viernes, 17 de abril de 2015

El pasado que pasa todavía Por Demetrio Iramain

Era hijo de una pareja de militantes chilenos, secuestrados y desaparecidos en 1976 en la Argentina, mientras escapaban de la represión pinochetista. 

Estremece la noticia conocida el pasado fin de semana, que da cuenta de la muerte de Pablo Athanasiu Laschan, de 38 años, hijo de una pareja de militantes revolucionarios chilenos, secuestrados y desaparecidos en el año 1976 en la Argentina, mientras escapaban de la represión pinochetista.

Entonces, también Pablo fue secuestrado y enajenado de su identidad, que recuperó recién en 2013. No fue suficiente para el joven. El hiato entre él y su subjetividad resultó inabarcable. Un infinito sin punto de comienzo ni fin. Un océano sin puertos ni islas de arena donde sentarse a contemplar las estrellas y reflexionar sobre la travesía de vivir.

Conmueve, también, la carta enviada por Hebe de Bonafini al joven Pablo. "Nos dolió tu decisión, nos golpeó en el corazón. Tus padres, nuestros hijos revolucionarios, dieron su vida por otros, en donde estés, seguro, te encontrarás con ellos", dice la declaración de las Madres de Plaza de Mayo.

"Los hijos que cobraron las indemnizaciones, se las fuman y después se arrepienten", dice en un poema Julián Axat, que comienza así: "Los soñadores sin sueño atrapados por fantasmas de absoluto". Como Pablo, Julián también tiene a sus padres desaparecidos. Pero Axat (poeta y director de un Programa estatal que lleva el sistema de administración de Justicia a las villas) logró eludir esos fantasmas. Les mostró el paño rojo de la muerte, y pasaron de largo, como un toro torpe.

Una diferencia notable separa ambas vidas. Mientras Axat fue criado por sus abuelos, y siempre conoció su identidad y el motivo por el cual debió crecer sin sus padres ("soñé que viajaba al pasado/ Y que un milico me decía/ vamos a permitir que seas el defensor de tus padres/ antes que desaparezcan/ entonces yo temía ser mal abogado/ y perder el juicio que me llevara/ al mismo lugar cuando desperté", dice Julián en su poema "Sueño de defensa"), Athanasiu Laschan no tuvo la misma "suerte". Con sólo cinco meses de edad, Pablo fue apropiado por los represores que asesinaron a sus padres, en el marco de un operativo del Plan Cóndor.

Días atrás, otro hijo de desaparecidos expropiado como si fuera un bien por la dictadura, fue tapa del diario Página 12. Javier Penino Viñas, criado ilegalmente por el jefe del grupo de tareas de la ESMA, Jorge Vildoza, repitió en una entrevista lo que su secuestrador le contó antes de morir respecto del aparato represivo, las torturas y los vuelos de la muerte. Ana María Grimaldos, la esposa del genocida que crió a Javier, está detenida desde 2012 y el martes último fue condenada a seis años de prisión. Durante su testimonio periodístico, el joven no justificó el robo de niños, pero aseguró que ella "no sabía" y descargó la culpa sobre Vildoza.

Javier hasta relativizó la responsabilidad del represor. "Tenía una visión que no era, digamos, apologista. No defendía todo. Creo que él sentía que había tenido que hacer cosas de las cuales no estaba orgulloso. Y no le gustaron las decisiones que se tomaron", señaló, además de defenderlo "de las cosas que no hizo".

En la entrevista, Penino Viñas, que recuperó su identidad en 1998, se quejó de la investigación llevada adelante por la Unidad de Información Financiera (UIF), debido a la cual fueron congelados los bienes de la empresa del hijo y del yerno de Vildoza, que se usó para financiar a los genocidas prófugos y que además habría blanqueado bienes robados por el grupo de tareas de la ESMA a víctimas de la dictadura. Sobre este punto, Javier señaló a Jorge "El Tigre" Acosta, a quien Vildoza "le tenía cero respeto. Era un tipo que estaba un poco loco, como un ser malvado. Como que se jactaba mucho de lo que hacía. Le gustaba. Y robaba. Había muchos rumores alrededor de él, que se había quedado con mucha guita, joyas".

Así, la defensa solapada de los terroristas de Estado proviene del lugar menos pensado: un hijo de desaparecidos que fue robado por quienes asesinaron a sus padres. ¿Existe muestra mayor de crueldad?

Como la muerte de Athanasiu Laschan, el testimonio de Penino Viñas revela los desafíos políticos, culturales y sociales todavía pendientes. ¿Qué hizo la sociedad argentina por Pablo y por Javier? ¿Logró nuestra democracia hacer un mundo para que Pablo se quede, como reclamó en su legendario poema Juan Gelman ante el suicidio de Alejandra Pizarnik, y Penino Viñas resuelva sus confusiones? ¿Cuánto falta para eso?

Días atrás, el locutor Fernando Bravo se burló en su programa de radio del secretario general de la presidencia, Eduardo "Wado" de Pedro, por su tartamudez. "Prefiero leerlo, porque se me hace muy difícil seguirlo", dijo. Y pasó. ¿A cuántos argentinos se les ocurrió mínimamente evaluar la probabilidad de que la disfluencia que tiene De Pedro cuando habla pueda estar relacionada con su historia más íntima, expresión a su vez de los tiempos más oscuros de la Argentina: la desaparición de sus padres y los tres meses que Wado vivió en cautiverio, al cuidado de los captores de su mamá (su papá ya había sido asesinado meses antes)? ¿Será que los tartamudos son algunos medios de nuestra democracia? ¿Qué cosa siniestra quieren decir y no les sale?

¿Alcanza con esforzarnos en leer en clave política ese segmento trágico de nuestra contemporaneidad? No parece haber otra salida, sin embargo: historizar todavía más la dictadura. Buscarle colectiva, social y culturalmente una explicación, hallarle generacionalmente un sentido a la locura de un pasado que no deja de pasar. No es tarea sencilla. "Yo no sé", respondió, seco y sediento, César Vallejo sobre los golpes tan fuertes de la vida.

Desde 2003 se intenta desde el Estado y la política suturar esa rajadura en el sistema institucional, la grieta moral que abrió la impunidad, superar la Teoría de los Dos demonios, y echar luz sobre la responsabilidad civil (eclesiástica, económica, sindical, mediática) en el genocidio. En la justicia, sin embargo, una sucesión de resoluciones dictadas recientemente impide avanzar como debiera sobre este último tópico: las culpas civiles, que exceden la mera complicidad para situarlas en un rol protagónico.

Esa luz sobre la responsabilidad civil que ojalá sea juzgada algún día por el Poder Judicial, sólo podrá ser una consecuencia de la lucha política y los cambios culturales que restan sobrevenir. En ese juego andamos todavía. Sólo así nuestras nuevas luchas no habrán de "empezar de nuevo, separadas de las anteriores", porque así "la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan", como dejó escrito Rodolfo Walsh. 

iNFO|news

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