domingo, 18 de agosto de 2013
Una “guerra” a la medida de la oligarquía azucarera Por Marcos Taire. Periodista sociedad@miradasalsur.com
Centros clandestinos. Algunos ingenios azucareros fueron parte del engranaje represivo.
Los grandes propietarios tucumanos fueron promotores y beneficiarios de la represión militar iniciada en 1974.
La Justicia Federal investiga la complicidad de los dueños de los ingenios en la represión desatada contra los obreros azucareros de Tucumán. Según el doctor Bernardo Lobo Bugeau, ex secretario de Derechos Humanos de la provincia, “el terrorismo de estado contó con el apoyo incondicional de empresarios azucareros, quienes buscaban participar de mayores ganancias por un lado y decapitar la dirigencia rebelde al proyecto trasnacional implementado por Videla y Martínez de Hoz”. El abogado estima que “este plan sistemático se descargó especialmente contra dirigentes y delegados obreros de Fotia (Federación Obrera Tucumana de la Industria Azucarera) que eran considerados una amenaza para los objetivos del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional”. El juez federal Daniel Bejas investiga los asesinatos de los destacados dirigentes Atilio Santillán y Benito Romano y los crímenes cometidos contra los representantes obreros de la Conasa (Compañía Nacional Azucarera).
En el marco de estas investigaciones ocupan un lugar destacado las irregularidades detectadas en torno al llamado Fondo Patriótico Azucarero, a través del cual los empresarios azucareros tucumanos aportaron millones de dólares bajo la fachada de donaciones. Los aportes a ese fondo, durante el año y medio de gobierno dictatorial de Antonio Bussi (1976-1977) fueron de aproximadamente cinco millones de dólares.
Historias y represiones. La oligarquía azucarera desempeñó un papel fundamental en el genocidio perpetrado contra el pueblo tucumano. Al iniciarse la Operación Independencia, los dueños de los ingenios tenían más de un siglo de experiencia en la defensa de sus intereses. Además, sus hombres ocuparon todo el espacio político durante décadas: fueron diputados y senadores, ministros y hasta colocaron un presidente de la nación. Los trabajadores del azúcar hacía apenas 30 años que se habían sindicalizado, pero atesoraban una historia de luchas que atemorizaba a los dueños de los ingenios y les producía un rencor de clase que no tenía límites.
Los dos años anteriores de la Operación Independencia fueron muy distintos para los dueños de los ingenios. Mientras en 1973 obtuvieron récords absolutos en materia de producción de azúcar, lo que equivalía a ganancias fabulosas, en 1974 debieron enfrentar una larga y dura huelga.
La vieja oligarquía, dueña de una cultura de explotación y represión muchas veces señalada pero nunca erradicada, veía “comunistas” en la mayoría de los obreros del azúcar. La pertenencia de esos trabajadores a su central sindical, la Fotia, semejaba para ellos la existencia de un “soviet” incontrolable.
La aparición del PRT y su brazo armado, el ERP, fue, para esa oligarquía, la confirmación de todos sus temores y sospechas. Y en sus acusaciones, metieron en una misma bolsa a todos los dirigentes y militantes enrolados en corrientes combativas o que aparecían defendiendo los intereses de los trabajadores. También aprovecharon para acusar de “subversivos” a otros que ellos bien sabían no tenían nada que ver con la izquierda ni con la guerrilla.
La oligarquía señaló como “subversivos” a todos los dirigentes históricos de la Fotia, entre ellos insospechados peronistas como Benito Romano, Atilio Santillán, Bernardo Villalba, Rafael De Santis, Raul Zelarayán, etc. Y, lógicamente, aprovechó para hacer borrar de la faz de la tierra tucumana a los otros, los vinculados a organizaciones de la nueva izquierda y a aliados y militantes del PRT. Esa lista la encabezaban, sin duda, prestigiosos dirigentes como Miguel Soria, Leandro Fote, Antonio del Carmen Fernández, Simón Campos, Manuel Gallo Farías, Zoilo Reyes, etc.
