Durante la última cadena nacional, la Presidenta advirtió que una reducción de las políticas sociales podría aumentar los índices de violencia en la Argentina. Asimismo, afirmó no ser partidaria de las teorías que justifican la delincuencia apelando a la pobreza. Su frase bien pudo ser disparador de un debate serio. Sin embargo, la estupidización en masa a la que nos somete la mafia mediática la redujo a objeto de sorna y chicanas. No me interesa analizar lo dicho por la principal dirigente política del país en base a su declaración patrimonial sino en torno al tema central que aborda: la relación entre pobreza y violencia.
En un mundo donde los hijos de pacíficos migrantes musulmanes por décadas sometidos a la más humillante exclusión escapan por millares de Londres, París o Roma para entregarse al brutal festín de sangre que propone –al servicio de la geopolítica imperial– el llamado Estado Islámico, la cuestión adquiere renovada importancia. En nuestra Patria Grande que ostenta el triste récord de aportar 16 de los 20 países con mayor tasa de homicidios, donde el narcotráfico se entroniza penetrando el territorio y las estructuras estatales, el tema no es materia de análisis académico sino una cuestión de supervivencia continental. En nuestro país, cuando las chances de avance popular se desvanecen en la atomización política del campo popular, cuando incluso la continuidad del precario equilibrio social que garantiza este gobierno está en serio riesgo, los índices relativamente bajos de violencia que Argentina comparte con Chile y Uruguay pueden dispararse de la noche a la mañana. Los que pondrán la sangre y casi todas las lágrimas serán, fundamentalmente, los pobres. Aunque, sabemos, la clase media e incluso algunos sectores de altos ingresos no serán inmunes a la debacle.
Se discute a menudo la relación entre pobreza y violencia. Los estudios criminológicos más serios demuestran que, en realidad, tal relación no existe. La correlación empíricamente comprobada es otra: la violencia crece con la desigualdad. En mi opinión, este cruce entre el índice Gini y la tasa de homicidios oculta un aspecto más profundo de la tragedia. Lo que cataliza la violencia no es una desigualdad estadística, sino la humillación a la que se somete al excluido. Lo que lleva a un pibe a un estado de frustración tal que puede dar la vida por nada es un sistema que bombardea con sofisticadas técnicas de manipulación psicoemotivas elegantemente denominadas “marketing”, lo hipnotiza para que desee unas yantas Nike pero no le da los medios para ganárselas laburando. Le ofrece, en cambio, alcohol y paco para destruir su autoestima y amor por la vida.
Desde luego, el Capital aplaude complacido este proceso higiénico que le permite ralear la masa de indeseables y sobrantes. Al gatillo fácil se suman nuevas estructuras “civiles” de violencia endogámica que se expanden carcomiendo desde adentro a los propios sectores populares. No se trata sólo del narco: en los procesos económicos populares, entre los manteros, cartoneros o feriantes, cuando no median instancias de organización comunitaria, la lucha por la subsistencia se transforma en una brutal marchanta. La inoculación de la violencia fratricida en la cultura de las periferias tiene, asimismo, otras ventajas para el sistema: lleva la justa bronca del excluido por el camino de la autodestrucción. Sabe que los de abajo, unidos, son una fuerza indomable que puede hacer temblar el status quo y dar vuelta la tortilla. Por eso, divide para reinar. La inequidad que genera violencia no es sólo una consecuencia económica de la globalización capitalista, es una forma de control social. Lo vimos en Rosario, en La Carcova, en Fiorito: el narcotráfico se encarniza con los vecinos pero, muy especialmente, con la militancia que lo enfrenta proponiendo un proyecto distinto. Ello, sin hablar de la nada desdeñable importancia macroeconómica de la violencia en ciertas industrias criminales globales que aplican una estricta división internacional del trabajo: la sangre queda en el sur, la guita se va pa’ el norte.
