miércoles, 29 de abril de 2015

Malvinas: las ilusiones de abril Por Daniel Sazbón

Por Daniel Sazbón

Cuando el 2 de abril de 1982 los argentinos se anoticiaban de la recuperación de las Malvinas, se abría un tiempo marcado por la espera, la negociación, el discurso patriótico y la aparición en tonos fuertes de una serie de ideas sobre la nación que las islas habilitaban con una intensidad como pocas cosas en la cultura Argentina. Sin embargo, ese clima tendrá su fecha de cierre cuando la Royal Navy finalmente alcance las aguas del Atlántico Sur, comience la guerra propiamente dicha y todo cambie hacia un drama mayor.

El 25 de abril de 1982, en la bahía de Grytviken, en Georgia del Sur, helicópteros británicos atacaron al submarino argentino ARA Santa Fe, averiándolo seriamente. En la madrugada del 26, luego de la rendición de los infantes de la marina argentina acantonados en el vecino Puerto Leith (entre los que se contaban los buzos tácticos comandados por el capitán Alfredo Astiz), las tropas inglesas retomaron el control de la isla, que estaba en manos argentinas desde el 3 de abril. Ese mismo día se registró la única baja fatal del ataque (bautizado por los ingleses como “Operación Paraquat”): el suboficial Félix Artuso, baleado por un infante británico a bordo del Santa Fe.

La muerte de Artuso no fue la primera de la guerra: el mismo 2 de abril había fallecido el represor Pedro Giacchino en los combates de Puerto Argentino. Tampoco fue el primer caído en las Georgias: en el desembarco argentino perdieron la vida el cabo Patricio Guanca y los conscriptos Mario Almonacid y Jorge Águila. Lo que hace significativo el 25 de abril es que con él se cerraba un tenso compás de espera, marcado por negociaciones diplomáticas y amenazas verbales. La larga marcha de la flota británica, que había zarpado de Inglaterra el día 5, final-mente concluía: el sonido y la furia de las palabras de Galtieri en la Plaza de Mayo del 10 de abril (“si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla”) daba paso a los hechos. La guerra había dejado de ser una palabra que flotaba como vaga amenaza, y adquiría los contornos nítidos de la certeza.

Palabras y cosas parecían haber entrado desde el comienzo del conflicto en una disociación que permitía las más extrañas combinaciones. El canciller Nicanor Costa Méndez, el mismo que apenas producido el golpe de 1976 escribía contra la participación nacional en el Movimiento de Países No-Alineados, y que en diciembre del ‘81, al asumir su cargo, había afirmado que el país no era parte del TercerMundo, porque esas naciones “no pertenecen ni a la raza blanca ni a la religión cristiana”, ahora fatigaba estrados buscando la solidaridad de esos gobiernos para la lucha anticolonialista que protagonizaba el país.

La OEA, cuya “intromisión” en nuestros asuntos internos había sido denunciada en 1979, en ocasión de la visita de su Comisión de Derechos Humanos, era ahora el ámbito elegido para exponer los reclamos argentinos. La soberanía nacional sobre las Malvinas era declarada por un gobierno de facto que había conculcado la misma soberanía del cuerpo popular de la nación. El general Galtieri, que dos años antes había advertido que “las urnas están bien guardadas”, ahora se dirigía a la multitud afirmando que “las Fuerzas Armadas argentinas le pertenecen al pueblo”. La Plaza de Mayo le respondía en sintonía: “El pueblo, unido, jamás será vencido”; sólo tres días antes el mismo grito, en la misma plaza, había sido ahogado a sangre y fuego, el 30 de marzo, día del paro general de la CGT de Ubaldini.

En las calles y en los medios reinaba un entusiasmo desbordante y desbordado: las islas parecían pasar a ser argentinas por el simple ejercicio de la voluntad; un tajo de espada que había logrado finalmente deshacer el nudo gordiano: “La diplomacia fue buscando alternativas para evitar lo que finalmente tuvo que ocurrir, es decir, el hecho”, decía José Gómez Fuentes, relator estrella de “60 minutos” en ATC; “ha habido una justicia que quizás no se podía conseguir si no era de esta manera”, le hacía eco el pentacampeón Juan Manuel Fangio. La recuperación del territorio perdido parecía consumarse con la misma facilidad con la que la farmacia Franco-Inglesa se renombraba “La Franco” y el bar Británico era rebautizado “Bar Tánico” (o la sopa inglesa, “sopa Malvinas Argentinas”). Centenares de voluntarios se ofrecían para repoblar el territorio patrio recobrado; Federico Lorenz ha analizado las cartas enviadas al gobierno por maestros, obreros, abogados o amas de casa: el espacio que se abría luego de la ocupación de Malvinas parecía tan vacío y lleno de promesas como el desierto austral, y sobre él se proyectaban los deseos y esperanzas de miles de argentinos (Néstor Perlongher: “La ilusión de unas islas”).

Como en la Alemania de la I Guerra (el “espíritu de agosto de 1914”), reinaba el optimismo, la ilusión de un mañana mejor, de un país reconciliado, unido, sin divisiones ni partidismos. Todo parecía posible, como si no hubiera otros elementos en juego más que la fuerza del deseo y la justicia de las reivindicaciones. Se hablaba de la eventualidad de una guerra, pero esa palabra no parecía tener demasiada consistencia; el Ministro del Interior Alfredo Saint-Jean consideraba la posibilidad como impensada “en un mundo civilizado”. El propio Galtieri se lo confesaría luego a la periodista italiana Oriana Fallaci: “yo nunca esperé una respuesta tan desproporcionada. No la esperaba nadie. ¿Por qué un país situado en el corazón de Europa debía afectarse tanto por unas islas tan lejanas en el Océano Atlántico? Me parece algo que carece de sentido”.Y precisamente el sentido mismo de la ocupación militarde las Malvinas fue lo que comenzó a tomar cuerpo ese 25 de abril; 50 días y 649 muertos más tarde, las ilusionesde abril se terminaban de desvanecer.

Télam
 

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