Los que no fueron asesinados, están desaparecidos o pasaron años en las cárceles de la dictadura. Junto a ellos corrieron igual suerte centenares de jóvenes activistas de los sindicatos de ingenios que estaban haciendo sus primeras experiencias y se habían destacado en el Congreso de Delegados Seccionales que había resuelto la gran huelga del año 1974.
Villar y Menéndez inician el genocidio. En realidad, la represión contra los obreros del azúcar comenzó durante los dos operativos efectuados en 1974 en busca de la Compañía de Monte del ERP. El primero de ellos se inició el domingo 19 de mayo de ese año y estuvo a cargo de la policía Federal, con participación de la policía Provincial y amplio apoyo logístico del Ejército. Comandó este operativo el jefe de la Federal, Alberto Villar, uno de los jefes de la Triple A. El resultado fue un centenar de detenidos, en su mayoría en el interior tucumano, aunque las fuerzas represoras aprovecharon para realizar allanamientos y detenciones también en San Miguel de Tucumán.
El segundo operativo tuvo ya la participación directa del Ejército y se inició el 13 de agosto, dirigido por el comandante de la Quinta Brigada de Infantería, Luciano Benjamín Menéndez. También realizaron rastrillajes en la zona montañosa, sin encontrar rastros de los guerrilleros. De paso, detuvieron y maltrataron a numerosos peones y jornaleros.
A la semana de haberse iniciado este último operativo, la Fotia denunció que “en estos días se han producido arbitrarios procedimientos en hogares de obreros del surco, inclusive dirigentes de esta Federación, sin orden de allanamiento y en abierta violación al fuero sindical”. Entre las decenas de personas detenidas estaba Gregorio Pantaleón González, secretario adjunto del Sindicato de Obreros de Fábrica y Surco del ingenio San Pablo.
Mientras la tropa uniformada buscaba sin éxito a los guerrilleros en el monte, los primeros grupos de tareas organizados por el propio Menéndez realizaban allanamientos y detenciones ilegales en San Miguel de Tucumán, Acheral, Famaillá, La Reducción y Lules. Esas patotas secuestraron y asesinaron a dos personas, Pedro Félix Guzmán, de 19 años y Benito Antonio Acosta, de 50 años, cuyos cadáveres fueron arrojados al costado de una ruta. Antes de ser asesinados, fueron salvajemente torturados.
El grupo de tareas, envalentonado por los episodios de Catamarca, donde días atrás asesinaron a una veintena de guerrilleros y por las arengas de Menéndez, continuó su accionar terrorista. En pleno centro de la capital tucumana cometió dos atentados terroristas: el primero un bombazo contra la casa del padre de una joven detenida tiempo atrás; el segundo un ametrallamiento contra el frente del estudio del abogado Julio Rodríguez Anido, enrolado en los sectores combativos del peronismo. Tres días antes una bomba había destruido su vivienda en la zona de Yerba Buena.
Fotia denuncia y advierte. En los primeros días de septiembre la Fotia denunció que “diariamente obreros del surco son detenidos cuando se dirigen a sus trabajos en horas de la madrugada y son sometidos a atropellos”. En el mismo sentido, la central de los trabajadores del azúcar denunció que el 3 de septiembre efectivos de la Policía Federal allanaron, sin orden judicial alguna, el domicilio de José Ramón Castellanos, dirigente del Sindicato de Obreros del Surco de Santa Lucía. “Tras una sesión de tortura –dijo la Fotia– los policías dijeron que lo mismo les ocurriría a otros miembros del sindicato, especialmente al secretario general Eduardo Arturo Alvarez”.