La Presidenta dijo algo que no por obvio deja de ser significativo. Sugirió que si el próximo gobierno retrocede en las políticas sociales, los pobres reaccionarán. Así será. Un crecimiento en la ya escandalosa desigualdad que existe en la Argentina no puede generar otra cosa que una reacción o, mejor dicho, una serie de reacciones que no serán precisamente la firma de un petitorio a las nuevas autoridades. Reacciones individuales o colectivas; acciones de resistencia organizada o actos desesperados de individuos aislados; aumentarán los homicidios y suicidios. Ya lo vivimos. Un recorte en las insuficientes pero imprescindibles políticas sociales que el campo popular conquistó en las calles y en el Estado no puede sino terminar en tragedia. Los fierros están.
Casi como un globo de ensayo, uno de los candidatos con más chances de acceder a la presidencia realizó un cinematográfico operativo de desalojo sobre La Riberita, una feria popular ubicada en el barrio de La Salada. Más de 10.000 puestos, más de 30.000 trabajadores de la economía popular vieron las topadoras arrasar no con los “bunkers” del paco, sino con sus puestos laborales. Que son mafiosos, que venden cosas truchas, que ocupan el camino de sirga, que evaden impuestos… Los argumentos pro-desalojo son infinitos y, en ocasiones, contradictorios entre sí. La feria desalojada es, paradójicamente, la menos estructurada de las que existen en La Salada, las otras tienen protección. Festejó la CAME, la embajada norteamericana, hasta el gordo Castillo. El trasfondo del desalojo es, naturalmente, económico: así se concentra un multimillonario mercado en menos manos. Eso no se dice. Violencia también es mentir… y la violencia engendra violencia.
La discusión sobre la compleja realidad de La Salada da para largo y no es el tema de hoy pero, sin lugar a duda, esta acción barbárica del Estado es un excelente ejemplo de cómo generar violencia social. ¿Qué van a hacer esos compañeros? ¿Dónde van a armar sus puestos? ¿Dónde van a vender sus cositas? ¿El desalojo vino con alguna alternativa laboral para ellos? ¿O qué pretenden que hagan? Lo dijo el cantor, que no se calla: “Que se maten nomás, en el Gran Buenos Aires, en la parte de atrás; háganse su gueto, quédense en su barrio y que no se ajuste el cinturón de Rosario; pongamos policías; que se maten nomás…” (“Pistolas”, Los Piojos).
En un mundo donde los hijos de pacíficos migrantes musulmanes por décadas sometidos a la más humillante exclusión escapan por millares de Londres, París o Roma para entregarse al brutal festín de sangre que propone –al servicio de la geopolítica imperial– el llamado Estado Islámico, la cuestión adquiere renovada importancia. En nuestra Patria Grande que ostenta el triste récord de aportar 16 de los 20 países con mayor tasa de homicidios, donde el narcotráfico se entroniza penetrando el territorio y las estructuras estatales, el tema no es materia de análisis académico sino una cuestión de supervivencia continental. En nuestro país, cuando las chances de avance popular se desvanecen en la atomización política del campo popular, cuando incluso la continuidad del precario equilibrio social que garantiza este gobierno está en serio riesgo, los índices relativamente bajos de violencia que Argentina comparte con Chile y Uruguay pueden dispararse de la noche a la mañana. Los que pondrán la sangre y casi todas las lágrimas serán, fundamentalmente, los pobres. Aunque, sabemos, la clase media e incluso algunos sectores de altos ingresos no serán inmunes a la debacle.
Se discute a menudo la relación entre pobreza y violencia. Los estudios criminológicos más serios demuestran que, en realidad, tal relación no existe. La correlación empíricamente comprobada es otra: la violencia crece con la desigualdad. En mi opinión, este cruce entre el índice Gini y la tasa de homicidios oculta un aspecto más profundo de la tragedia. Lo que cataliza la violencia no es una desigualdad estadística, sino la humillación a la que se somete al excluido. Lo que lleva a un pibe a un estado de frustración tal que puede dar la vida por nada es un sistema que bombardea con sofisticadas técnicas de manipulación psicoemotivas elegantemente denominadas “marketing”, lo hipnotiza para que desee unas yantas Nike pero no le da los medios para ganárselas laburando. Le ofrece, en cambio, alcohol y paco para destruir su autoestima y amor por la vida.
