Por Adolfo Sánchez Rebolledo
No deja de admirar con qué facilidad se califica como histórico un acontecimiento que parecía lejano, distante, imposible. Así ocurrió con el encuentro entre los presidentes Barack Obama y Raúl Castro en Panamá, a unos meses de haber anunciado el interés de ambos países por normalizar las relaciones diplomáticas, rotas hace más de medio siglo en la cúspide de la guerra fría.
Nadie pensó que el arreglo sería fácil, pero el gesto de diciembre puso en movimiento nuevas fuerzas en favor del entendimiento, a sabiendas de que el camino es largo y no son pocos los que se oponen a una solución mutuamente satisfactoria. Entre los sorprendidos de la hora están muchos de los que jamás creyeron que el diálogo era el camino para abandonar la ruta de la confrontación permanente entre dos países de muy desigual presencia en el continente. Allí hacen fila los incrédulos que habían pedido una y otra vez la rendición de Cuba a los ideales del imperio, aceptando como principios los dogmas de una sociedad sin historia, los aplicadores de las últimas recetas democráticas alentadas desde Washington como fórmulas universales, pero también los provocadores de siempre, los asesinos, los mercenarios llevados a Panamá para que no se olvide de qué lado surge el terror, los mismos que piden la cabeza de Obama para que Estados Unidos no cambie en nada. Muy tarde. Raúl Castro y Obama dieron pruebas de su sensibilidad para comprender que el mundo actual exige otras estrategias en la medida que los desafíos y las amenazas son muy diferentes a las del pasado.
No era preciso salir del salón de actos de la cumbre para comprobar qué tanto había cambiado la realidad del continente desde la última reunión. Por primera vez la crítica proveniente de la pluralidad de posiciones marcó el tono de los discursos presidenciales. Ninguno fue obligado a callarse. Pese a las disputas en curso, la palabra domina sobre el panamericanismo del big stick, lo cual inquieta al campo republicano en Estados Unidos, como también ocurre con el acercamiento a Irán, viga maestra de la remodelación de la política exterior estadunidense.
No extraña, pues, que la prudencia, esa virtud de la inteligencia política, domine las expresiones públicas de ambos mandatarios, Obama y Raúl. Los agravios no se olvidan. “Estamos dispuestos a hablar de todo, pero necesitamos ser pacientes, muy pacientes –dijo Castro–. Es posible que hoy discrepemos en algo en lo que mañana podamos estar de acuerdo”. Sin embargo, ninguno de los dos, ni Raúl ni Obama, dejan de marcar los alcances del encuentro. La guerra fría terminó hace tiempo, dijo Obama. "Estados Unidos mira al futuro", consigna la prensa.
Ellos saben mejor que nadie cuántos intentos de "normalización" se quedaron en el camino al tropezar con la inflexibilidad del Departamento de Estado, incapaz de considerar el asedio a Cuba como un grave error histórico producto de su propia visión imperial. Hizo bien el presidente cubano en no asociar a su colega con dicha tradición, la cual está en la base de la necesidad de rectificar. Me referí a ello en un texto incluido en mi libro La izquierda que viví, donde repaso la naturaleza del gran error estadunidense sobre Cuba, donde digo, y cito para no repetirme, que los gobernantes estadunidenses, sus élites, “vieron en la revolución política fidelista lo que les ofrecía la representación mediática creada por ellos mismos para la defensa de sus intereses, el recambio de los líderes, sin advertir que aquello era otra cosa; y se equivocaron, al no considerar que la victoria contra la dictadura era el comienzo de una revolución nacional largamente postergada (por la intervención norteamericana) cuyo cumplimiento cabal depende de la aplicación de un programa de hacer reformas sociales capaces de transformar las relaciones de poder en la sociedad cubana. No haberlo entendido así, con la suficiente objetividad, al exagerar sin rubor las amenazas en su patio trasero, resulta ser acaso, la primera y la más grande equivocación cometida por Estados Unidos, el gran fracaso de su política exterior, pero también la más persistente y dolorosa para el pueblo cubano. Esa ceguera –dogmática e inamovible– explica la persistencia del bloqueo a la isla, la perdurabilidad de una situación que, a falta de otras consecuencias, lastima el orgullo intocable de la potencia sobreviviente. Dicho ‘error’, si cabe llamarlo así, resulta mucho más terrible tras la desaparición de la Unión Soviética y la extinción del ‘campo socialista’, pues la permanencia de la revolución, pese a todos sus problemas actuales, prueba que ésta no era una pieza soviética en el ajedrez de las superpotencias, como siempre creyeron los estrategas del imperio y ciertos críticos acaso confundidos por sus propias recetas dogmáticas. En cambio, Estados Unidos ha reciclado sus miedos, su aversión a todo cambio que no sea meramente formal y clasifica a Cuba en la lista negra del terrorismo”.
Hay críticos del acercamiento que se conforman con decir que nada se ha ganado aún, sin reconocer la gran conquista del siglo XX cubano, a saber: erigir –y mantener bajo las más duras presiones de un enemigo infinitamente más fuerte– por primera vez en Cuba un Estado nacional digno de ese nombre. No es una fábula decir que las palabras soberanía e independencia dejaron de ser parte de la retórica republicana anterior para convertirse, apenas en 1959, en algo tangible para un pueblo que había recuperado el sentido profundo de la dignidad. Y eso no es cualquier cosa, escribí no hace mucho. Ahora lo ratifico.
La Jornada de México
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