Por Horacio Verbitsky
Imagen: Joaquín Salguero.
Igual que Alicia Saadi en 1993, Ricardo Lorenzetti apuró su rrrreelección cuando aún le quedaba un tercio de su mandato: tres sobre nueve años a la senadora riojana, uno sobre tres al presidente de la Corte Suprema de Justicia. Entonces como ahora, la motivación fue tanto política como personal: Carlos Menem necesitaba más senadores para declarar la necesidad de reformar la Constitución; Lorenzetti está lanzado a una abierta confrontación con la presidente CFK. Aquel escándalo fue tan grande que Antonio Cafiero, José Octavio Bordón, Alberto Rodríguez Sáa y otros senadores peronistas se unieron a radicales y provinciales para aceptar la renuncia de Saadi, y Menem debió acordar la reforma con Raúl Alfonsín. Hoy sólo una negociación política amplia e inteligente puede rescatar a la Corte Suprema de su grave crisis, debida a esa pugna, al deterioro de sus integrantes y a la decisión opositora de no aprobar ningún pliego que envíe el actual gobierno.
De apuro
El secretario del Superior Tribunal de Justicia de La Pampa, Gustavo Arballo, quien no se opone a la reelección de titulares de Corte y considera a Lorenzetti muy buen presidente, consignó en su cuenta de Twitter que “el adelantamiento de la elección –y su difusión en diferido– es injustificable”. Arballo parece referirse al ocultamiento que la Corte hizo de lo decidido. El apuro tiene que ver con la situación crítica del cuerpo colegiado, donde hay una vacante sin cubrir y tres jueces con distintas afecciones que dificultan su funcionamiento. Elena Highton de Nolasco, de 72 años, padece un problema osteoarticular apreciable a simple vista y se ha desmayado dos veces en el tribunal. Juan Carlos Maqueda, de 65, ha sido internado por trastornos cardíacos e intestinales, que le hacen abandonar de improviso sus tareas. Carlos Santiago Fayt cumplió 97 años en febrero, pero es dudoso que lo sepa. Rara vez asiste a la Corte y la bruma avanza sobre él, inexorable como las cenizas del volcán chileno. Los dos diarios asociados en Papel Prensa y Expoagro coincidieron en encomiar la rrrreelección como un blindaje “frente a posibles ataques políticos” (Clarín) o “ante un posible embate del gobierno” (La Nación). Ambos repiten los conceptos que el propio Lorenzetti les comunica a través de su encargada de imagen, María Bourdin, pero se abstienen de explicar las razones de tan “notable antelación”, según el calificativo del columnista del Grupo Clarín y de La Nación, Adrián Ventura. Lorenzetti convino anticipar la elección con Maqueda, en quien delegó presentar la propuesta. Era preciso hacerlo ahora, dado que si la caducidad de Fayt redujera la Corte a tres miembros Lorenzetti sólo podría retener el cargo votando por sí mismo, como hizo hace dos décadas su inolvidable antecesor Buby Nazareno. Ahora, en cambio, fue designado por sus tres colegas pero él votó por Highton de Nolasco, también reelecta como vice. El arriesgado plan que Lorenzetti le propuso a Maqueda era mantener la votación en secreto y oficializarla sólo si el Poder Ejecutivo propiciara la ampliación del número de miembros de la Corte o la inhabilidad de Fayt se hiciera inocultable pese al actual sigilo sobre su estado. Sin embargo, al día siguiente, la Corte la difundió en su página de Internet, lo cual motivó el disgusto de Maqueda. Lorenzetti lo calmó atribuyendo la filtración a un error de la burocracia y exhibiendo la conformidad de los medios que a ambos les importan.
Guardias platónicos
El mismo martes 21 el tribunal declaró nula la lista de conjueces de la propia Corte, enviada por el Poder Ejecutivo. La articulación de ambas decisiones es obvia: también en este caso Lorenzetti y los jueces que lo siguen actuaron como guardias platónicos (la expresión es del predecesor de Thomas Griesa en el juzgado de Wall Street, Learned Hand) para impedir los desmanes de los simples mortales elegidos por el pueblo.