Desde luego, el Capital aplaude complacido este proceso higiénico que le permite ralear la masa de indeseables y sobrantes. Al gatillo fácil se suman nuevas estructuras “civiles” de violencia endogámica que se expanden carcomiendo desde adentro a los propios sectores populares. No se trata sólo del narco: en los procesos económicos populares, entre los manteros, cartoneros o feriantes, cuando no median instancias de organización comunitaria, la lucha por la subsistencia se transforma en una brutal marchanta. La inoculación de la violencia fratricida en la cultura de las periferias tiene, asimismo, otras ventajas para el sistema: lleva la justa bronca del excluido por el camino de la autodestrucción. Sabe que los de abajo, unidos, son una fuerza indomable que puede hacer temblar el status quo y dar vuelta la tortilla. Por eso, divide para reinar. La inequidad que genera violencia no es sólo una consecuencia económica de la globalización capitalista, es una forma de control social. Lo vimos en Rosario, en La Carcova, en Fiorito: el narcotráfico se encarniza con los vecinos pero, muy especialmente, con la militancia que lo enfrenta proponiendo un proyecto distinto. Ello, sin hablar de la nada desdeñable importancia macroeconómica de la violencia en ciertas industrias criminales globales que aplican una estricta división internacional del trabajo: la sangre queda en el sur, la guita se va pa’ el norte.
La Presidenta dijo algo que no por obvio deja de ser significativo. Sugirió que si el próximo gobierno retrocede en las políticas sociales, los pobres reaccionarán. Así será. Un crecimiento en la ya escandalosa desigualdad que existe en la Argentina no puede generar otra cosa que una reacción o, mejor dicho, una serie de reacciones que no serán precisamente la firma de un petitorio a las nuevas autoridades. Reacciones individuales o colectivas; acciones de resistencia organizada o actos desesperados de individuos aislados; aumentarán los homicidios y suicidios. Ya lo vivimos. Un recorte en las insuficientes pero imprescindibles políticas sociales que el campo popular conquistó en las calles y en el Estado no puede sino terminar en tragedia. Los fierros están.
Casi como un globo de ensayo, uno de los candidatos con más chances de acceder a la presidencia realizó un cinematográfico operativo de desalojo sobre La Riberita, una feria popular ubicada en el barrio de La Salada. Más de 10.000 puestos, más de 30.000 trabajadores de la economía popular vieron las topadoras arrasar no con los “bunkers” del paco, sino con sus puestos laborales. Que son mafiosos, que venden cosas truchas, que ocupan el camino de sirga, que evaden impuestos… Los argumentos pro-desalojo son infinitos y, en ocasiones, contradictorios entre sí. La feria desalojada es, paradójicamente, la menos estructurada de las que existen en La Salada, las otras tienen protección. Festejó la CAME, la embajada norteamericana, hasta el gordo Castillo. El trasfondo del desalojo es, naturalmente, económico: así se concentra un multimillonario mercado en menos manos. Eso no se dice. Violencia también es mentir… y la violencia engendra violencia.
La discusión sobre la compleja realidad de La Salada da para largo y no es el tema de hoy pero, sin lugar a duda, esta acción barbárica del Estado es un excelente ejemplo de cómo generar violencia social. ¿Qué van a hacer esos compañeros? ¿Dónde van a armar sus puestos? ¿Dónde van a vender sus cositas? ¿El desalojo vino con alguna alternativa laboral para ellos? ¿O qué pretenden que hagan? Lo dijo el cantor, que no se calla: “Que se maten nomás, en el Gran Buenos Aires, en la parte de atrás; háganse su gueto, quédense en su barrio y que no se ajuste el cinturón de Rosario; pongamos policías; que se maten nomás…” (“Pistolas”, Los Piojos).
* Referente CTEP
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