin mucha vinculación con su realidad actual. Aquí hay un peligro en que la historia se desvincule de la experiencia y de las necesidades de la gente común: allí se repiten anécdotas, son siempre las mismas figuras, y las lecciones planteadas son superficiales. Esto es sumamente peligroso por cuanto la idealización y deshumanización de los protagonistas de la historia tiende a fomentar la pasividad en la población. Dicho de otra manera: si solo gente excepcional hizo la historia, en circunstancias excepcionales, con líderes maravillosos y geniales, ¿cómo podemos hoy hacer nada cuando somos seres humanos comunes con problemas y limitaciones? Por el contrario, yo creo que la historia obrera la hicieron trabajadores y personas comunes, con sus miserias y heroísmos, que en un momento determinado pudieron marcar el devenir histórico del mundo, como ese Primero de Mayo en Chicago de 1886. Eso siempre puede repetirse aunque nunca de la misma forma ni de la misma manera, es parte de la experiencia y de la memoria de los trabajadores y como tal no se pierde, sino que se recurre a ello según sus necesidades. Fueron los trabajadores que ganaron el derecho a la jornada de ocho horas, y aunque no lo recuerden hoy, la realidad es que esto es parte de su experiencia histórica de clase.
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