Me acuerdo del tiempo en que empezamos a rodar juntos, la pelota y yo. Fue en un baldío en Río Cuarto de Córdoba donde descubrí mi vocación de delantero. En ese entonces el modelo del virtuoso era Walter Gómez, el uruguayo que jugaba en River, pero también nos impresionaba Borello, el rompeportones de Boca. Los dos llevaban el nueve en la espalda, como Lacasia en Independiente y Bravo en Racing. Escuchaba los partidos por radio en las voces de Fioravanti o de Aróstegui. Al interior llegaban en cadena o se captaban en onda corta, con una antena de alambre pegada a la chimenea de la casa.
En el potrero donde habíamos fundado el Sportivo Almafuerte, había un chico de sobrenombre Cacho que imitaba al maravilloso Fioravanti. Uno tomaba la pelota y escuchaba, al instante nomás, a Cacho que relataba desde la raya: “¡Alcanza la pelota Soriano, elude a Carreño, se perfila… cuidado… va a tirar al arco..!” y con eso yo era feliz. No tuve la fortuna de que Víctor Hugo cantara un gol de los míos, pero cuánta emoción había en los que gritaba Cacho. El pobre nunca agarraba una pelota. Se la tirábamos larga y no llegaba, se la pasábamos corta y seguía de largo. A veces, de lástima, en los picados le dejábamos algún tiro libre que, sin falta, pegaba en la barrera y hasta un penal que Tito Pereira le atajó con las piernas.
Era tan negado para el fútbol que aun de arquero resultaba un incordio. No era gordito, ni tonto, como dicen los lugares comunes del fútbol. Simplemente era el chico con menos talento que haya vivido en esos parajes. Entonces lo mandábamos a que transmitiera desde afuera de la cancha. Agarraba un micrófono de juguete, corría por entre el yuyal y todo era distinto: nuestro mundo se iluminaba de proezas y emociones. En ese baldío estaban el Puchi Toranzo y Leonel Briones, que jugaban de aleros. Insiders, les decíamos. Los otros eran fulbás, jás, wines y el centrofóbal, que era yo. Un nueve rotundo en la camiseta roja. Mi madre me lo había cosido a mano y de tanto en tanto, cuando me iba entre los defensores, algún desairado me manoteaba de atrás y se quedaba con el número en la mano.
Para ser referí bastaba ser mayor. Eso solo ya daba autoridad, y me acuerdo que uno de los partidos más memorables que jugué lo arbitró mi padre, que acertó a pasar por ahí en bicicleta y se paró a verme jugar. En cierto modo el viejo era un intelectual, un hombre de ciencia que de fútbol no sabía nada. De tanto andar por la vida había aprendido que está prohibido tocar la pelota con las manos y que los golpes arteros debían sancionarse con un tiro libre, o algo parecido. Creo que ni siquiera sospechaba la riqueza teórica del offside, las faltas veniales como el córner, el pie levantado en plancha y la imitación de voces que practicaba Cacho Hernández.
El que estoy contando fue un partido entre barrios enemigos y con tantas carencias reglamentarias mi padre no podía sino hacer un papelón. Lo recuerdo parado en el círculo central, de traje cruzado y con los broches de ciclista cerrándole los tobillos; llevaba anteojos oscuros y un reloj de bolsillo que había sido de su abuelo. Le entregamos uno de esos silbatos que tenían un garbanzo adentro y el capitán de Honor y Patria le protestó de entrada porque un delantero nuestro invadió campo antes de que yo moviera. En esos remotos tiempos movía siempre el centrofóbal. Eran las tablas de la ley: empezaba el nueve, los marcadores de punta hacían los saques de línea y los wines tiraban los corners.
