Agosto. La palabra es marrón, con el reflejo morado del varillaje de los durazneros desnudos.
El frío sacrifica el perfume a la resistencia y sólo las violetas lo salvan bajo la ancha protección de sus hojas, abrigo de la tibia y triste estrellita, rescoldo de la vida que debe renacer.
El fulgor más resignado del invierno muere lentamente en la palidez de los limones, pero su ascua desfalleciente inflama de pronto la gran hoguera amarilla del aromo en flor. El frío inmoviliza el oleaje de sus arremetidas en torno a ese resplandor, que el hornero, maravillado, exalta. Sabe ya el pájaro que va a cocer el primer barro de su casa en este fuego. La llama incesante del amarillo está entibiando el aire. Y llegan entonces los días que sedimentan una suavidad en la cual descansa la sabiduría serena del invierno.
Se han templado, celestes, las mañanas y las tardes. Las higueras, brujas retorcidas, desmelenan al sol sus viboreantes crenchas de plata. En el suelo, las coquetas deshilachadas y desteñidas asoman sobre los terrones, y las caléndulas proclaman en su circular corola de flecos anaranjados que agosto nunca renunció a la luz. En ella se alzan las caritas curiosas de los pensamientos, que se empinan más allá de lo que parece permitir su pequeñita estatura. Lujosamente aterciopelado ostentan su violeta, su tono de yema y su morado, secreteando las cabecitas en el balanceo del aire, y se van después alegres, en manifestación numerosa, por los canteros.
La tregua se vuelve aburrimiento del invierno, desgano en el calor prematuro que ha de terminar su somnolencia enfermiza, con o sin descarga visible en la tonificación eléctrica de Santa Rosa.
Septiembre, sonoridad celeste, septiembre, glisado de arpa. Pero se le opone la obstinación del gris. Se han recompuesto los nublados y por muchos días no hay más sol que aquel dorado de las caléndulas que han resistido a las heladas.
Chubascos alborotadores, plomizos aires húmedos, postergan el advenimiento, para el que aprestan las calas, entre sus grandes escudos verdes, su corneta de terciopelo blanco. Y en medio de las penumbras invernizas ha brillado la milagrosa señal de la flor de durazno. No se sabe en qué momento. Las ramas chisporrotean, componiendo guirnaldas luminosas. En el muro de los grises se abre la transparencia rosada.
Ventarrones barredores luchan por el azul, rasgan telones anubarrados. La primavera es turbulenta, y su llegada parece la irrupción de una muchedumbre de obreros que levantan andamios y, en espectacular despliegue de labor, pintan, adornan, reparan, colorean, en movedizo y apresurado trajín, el escenario. El blanco y el lila de nuevos florecimientos cubren armazones pardos. La primavera tiene sus tules. ¡Velos coloreados de las glicinas! Sus gasas vuelan en pliegues de niebla nacarada.
Los malvones, curtidos proletarios del jardín, sonríen su bienvenida de veteranos.
La lluvia de gruesas gotas se vuelve rosada en el duraznero. Los brazos clamantes de los árboles aflojan su crispación. Los suaviza el fulgor esfumado de los brotes. Y un gorrión, con una pluma tan grande en el pico que parece una barba, se detiene a escuchar: savia, cómo bulles. Es el turno de todos los verdes. Sobre el cansado cerco de ligustrina brilla suavísima la pelusa de las hojitas mínimas. Las ramas del sauce se iluminan del verde más tierno, claridad gloriosa en la que canta juvenil la primavera. Los nomeolvides unen la salpicadura de su minúscula flor en una espumita azul. Sobre el tallo débil oscilan las anémonas su fina copa coloreada. Rojos asalmonados, rosas desvaídos, vinosos violetas, amarillos pálidos, multiplican este prodigio de tonos delicados, la maravillosa acuarela que en breve pincelada decora el vaso frágil.
La retama flexible estira sus puntas en oro verdoso. Y la primavera se vuelve olorosa en los alhelíes blancos y perfuma más densa en los alhelíes de delicado rosa viejo. La fragancia, que nació con el temblor de las glicinas, ahora se espesa porque ya es octubre. Entre las hojitas del mimbre el azul es más azul. La retama ya se ha encendido toda en la luz de su propio amarillo, amarillo sobre cielo, más frío que esta luminosidad cálida de los días. El aire es una traslúcida vibración verde de alegría vegetal.
