Mientras millones de porteños se acercan a las urnas, mientras decenas de candidatos sonríen y se cree poner en juego distintas “ideas de ciudad”, diferentes representaciones de lo que vendría a ser el verdadero espíritu de esta capital multifacética, invitamos a uno de los mejores escritores jóvenes y un amigo de la casa, Luciano Lamberti, que dejó su Córdoba natal para instalarse hace poco en Buenos Aires, a caminar sus calles y recoger impresiones de esta ciudad de la furia. ¿Qué distingue a los porteños? ¿Cómo se ve la capital desde los ojos de un cordobés? ¿Existe Buenos Aires o es acaso una suerte de extenso delirio colectivo? Cuatro postales sobre una ciudad mítica e imposible.
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Una mujer difícil
Dicen que, cuando vivía en Buenos Aires, era posible (y hasta probable) encontrarse a Borges por la calle. Que pedía ayuda a la gente para cruzar, como un ciego cualquiera, a la ida o a la vuelta de sus clases en la universidad (una de tantas anécdotas cuenta que uno de esos ayudantes le dijo a Borges que era peronista y éste le respondió: “Entonces no soy el único ciego”). Sus paseos por la ciudad son famosos: apenas llegado de Europa, recuperando una ciudad que le era ajena. Tenía un método para esos paseos: el de caminar sin rumbo, el de perderse. En el libro que Estela Canto escribe sobre su relación con él (Borges a Contraluz), un libro interesante no solo por esa relación si no también por el retrato de una época, de una clase social, de las pequeñas delicias de una vida conyugal frustrada, de secretos que no queremos oír, de problemas sexuales, esos paseos son la forma en que la corteja. Caminan sin rumbo, a veces hasta cuatro o cinco kilómetros diarios, por una Buenos Aires que, como siempre, estaba cambiando vertiginosamente.
Borges quería perderse deliberadamente en la ciudad. Buscaba que la ciudad lo sorprendiese con sus esquinas, con sus edificios, con sus (tan mentados en su obra) “arrabales” que representaban para él la posibilidad de una vida fuera de las letras, una vida que en la disyuntiva entre la pluma y la espada se dirimiera por la última. ¿Qué pasaría hoy con él? ¿Le sería imposible perderse por el GPS en su teléfono? ¿Vería un compadrito en la figura de un narco en una villa? ¿Sería asaltado varias veces en una misma noche?
La Buenos Aires que conozco es más literaria que real. En mis visitas anteriores, siempre cortas y limitadas, trataba de encajar esa imagen con la realidad. Ahí estaban los arrabales borgeanos pero también el Parque Lezama de Ernesto Sábato, la ciudad mítica de Marechal, los conventillos de Roberto Arlt. Era como estar en México y reconocer las calles y lugares de las novelas de Bolaño.
La ciudad representada por esos escritores no existe más. En vez de caminarla, la recorro en subte, por túneles oscuros, saliendo a la superficie cada tanto y viendo sus diferentes caras, que son barrios. Me gusta que, como en la “zona” de Saer, nadie sepa muy bien donde empieza y donde termina cada barrio. Desde más o menos acá hasta más o menos allá es Villa Crespo o Almagro, pero sus límites son difusos. Los barrios se mezclan y se contaminan mutuamente, cambian de nombre pero conservan algunos elementos de su vieja fisonomía. Me gusta y me regusta: es una ciudad con historia, una ciudad violenta, una ciudad compleja y amenazante. Puedo perderme tranquilamente en ella, porque no tengo idea de sus puntos cardinales. Todo lo que me espera es desconocido y por eso bueno. Quizás pase el resto de mi vida intentando conocerla, pero ¿quién la conoce realmente? ¿No cambia a cada segundo? ¿No es como una mujer llena de sorpresas? ¿Y no es mejor dejarla ser que intentar dominarla?
Monólogo interior
Algo que hay en Buenos Aires (y no en Córdoba): mucha gente hablando sola. No puedo dejar de verla, por todas partes, y siempre busco el auricular del celular en la oreja (y no siempre lo encuentro). ¿Será verdad lo que dicen los porteños sobre los porteños, que están todos locos, que la ciudad los destruye con su dulce violencia, que necesitarían un consultorio psicoanalítico ambulante que vaya de barrio en barrio?
¿Y de qué habla la gente que habla sola?