En esos partidos, a Cacho lo poníamos con una sola misión: que imitara las voces de los defensores contrarios. Era tan bueno con la garganta que podría haber trabajado sin dificultad con Mareco o Nito Artaza. Un rato antes de empezar el partido se iba a buscarles charla, a divertirlos con las transmisiones y enseguida los pescaba, sobre todo al arquero. En aquel partido habló nada más que dos veces, y muy poco, pero lo hizo en momentos cruciales. En el primer tiempo, mientras nos ganaban uno a cero, ellos tiraron afuera un vergonzoso penal que cobró mi padre, y poco antes de terminar, cuando estábamos acogotados, Bebo Fernández rechazó como una mula desde el área nuestra. Tendría once años el Bebo, pero podía hacer estallar un neumático de una patada. Tan largo fue el rechazo que sobró a unos cuantos y en el momento en que el cinco de ellos iba a devolver, oyó un “¡dejala!” tan convincente, tan de arquero que sale, que agachó la cabeza. Sobrador, el pibe me miró a mí que llegaba, como diciendo “¿qué tal?” y se desentendió del asunto.
Sólo que no era la voz del arquero. Era Cacho, que parecía una cotorra. Un loro barranquero que imita a su perseguidor. Bajé la pelota medio con el pecho medio con la panza, alcancé a ver a mi padre que corría con el silbato en la boca, el traje bien abrochado y los zapatos blancos de polvo, y le di con alma y vida. El arquero seguía abajo de los palos, como tomando fresco. La pelota entró cerca del palo y como no había red cruzó la calle y cayó en un jardín, justo arriba de las amapolas. Mi padre no sabía que había que señalar el centro de la cancha y se acercó a preguntarme por lo bajo: “Jurame que no la tocaste con la mano”. Lo miré a la cara: “Te juro”, le contesté. Sudaba como un hombreador de bolsas, tenía el pantalón hecho trapo y los zapatos arruinados. Me imaginé que mi madre iba a poner el grito en el cielo cuando volviéramos a casa.
Mi padre detestaba el fútbol y todas las manifestaciones populares. Por eso aquella tarde se metió a referí. Le fascinaba mandar sobre lo que no comprendía. Pasados los cuarenta, era de los que se creían superiores por sostener que el fútbol consiste en veintidós imbéciles corriendo detrás de una pelota. En caso de que le preguntaran decía que simpatizaba con River y si lo apuraban era tan mentiroso que podía declararse amigo de Di Stéfano. Al rato de iniciar el segundo tiempo cobró un gol de ellos para mí bastante dudoso, porque la rama que hacía de travesaño se había caído y la altura se media a ojo de buen cubero. Estábamos perdiendo y encima nos bailaban. Uno de esos bailes bonitos, contagiosos, como pueden dar los brasileños o los colombianos. Admirado, Cacho Hernández ya transmitía desde su puesto de wing y eso excitaba todavía más a nuestros verdugos. Tanto se entusiasmó mi padre que ni bien les tocábamos los talones cobraba y encima nos daba un reto. Por esas cosas que tiene el destino esa tarde iba a dejarnos algunas lecciones. Los de Honor y Patria hicieron todo para golearnos pero sólo pudieron meterla dos veces en el arco. Puro azar: la pelota daba en los palos, en nuestro arquero, en la cara del Puchi Toranzo, picaba en los pozos y se desviaba y así siguió hasta el amargo final.
En un contraataque Briones me la tiró por entre la defensa adelantada y me fui solo. Tenía tanto miedo de errar el gol que se la toqué a Cacho Hernández cuando oí que llegaba. Era de una torpeza tal el pobre chico que ni bien acomodó la pelota con el brazo empezó a pedir la infracción con la voz de Fioravanti, a gritar “¡Pésimo el referí!”, mientras pateaba al arco vacío. Era el primer gol que hacía fuera de los picados y salió gritando como loco mientras mi padre señalaba, solemne, el medio de la cancha. Dos o tres minutos más tarde, en un paréntesis del baile con túneles y taquitos, un morochito pelado a la cero me quitó la pelota en el área con la elegancia de una niña que toma clases de piano. Yo grité como si me hubiera quebrado y empecé a revolcarme en el suelo. Ahí nomás mi padre cobró penal y expulsó de mal modo al morocho.
Confieso que rematé con un deleite perverso. Sabía que coronaba una injusticia, pero al mismo tiempo intuía que esa aberración provocada por la ignorancia de mi padre nos metía de lleno en las miserias de la vida. Cuando volvimos a casa, mi madre anduvo gritoneando un rato y al final nos mandó a la cama sin cenar.
(De Arqueros, ilusionistas y goleadores, Seix Barral, 2006)
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