Esa región del suroeste tucumano, con epicentro en Santa Lucía, fue una de las más castigadas por la represión. La Compañía de Monte no estaba en la zona, sino varios kilómetros más al norte, a la altura de Famaillá. Pero el sindicato de ese ingenio había sido un baluarte en las luchas de los años recientes. De allí surgió precisamente Ramón Rosa Jiménez, asesinado por la policía provincial, cuyo nombre había adoptado el ERP para dicha compañía.
El ingenio Santa Lucía había sido cerrado por la dictadura de Onganía en 1968 por obsoleto y por las enormes deudas al Estado. Pero la mayor parte de las tierras de la zona pertenecían a los Avellaneda, ex propietarios de la fábrica.
El pensamiento oligárquico. José Manuel Avellaneda, Manolo para sus amigos de la Sociedad Rural y el Jockey Club, fue un apoyo importante para la Operación Independencia. No sólo facilitó las instalaciones del ex ingenio y galpones de algunas de sus fincas cañeras para la instalación de las tropas. También asesoró, facilitó vaqueanos y acusó de subversivos a numerosos trabajadores de la zona, a los que odiaba y consideraba guerrilleros o apoyaturas de los insurgentes.
Según Avellaneda, “antes de que llegara el Ejército, la población estaba en un 90 por ciento con la subversión. Unos por miedo, otros por romanticismo, otros por lo que fuere”. Según él, “el almacenero les daba víveres, el otro pasaba información (...) consciente o inconscientemente, queriendo o no queriendo, estaban a favor de la subversión”.
Fácil es imaginar lo que Avellaneda influyó en las hordas de Vilas primero y de Bussi después, con pensamientos así: “La mitad de mis obreros estaba con la subversión”.
Santa Lucía y su zona de influencia fue una de las más castigadas por la represión. Tres décadas después del Operativo Independencia se está conociendo lo que realmente pasó con los trabajadores del ingenio y con los humildes jornaleros de los campos vecinos.
Los peladores de caña, en su mayoría, habitaban pobres caseríos llamados “colonias”. Eran agrupamientos de viviendas, en algunos casos construidas por los patrones, en otros levantadas precariamente por los trabajadores, muchos de ellos “golondrinas” llegados de otras provincias y de países vecinos.
Ahora se sabe que esas colonias fueron diezmadas, borradas de la faz de la tierra. Los que no fueron asesinados, fueron detenidos, secuestrados, desaparecidos. Los que quedaron fueron arreados peor que animales a los pueblos estratégicos que inventó Bussi y bautizó con nombres de “héroes” de esa guerra contra los tucumanos: Capitán Cáceres, Subteniente Berdina, Sargento Moya y Soldado Maldonado.
Estos poblados estratégicos fueron una copia de lo que Bussi vio hacer a los norteamericanos en Vietnam. Los edificó en terrenos donados por empresas azucareras o usurpados a viejos propietarios que con el tiempo los reclamaron y entablaron juicios contra el Estado, responsable último de los delirios del general.
En 2004, las autoridades de derechos humanos de la provincia realizaron visitas a la zona y tomaron conocimiento de numerosas atrocidades cometidas por las tropas desenfrenadas de Vilas y Bussi. Un caso patético fue el de una colonia, Santa Elena, ubicada al oeste de Santa Lucía: antes de la Operación Independencia cobijaba a alrededor de 300 personas. No quedó nada de la colonia y no se pudieron encontrar sobrevivientes ni en la zona, ni en las inmediaciones ni en los pueblos estratégicos de Bussi.
Varios años después, Avellaneda comentaba entre sorprendido y risueño: “Una vez, en un sorpresivo procedimiento, cercaron la población de Santa Lucía y tomaron presas a 110 personas”. El vínculo de Avellaneda con los represores era muy claro: “Yo tenía acceso al comando de Famaillá, siempre me iba por esos lados para ver cómo andaban las cosas (...) muchas veces tuve que ir a pedir por muchachos de algunas familias que yo conocía (...) pero si habían hecho alguna macana, la cosa pasaba por otro lado”. Este viejo conocedor de lo que estaban haciendo los militares confiesa que “les decía a los familiares: esperen cuatro días, si después de cuatro días no aparece, entonces sí empiecen a preocuparse”.