Puede que de la agenda que se abre ante ellos, de lo que tienen que hacer en el día. Puede que traten de convencerse de algo, tomar alguna decisión importante. Puede que estén discutiendo con su voz interior, ese otro que nos habita a todos, que a veces es más razonable, a veces impulsivo y delirante, a veces inquietantemente verdadero y justo. Puede que prolonguen una discusión que han tenido con un vecino, con un amigo, con su pareja, ya que las réplicas perfectas suelen llegarnos demasiado tarde, cuando la conversación se terminó y son inútiles como juguetes viejos. Puede que estén haciendo complicadas operaciones matemáticas de cálculo simple (¿Cuánto cuesta una mesa ratona en mercado libre? 500 pesos. ¿Cuánto cuesta un libro? 150 pesos para arriba. ¿Cuánto cuesta una compra mediana en el supermercado? 600 pesos) como ciertos genios de esa disciplina que hemos visto desfilar en diversos programas de televisión. Puede que recen una oración silenciosa por todos los hombres que hoy están vivos y respiran y perciben los contornos de la realidad y los modifican y son por ella modificados, y también por los muertos, de los que ya no hay número, todos los muertos de la historia, los muertos asesinados, los de muerte ridícula y maravillosa, los silenciosos que van apagándose y los que se arrancan con brusquedad la vida, por todos ellos pueden que sean esas oraciones silenciosas que veo en la boca de la gente. Puede que esas oraciones sostengan la integridad del universo, o mantengan a los viejos demonios en sus lugares, o al viejo Dios conforme, para que se resista una vez más a borrarnos de un plumazo o manotazo o lo que sea que tenga.
Puede que estén recitando poesía argentina contemporánea, que conocen de memoria porque como todo el mundo sabe la gente ama recitarse a sí misma a primera hora de la mañana un buen poema argentino contemporáneo, es como llevar, doblado en el interior del bolsillo de la camisa o en cartera, un escudo protector para toda la estupidez humana.
Dos variaciones de los que hablan solos:
Los que se ríen solos. Seguramente acaban de recibir un mensaje enternecedor en el teléfono o el mail, o se acordaron de un chiste, o se contaron un chiste a sí mismos. Esos van a tener un buen día, o por lo menos una buena hora, o por lo menos unos quince minutos pasables.
Los que hablan para todo el mundo. Nefasta subespecie de los que hablan solos: los que consideran que el infierno del interior de sus mentes debe ser compartido con un grupo nutrido de personas. Quizás la verdad esté en ellos, pero qué insoportables son. La larga cola de los que esperamos para hacernos el DNI en el Abasto shopping tuvo que tragarse el otro día a uno de esos: a horas tempranas se puso a gritar sobre lo mucho que le gustaba la cumbia y cosas así, sacando el enano fascista de todos al exterior. Después dejamos de escucharlo, sencillamente.
El bosque polenta
Los porteños creen:
Que Córdoba es más limpia. Que es más tranquila. Que sus habitantes sufren menos stress. Que la gente es más buena, más amable, que te dan una mano cuando el auto se te queda. Que el aire es más puro y en el agua cristalina de los ríos saltan hermosos peces de colores. Que las mujeres son más lindas y las fiestas duran toda la noche. Que los alimentos son más sanos y todo el mundo vive más tiempo. Que la tranquilidad es posible, que el silencio es una panacea de la que no se puede volver. Que en la General Paz esquina Colón se baila cuarteto y se toma vino y se cuentan chistes sobre cordobeses con tonada cordobesa desde la mañana hasta la noche.
Basta esta descripción que hace uno de los personajes de Fabián Casas en El bosque pulenta: “Andrés, me dijo, estoy junto a un fuego con mi primo, y unos seis perros, por el ventanal se ve el bosque que es la parte de atrás de la casa que cuidamos… tendrías que verlo, es un bosque pulenta, con ciervos y pájaros de todos los colores y caballos fosforescentes y lechuzas que hablan”.
Para los porteños, los cordobeses vivimos en un mundo realista mágico, mucho mejor que el suyo. Una especie de paraíso inalcanzable. Los he visto llenando las calles de Carlos Paz, sacándose fotos en el reloj cucú o hablando a los gritos en el Fantasio, de la mano de sus proles involuntariamente peronistas, para entender muy bien lo que van a buscar: el Dorado, el sueño imposible de la tranquilidad veraniega, una lluvia que les quite la furia del resto del año. No lo encuentran y por eso vuelven a la temporada siguiente.