Y octubre impetuoso se abre espléndido en sus rosales. Rosas blancas, rosas rosadas, rosas té. La rosa, gala y misterio de octubre. La pompa más fastuosa sometida a una forma estricta. La opulencia muelle, que el rigor estiliza en la gracia. La suntuosidad más sobria y reconcentrada de la naturaleza. La rosa, que en su estuche guarda el secreto de la geometría de la belleza, la espiral dormida de la nada y el corazón del infinito. La rosa fascina y, enigmática, calla, pero desde la síncopa vasta de todos sus silencios brota la música escarlata, y ya se escuchan los trompetazos de estas rosas rojas y, como roncos hondos violonchelos, estas oscuras rosas granates, en el supremo estallido de nuestro octubre vital, nuestro octubre maduro.
El frío sacrifica el perfume a la resistencia y sólo las violetas lo salvan bajo la ancha protección de sus hojas, abrigo de la tibia y triste estrellita, rescoldo de la vida que debe renacer.
El fulgor más resignado del invierno muere lentamente en la palidez de los limones, pero su ascua desfalleciente inflama de pronto la gran hoguera amarilla del aromo en flor. El frío inmoviliza el oleaje de sus arremetidas en torno a ese resplandor, que el hornero, maravillado, exalta. Sabe ya el pájaro que va a cocer el primer barro de su casa en este fuego. La llama incesante del amarillo está entibiando el aire. Y llegan entonces los días que sedimentan una suavidad en la cual descansa la sabiduría serena del invierno.
Se han templado, celestes, las mañanas y las tardes. Las higueras, brujas retorcidas, desmelenan al sol sus viboreantes crenchas de plata. En el suelo, las coquetas deshilachadas y desteñidas asoman sobre los terrones, y las caléndulas proclaman en su circular corola de flecos anaranjados que agosto nunca renunció a la luz. En ella se alzan las caritas curiosas de los pensamientos, que se empinan más allá de lo que parece permitir su pequeñita estatura. Lujosamente aterciopelado ostentan su violeta, su tono de yema y su morado, secreteando las cabecitas en el balanceo del aire, y se van después alegres, en manifestación numerosa, por los canteros.
La tregua se vuelve aburrimiento del invierno, desgano en el calor prematuro que ha de terminar su somnolencia enfermiza, con o sin descarga visible en la tonificación eléctrica de Santa Rosa.
Septiembre, sonoridad celeste, septiembre, glisado de arpa. Pero se le opone la obstinación del gris. Se han recompuesto los nublados y por muchos días no hay más sol que aquel dorado de las caléndulas que han resistido a las heladas.
Chubascos alborotadores, plomizos aires húmedos, postergan el advenimiento, para el que aprestan las calas, entre sus grandes escudos verdes, su corneta de terciopelo blanco. Y en medio de las penumbras invernizas ha brillado la milagrosa señal de la flor de durazno. No se sabe en qué momento. Las ramas chisporrotean, componiendo guirnaldas luminosas. En el muro de los grises se abre la transparencia rosada.
Ventarrones barredores luchan por el azul, rasgan telones anubarrados. La primavera es turbulenta, y su llegada parece la irrupción de una muchedumbre de obreros que levantan andamios y, en espectacular despliegue de labor, pintan, adornan, reparan, colorean, en movedizo y apresurado trajín, el escenario. El blanco y el lila de nuevos florecimientos cubren armazones pardos. La primavera tiene sus tules. ¡Velos coloreados de las glicinas! Sus gasas vuelan en pliegues de niebla nacarada.
Los malvones, curtidos proletarios del jardín, sonríen su bienvenida de veteranos.