Bases militares en los ingenios. Lo que pasó en los dominios de Avellaneda se verificó en toda la zona de influencia directa de la oligarquía azucarera.
El ingenio Fronterita, de la familia Minetti, al oeste de Famaillá, cedió viejas instalaciones en desuso para el funcionamiento de las fuerzas de tareas de Vilas. En uno de esos lugares, conocido como “los conventillos de Fronterita”, funcionó uno de los primeros campos de concentración donde fueron atormentados y asesinados decenas de trabajadores y activistas gremiales de la zona.
Cuando Bussi resolvió levantar el Puesto Táctico de Comando de la ciudad de Famaillá, lo trasladó a pocos kilómetros al este de esa ciudad y lo instaló en el ex ingenio Nueva Baviera. Al frente de ese comando puso al teniente coronel Antonio Arrechea, un afiebrado militar que antes de eso había sido jefe de la policía provincial y por ende responsable de las patotas que operaban en la ciudad de San Miguel de Tucumán y de uno de los campos de concentración más tremendos que funcionaron en esos tiempos: la Jefatura de Policía. A Arrechea lo secundó, como jefe de la patota secuestradora, torturadora y asesina, un preferido de Bussi: el cabo Héctor Domingo Calderón, conocido por su ferocidad y criminalidad. Cuando el Nuncio Apostólico Pío Laghi visitó Tucumán y, entre otras cosas, dijo que había que “respetar las leyes hasta donde se pudiera”, visitó el campo de concentración junto con Bussi y otros jefes militares y dialogó con un secuestrado.
En el ex ingenio Lules, al norte de Famaillá, también operaron las fuerzas de tareas de Vilas. Numerosos testimonios dan cuenta de las atrocidades que se cometieron allí con las decenas de personas secuestradas, muchas de ellas desaparecidas, asesinadas.
En la zona de Caspinchango, en terrenos y galpones pertenecientes a la familia Nougués, propietaria del ingenio San Pablo, funcionó una base militar y un centro clandestino de detención donde los militares torturaron y asesinaron a vecinos del lugar. Lo mismo pasó en instalaciones de los ingenios La Corona, Providencia, Bella Vista, San Juan, Santa Rosa, La Trinidad, Leales.
Un capítulo especial se lleva el ingenio Concepción, ubicado en la Banda del Río Salí, al lado de San Miguel de Tucumán. Es el más grande de los ingenios tucumanos y el que produce la mayor cantidad de azúcar. La familia Paz era su propietaria. Fueron de los más activos colaboradores de los militares.
En el interior del ingenio Concepción funcionaba un helipuerto. El que más usó esas instalaciones fue Bussi, quien aterrizaba o despegaba en horarios insólitos. Es que al general le gustaba sorprender a propios y extraños con visitas e inspecciones en horarios inusuales. A eso debe sumársele que en “el chalet” del ingenio una dama patricia tenía para él la mesa servida las 24 horas del día.
La plata y los servicios prestados. Cuando Bussi inventó el Fondo Patriótico Azucarero, supuestamente para obligar a los industriales a solventar gastos de la administración que el Estado provincial no estaba en condiciones de pagar, la familia Paz figuró entre las que más apoyaron la iniciativa. Seguramente sabían que la irregular constitución de ese organismo que nunca rindió cuenta de lo ingresado ni de lo gastado iba a ser para la corrupción, pero eran conscientes de que de esa forma estaban pagando los servicios prestados por los “héroes” de la Operación Independencia. Para la recolección de dinero para ese fondo se sumaron todos los industriales azucareros de la provincia y los cañeros grandes, sus socios en el negocio.