Hace unos días se supo que un cordobés que vive en el Cerro, un barrio tradicional y de buen pasar, atacó con una catana a tres ladrones que habían entrado a robar a su casa. Las fotos no tardaron en circular por la web. Al principio las del auto bañado en sangre, y luego la de los ladrones con los cuerpos lacerados, uno al que le habían volado un par de dedos, otro que perdió la oreja, otro al que –como en una versión telúrica del Joker– le ampliaron la boca. En el portal de la Voz del Interior, los mensajes de la buena gente de campo no tardaron en llegar: se enorgullecían del héroe, le daban su apoyo y pretendían que no atiendan a las víctimas en los hospitales públicos que “pago con mis impuestos”. Quizás la experiencia lleve a los porteños a pensar Córdoba desde otro lado.
¿Qué creen los cordobeses sobre Buenos Aires?
Que es muy insegura y pandillas apocalípticas te matan para sacarte un par de zapatillas a plena luz del día. Que todo el mundo está muy informado acerca de todos los temas de actualidad. Que pasan muchas cosas todo el tiempo y que todo lo que pasa es mejor. Que las redacciones de los diarios son majestuosas y llenas de lujo. Que hay mucho más trabajo y mejor pago. Que las lecturas y presentaciones de libros rebalsan de gente súper interesante. La forma de hablar del porteño es cansina, seria, segura de sí misma: quizás por eso las mayores gansadas de acá son adoradas o tomadas en serio en cualquier lugar del interior.
Lo cierto es que amamos lo que no tenemos, lo que nunca tendremos, lo que nos quitaron, y cuando pasa a ser nuestro ya pierde todo interés.
Viaje al corazón de las tinieblas
Por motivos laborales, tengo que ir a Lanús Oeste. Me entusiasmo como un idiota porque considero que este es un viaje, al fin, al corazón de la “verdadera” Buenos Aires. Desde que llegué no busco más que eso: encontrarme, de una vez por todas, con la verdadera Buenos Aires, como si fuera posible acceder a un lugar donde se acumulen todos los clichés posibles sobre esta ciudad, que probablemente sea una suma delicada de clichés labrados a principios del siglo pasado. Ya lo encontré en mi única visita a la Boca de hace años, en la contemplación del río frente al aeropuerto, en sus hermosos y gigantescos parques, en el ritmo acelerado y pintoresco de Once, en la fisonomía cambiante de la calle Corrientes (desde el 0 al infinito: se podría hacer un documental con ella nomás). La busco en el microcentro. En el Obelisco. En las librerías que recorro sin esperanza y sin desesperación.
En alguno de esos lugares, pienso con profunda estupidez, habrá una imagen perfecta, turística y absolutamente falsa de “lo porteño” y hacia allá me dirijo, dispuesto a conseguirla.
Vamos en colectivo hasta Pompeya. Estoy acompañado de un escritor y del editor de mi primer libro, la conversación es distendida y el viaje se hace rápido. Hablamos, como no puede ser de otra manera, de chismes literarios, de dinero (los narradores siempre hablan de dinero, y los poetas de poesía). Ninguno de los tres conoce muy bien la zona y el escritor dice que bien podríamos ser una película de Perrone. “Pompeya y más allá la inundación”, dice el tango, pero no hay trazas de inundación alguna en la ciudad, ni de ningún espíritu tanguero, más bien de cumbia y de negocios coloridos al costado de la calle. “La esquina del herrero, barro y pampa, tu casa, tu vereda y el zanjón, y un perfume de yuyos y de alfalfa que me llena de nuevo el corazón”, dice el tango, pero la poesía ahora es otra, más reggaeton que de los viejos tangueros desaparecidos para siempre.
En Lanús Oeste propiamente dicho nos metemos a comer unos pebetes y después unos largos sánguches de milanesa en el bar de los trabajadores del transporte, fundado en 1941. Desde las ventanas puede verse la cancha de fútbol 5 y en las mesas hay ceniceros llenos. Nos sentimos en un viaje en el tiempo, más que en el espacio. El corazón de las tinieblas del conurbano, la Buenos Aires real, la que los turistas deberían conocer para no quedarse con la imagen que se exporta. Pero el segundo escritor, que se nos acaba de unir, dice que este es apenas el primer anillo, que más atrás hay mucho más, mucho más denso, más pesado. Nos habla de la feria de Solano, donde los libros se venden por cantidad de páginas (un Aira sale 20 pesos, por ejemplo, mientras que un Wilbur Smith seguro ronda los 80) y en sus mesas puede comprarse prácticamente todo lo que hay sobre el mundo.
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