La lluvia de gruesas gotas se vuelve rosada en el duraznero. Los brazos clamantes de los árboles aflojan su crispación. Los suaviza el fulgor esfumado de los brotes. Y un gorrión, con una pluma tan grande en el pico que parece una barba, se detiene a escuchar: savia, cómo bulles. Es el turno de todos los verdes. Sobre el cansado cerco de ligustrina brilla suavísima la pelusa de las hojitas mínimas. Las ramas del sauce se iluminan del verde más tierno, claridad gloriosa en la que canta juvenil la primavera. Los nomeolvides unen la salpicadura de su minúscula flor en una espumita azul. Sobre el tallo débil oscilan las anémonas su fina copa coloreada. Rojos asalmonados, rosas desvaídos, vinosos violetas, amarillos pálidos, multiplican este prodigio de tonos delicados, la maravillosa acuarela que en breve pincelada decora el vaso frágil.
La retama flexible estira sus puntas en oro verdoso. Y la primavera se vuelve olorosa en los alhelíes blancos y perfuma más densa en los alhelíes de delicado rosa viejo. La fragancia, que nació con el temblor de las glicinas, ahora se espesa porque ya es octubre. Entre las hojitas del mimbre el azul es más azul. La retama ya se ha encendido toda en la luz de su propio amarillo, amarillo sobre cielo, más frío que esta luminosidad cálida de los días. El aire es una traslúcida vibración verde de alegría vegetal.
Y octubre impetuoso se abre espléndido en sus rosales. Rosas blancas, rosas rosadas, rosas té. La rosa, gala y misterio de octubre. La pompa más fastuosa sometida a una forma estricta. La opulencia muelle, que el rigor estiliza en la gracia. La suntuosidad más sobria y reconcentrada de la naturaleza. La rosa, que en su estuche guarda el secreto de la geometría de la belleza, la espiral dormida de la nada y el corazón del infinito. La rosa fascina y, enigmática, calla, pero desde la síncopa vasta de todos sus silencios brota la música escarlata, y ya se escuchan los trompetazos de estas rosas rojas y, como roncos hondos violonchelos, estas oscuras rosas granates, en el supremo estallido de nuestro octubre vital, nuestro octubre maduro.
* Bernardo Verbitsky nació en Buenos Aires en 1907. Desde mucho antes de que en 1941 le otorgaran el primer premio del Concurso Ricardo Güiraldes (el jurado estuvo compuesto por Norah Lange, Guillermo de Torre y Jorge Luis Borges) a su obra Es difícil empezar a vivir, el nombre de Verbitsky había trascendido ampliamente los círculos literarios. Ya un vasto sector del público conocía sus penetrantes comentarios bibliográficos que se publicaban en el diario Noticias Gráficas bajo el título de Los libros por dentro. Con anterioridad fue redactor de Crítica y de otros órganos de prensa.
En 1942 apareció su ensayo Significación de Stefan Zweig; vino después, en 1947, una extensa novela, En esos años, que fue como una recopilación de recuerdos de las aberraciones y angustias que el mundo sufrió desde el instante en que los nazis se adueñaron del poder en Alemania. En 1950, publicó los cuentos de Café de los angelitos; en 1951, Una pequeña familia; y en 1953 sus novelas La esquina y Calles de tango, esta última trasladada luego al cine. De 1956 es Un noviazgo y de 1957 Villa Miseria también es América. Una narración breve, Vacaciones, y un ensayo acerca de El teatro de Arthur Miller se difundieron en 1959, al igual que los poemas incluidos en Megatón. La tierra es azul, una novela corta y tres relatos, es de 1961 y Hamlet y Don Quijote de papel de1966.
De Verbitsky ha dicho Martín Alberto Noel: la deliberada objetividad relativa con que ‘muestra’ al país, brota casi siempre un discreto lirismo, una suerte de contenida emoción piadosa, elementos que transfiguran en sustancia artística lo que —de otro modo— sería sólo crónica. Y a este alto mérito se suma otro que distingue a Verbitsky de muchos de sus colegas (...): el de la calidad de su prosa que aúna lúcidamente el decoro formal con las indispensables concesiones al vulgarismo y el lunfardo.
Pedro Orgambide, por su parte, nos dice sobre Verbitsky que “es, de manera bien explícita, el novelista del alud inmigratorio de la Argentina, de los inmigrantes y de sus hijos, porque en estos prevalece todavía, por imperio de la sangre, la vital intimidad de los padres.”
Bernardo Verbitski murió en 1979, cuando en su patria soplaban malos vientos.
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