Los trabajadores azucareros habían encabezado en 1974 las luchas contra el Pacto Social. Su huelga de más de dos semanas había paralizado completamente la actividad. La medida de fuerza se llevó a cabo con todo en contra: el gobierno nacional defendiendo su Pacto Social, el gobierno provincial apoyando a la oligarquía azucarera, los grupos terroristas estatales promoviendo acciones y persiguiendo al activismo gremial. Las estadísticas oficiales indican que después de esas jornadas memorables, los obreros del azúcar no volvieron a hacer huelgas hasta después de la dictadura. A eso debe sumársele la desaparición y muerte de decenas de dirigentes y activistas, el encarcelamiento de centenares de militantes, el despido y el éxodo de los díscolos. El último aumento salarial obtenido por los obreros azucareros fue el otorgado como consecuencia de la huelga de 1974. Después, sus salarios permanecieron congelados hasta la caída de la dictadura. Los barones del azúcar habían sido muy bien recompensados por los “héroes” de la guerra.
En 2010 la Justicia Federal ordenó el procesamiento de Bussi por delitos de lesa humanidad cometidos en la usurpación de los terrenos destinados a la edificación del pueblo Capitán Cáceres.
Pago de favores
El ingenio Concepción, de la familia Paz, aportó 800.000 dólares al Fondo Patriótico. Dos ex secretarios generales de su sindicato, Miguel Soria y Zoilo Reyes, fueron desaparecidos. Otros dos obreros del Concepción, Manuel Tajan, un joven peón del surco, integrante de la Comisión Directiva de Fotia y Bernardo Samuel Villalba, ex directivo de la central obrera azucarera y diputado nacional al momento del golpe de estado, también desaparecieron.
El titular del sindicato de La Fronterita, Jacobo Ortiz, fue secuestrado el día del golpe, después de haber convocado a una huelga en protesta por el asesinato de Atilio Santillán.
Simón Campos, ex secretario general del sindicato del ingenio Santa Rosa, también está desaparecido. Lo mismo que Leandro Fote, del ingenio San José y destacado dirigente del PRT. Ambos, junto a Benito Romano, integraron el grupo de diputados obreros elegidos en 1965.
Martín Décima, secretario general del sindicato de La Florida, fue secuestrado y nunca se supo nada de él. La esposa de Zoilo Reyes denunció que en la zona de influencia de los ingenios del este tucumano fueron secuestrados más de 300 trabajadores, muchos de ellos dirigentes y activistas sindicales.
El ingenio La Providencia aportó casi medio millón de dólares al Fondo Patriótico. El más destacado dirigente del sindicato de ese ingenio, Manuel Gallo Farías, fue secuestrado y tras ser “blanqueado”, pasó años en las cárceles de la dictadura.
El ingenio Leales, de la familia Prat Gay, aportó un cuarto de millón de dólares y cedió sus instalaciones para el funcionamiento de una base militar desde donde aseguraron la “paz social” con detenciones, secuestros y desapariciones. Lo mismo hizo el ingenio La Fronterita, del poderoso empresario Minetti, que contribuyó con casi medio millón de dólares al Fondo de Bussi y prestó sus instalaciones (los “conventillos”) para la represión contra sus obreros.
Un capítulo especial lo ocupa el destino de las propiedades de la estatal Conasa: los dirigentes y activistas de los sindicatos de los ingenios que la integraban (Bella Vista, San Juan, Santa Rosa, La Trinidad, La Florida y La Esperanza) fueron el blanco predilecto de la represión, que necesitaba silenciarlos, desaparecerlos, para desguazar y liquidar sus ingenios y sus cañaverales, que pasaron a manos privadas.
La colaboración económico-financiera de la oligarquía azucarera tucumana y los delitos perpetrados en el marco del asalto a Conasa son dos materias pendientes en la investigación de los crímenes de lesa humanidad cometidos en la provincia de Tucumán.
18/08/13 Miradas al Sur
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