Por Eduardo Jozami *
Conocí a Eduardo Galeano a mediados de los ’60, cuando él era jefe de Redacción de Marcha de Montevideo, el semanario fundado por Carlos Quijano que, en aquellos años, provocaba la envidia de los intelectuales argentinos que soportábamos con cierta vergüenza la dictadura de Onganía. En ese tiempo, publicó un artículo notable sobre la detención y tortura de un militante de la Juventud Peronista. Un texto infrecuente en el que el compromiso político y la belleza de la escritura iban de la mano y que fue muy leído por una militancia que comenzaba a imaginar los horrores que vendrían años después.
Las venas abiertas de América Latina fue el segundo contacto con Galeano y resulta difícil exagerar la importancia de su publicación. Hace poco el escritor se refirió críticamente a un texto que, a su juicio, muestra cuánto no sabía aún de economía y tal vez el señalamiento sea acertado. Pero Las venas abiertas de América Latina fue lo que llamaríamos el relato de los años setenta, la cuenta de los dolores y esperanzas de un continente y de una generación y el efecto político de su pluma inspirada no se resintió, sino todo lo contrario, por el hecho de que el tono ensayístico se alejara del estilo tradicional de los textos doctrinarios de la izquierda.
En los ’70 no participé de la experiencia de Crisis, pero cuando fui convocado a la dirección de esa revista en la tercera etapa, Eduardo Galeano, su primer director, fue designado asesor. Allí trabamos una relación más cercana. Eduardo era un observador muy agudo y un escritor deslumbrante, pero también un gran conversador. Creó un estilo literario que tanto tiene de ensayo como de poesía, fue consecuentemente un hombre de izquierda y vivió apegado a esas tradiciones desde la guerra de España hasta la Revolución Cubana, pero, por sobre todo, era un hombre sensible siempre atento a cuanto de nuevo y de bello ofrecía el mundo y a la denuncia de todos los dolores de la humanidad.
* Director del Centro Cultural Haroldo Conti.
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