Hasta ahora nadie ha destacado que el pronunciamiento de la Corte sobre los conjueces se produjo en dos causas en las que sus miembros se habían excusado. Ante las excusaciones en cadena, ya que la controversia versaba sobre salarios judiciales, en 2007 la Corte pidió al Poder Ejecutivo que enviara al Senado una lista de abogados conjueces. Cuando el Poder Ejecutivo lo hizo y el Senado les prestó acuerdo, la Corte reasumió los casos y declaró nula la lista. Justificó su insólita des-excusación en el riesgo de una privación de justicia, que pondría límite al deber de excusarse en aras de la imparcialidad, y ante una trasgresión a “principios fundamentales inherentes a la justicia”. El interés de las partes se redujo así a una mera excusa para afirmar el poder de los funcionarios judiciales en contra de la voluntad de los poderes de elección popular.
El argumento que desarrolla Lorenzetti es razonable: si los conjueces van a cumplir las mismas funciones que los ministros de la Corte Suprema, deben ser elegidos con idénticos requisitos, como el acuerdo por los dos tercios de los miembros presentes del Senado establecido en la reforma constitucional de 1994. De ese modo se busca “un imprescindible equilibrio político”, limitar el posible favoritismo presidencial, impedir el predominio de intereses subalternos y consolidar la independencia del Poder Judicial. Pero una vez afirmado lo que la Corte llama un pilar esencial del sistema republicano de división de poderes, incluyendo citas de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el propio tribunal lo derriba sin contemplaciones, al admitir que intervengan como conjueces los presidentes de Cámaras Federales de Apelaciones. En su penúltimo breve considerando, con apenas 134 palabras, Lorenzetti dice que los presidentes de Cámaras sí fueron designados según los procedimientos constitucionales, por lo cual pueden “administrar justicia en forma independiente e imparcial”, un argumento que de tan paupérrimo da vergüenza ajena: fueron los procedimientos constitucionales para ser camaristas, no jueces de Corte. Ya en 2006 el diputado Alberto Balestrini había presentado un proyecto de ley suprimiendo las suplencias por jueces de cámaras y exigiendo que los conjueces fueran electos con los dos tercios de los votos del Senado.
Demagogos y politiqueros
Alexander Bickel en Estados Unidos y Roberto Gargarella en la Argentina escribieron sobre el carácter contramayoritario del Poder Judicial. Bickel dice que Alexander Hamilton y el cuarto presidente de la Corte Suprema de los Estados Unidos, John Marshall, invocan al pueblo para justificar la revisión judicial cuando, en realidad, lo que hacen es justificar una frustración de esa voluntad. El control que ejercen no favorece a la mayoría sino que la contradice. En uno de sus primeros libros, La justicia frente al gobierno, que escribió en 1996 recién concluido su doctorado en Chicago y su post doctorado en Oxford, Gargarella sostiene que la silenciosa sustitución de la voluntad popular por los jueces está en el origen del Poder Judicial estadounidense, esquema que la Argentina importó. En asambleas populares que presionaban a las legislaturas locales el pueblo resistía el pago de deudas agobiantes. El establishment respondió confiriendo un poder desproporcionado a la justicia. Para Hamilton no había tiranía más opresiva que la de “una mayoría victoriosa”, propensa a seguir a “demagogos y politiqueros”. De este modo, el poder democrático de las legislaturas fue presentado como si fuera un instrumento de tiranía y opresión. Gargarella explica que cuando Madison abogó en la Convención Constituyente por los derechos de las minorías, sólo se refería al “núcleo de los más favorecidos de la sociedad” que integraban los acreedores y grandes propietarios. El “grupo selecto y fiable” del Poder Judicial controlaría los atropellos de las legislaturas y sus decisiones serían independientes de las que pudiese producir el debate público. La exacerbación de este cuadro ante las reformas del New Deal llevó al presidente Franklin D. Roosevelt a decir en 1937 que la Corte Suprema había asumido el rol de una tercera cámara del Congreso, al punto de que era preciso “salvar a la Constitución de la Corte y a la Corte de sí misma”. Roosevelt fracasó en el intento y el modelo de Hamilton quedó consagrado en forma definitiva. Los fallos de la Corte estadounidense están en sintonía con los intereses de las grandes empresas.
De todos modos, el Poder Ejecutivo retiene allí la facultad de designar al presidente vitalicio de la Corte Suprema. Lo mismo ocurrió aquí desde Bartolomé Mitre hasta Hipólito Yrigoyen. Producido en 1930 el primer golpe militar del siglo XX, la Corte Suprema reconoció al gobierno del dictador José Félix Uriburu, alegando que poseía la fuerza necesaria para proteger la libertad, la vida y la propiedad de las personas, y que se había comprometido a mantener la supremacía de la Constitución y de las leyes. En retribución, la dictadura delegó en la Corte la designación de su presidente vitalicio. En 1946, la Corte dispuso que todos sus miembros se turnarían en la presidencia por orden de antigüedad, en períodos de tres años. Al finalizar la última dictadura, ese carácter rotativo fue reemplazado por la voluntad de los jueces de la Corte. Así, Nazareno la presidió desde 1993 hasta 2003, lapso que ahora se propone superar Lorenzetti.
El avance contramayoritario sobre los poderes emanados de la voluntad popular termina de comprenderse con el fallo “Colegio de Abogados de Tucumán”, firmado por la Corte una semana antes. El 14 de abril, la Corte desestimó una queja de la provincia de Tucumán contra una resolución de la Corte Suprema provincial sobre los artículos que la Convención Constituyente de 2006 dedicó a los procedimientos para reformar la propia Constitución, al Consejo de la Magistratura y al Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados. La Corte nacional dejó firme la resolución del Superior Tribunal tucumano, pero en sus considerandos expandió el concepto de caso judicial y de legitimación hasta un punto en que la Corte Suprema se coloca a un paso del control de oficio, incluso de las decisiones de una asamblea constituyente. En el considerando 9 afirma que en “situaciones excepcionalísimas”, cuya apreciación queda librada a la opinión de los jueces supremos, cuando se denuncian lesiones “a la esencia de la forma republicana de gobierno”, la simple condición de ciudadano legitimaría a actuar en defensa de la Constitución amenazada, lo que implicaría admitir la acción popular. Pero en el considerando 12 aclara (o se contradice) que se trata de la acción aristocrática: no está legitmado cualquiera, sino alguien con ciertas características institucionales. En este caso es el Colegio de Abogados de Tucumán; en general, quien la Corte Suprema decida. Semejante extensión del concepto de causa comprende todos los asuntos, sin excepciones, lo cual desnaturaliza una correcta aplicación de la doctrina de la división de poderes. Los jueces son la última palabra en las causas, cuando una parte alega ser damnificada por el desconocimiento de un derecho. Este sistema de control difuso de constitucionalidad diferencia a los jueces, que resuelven casos particulares y no generales, de los Ayatolás de la revolución iraní que tienen la última palabra en todo, también en la política. ¿Quién controlaría a los jueces si, como de 1930 a 1976, fueran ellos quienes pusieran en riesgo los principios fundamentales que hacen a la esencia de la República? La voluntad de tres jueces supremos prevalece hoy sobre cualquier otra, incluyendo los poderes provinciales y federales elegidos por el pueblo, y sólo puede ser corregida por los dos tercios de ambas cámaras del Congreso, juicio político mediante.
El regreso de la política
Esto es muy seductor para los discretos intereses corporativos y para los políticos estridentes que repiten consignas que aquellos transmiten por canales mediáticos. Lorenzetti se propone como garante contra aquella mayoría victoriosa que en la Argentina de 2015 insiste en seguir a demagogos y politiqueros. Lo hace a través de su operador personal Nicolás Fernández, de presencia cotidiana en la Corte, y mediante la relación que ha desarrollado con el presidente de la UCR, Ernesto Sanz. Si la dirigencia política pudiera levantar la vista un poco más allá de las conveniencias de la coyuntura, tal vez se propondría explorar la posibilidad de un acuerdo amplio que pusiera los goznes a un sistema judicial que gira peligrosamente fuera de quicio.
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