El mundo ha ingresado a una etapa donde se perfilan los desafíos más peligrosos que cabe imaginar. La geopolítica es clave para presumir la evolución de la realidad global.
El amplio triunfo de los conservadores en Gran Bretaña, en una elección cuyo desenlace las encuestas daban como un reñido cabeza a cabeza con el partido Laborista, nos pone frente a dos hechos incontrastables: primero, que las encuestas no son fiables y, segundo, que buena parte del electorado de los países centrales está, de momento al menos, predispuesta a admitir las políticas de derecha caracterizadas por el ajuste y la concentración de la riqueza, a la espera de que el espejismo neoliberal de la teoría del derrame se corporice de una buena vez.
Esto puede producir cierto desconcierto, proviniendo de sociedades que fueron baluartes del estado de bienestar hasta hace poco, pero, como se ha dicho muchas veces, ante la reducción de la socialdemocracia a una variante del pensamiento neoconservador, el público suele preferir a la versión genuina de este por sobre su imitación barnizada con un toque de progresismo que no traspasa el umbral de su enunciación abstracta, mientras que en la práctica aplica de manera igualmente implacable las políticas de ajuste a expensas de los sectores de menores recursos. Esta situación de estasis es contradicha por el pulular de unas protestas populares a las que los referentes orgánicos del establishment, agrupados en la prensa corporativa, creen ofender al calificarlas como “populistas”, dando a esta expresión un sesgo demagógico con el que se quiere agraciar a movimientos como Podemos o Syriza.
Ahora bien, si en estos movimientos no hay demagogia sino una expresión de genuina resistencia al retorno al capitalismo salvaje, se debe reconocer que todavía están lejos de configurarse como alternativas de gobierno dotadas del peso específico que deberían tener para oponerse al diktat del sistema. No hay en ellos estructuras partidarias orgánicas que sean capaces de brindar una alternativa de poder. Curiosamente, esta opción puede discernirse más bien en la derecha, como en el caso del Frente Nacional de Marine Le Pen en Francia, que se dice dispuesta a romper con la dependencia de su país respecto a Washington y al euro, buscando en cambio una aproximación a Rusia que restaure el equilibrio geopolítico entre Europa y Estados Unidos. Pero, en el hipotético caso del triunfo de esta variante, se abriría una incógnita muy seria acerca de cómo esa formación política de derechas podría dejar de agravar otro problema acuciante que planea sobre el viejo mundo: el de la inmigración, la xenofobia y la tensión entre laicismo, cristianismo e islamismo, exasperada por una desigualdad social creciente
Sin una drástica remodelación de las políticas dirigidas hacia el África negra y las zonas de conflicto, que concluya con la injerencia y que, en vez de martirizar a los países de la zona, coadyuve a su desarrollo, el problema subsistirá. Una remodelación de este género, sin embargo, haría que el imperialismo dejara de ser imperialismo, y no hay indicios de que esto llegue a acontecer alguna vez como consecuencia de una súbita inyección de racionalismo en el meollo de un sistema que se caracteriza, precisamente, por ser irracional hasta la médula.
El factor que incide en el aplanamiento de la resistencia al capitalismo salvaje y en la dificultad de integrar una oposición eficaz contra este, es la fragmentación o incluso atomización de la masa laboral que conformó hasta hace poco el núcleo duro de las corrientes de izquierda. Esto es una consecuencia de la modificación de las modalidades productivas en la sociedad tecnológica y del paso, en el occidente desarrollado, de una economía de producción a otra de especulación. Como, con mucha pertinencia dice Atilio Borón, “las clases sociales se homogeneizaron arriba y se heterogeneizaron abajo”. Los instrumentos conductores de la burguesía –el FMI, el Banco Mundial, el complejo militar-industrial, las empresas, los fondos buitre y las corporaciones mediáticas y financieras- se vinculan entre sí y son capaces de articular políticas concentradas y calculadas a largo plazo, como sucede en las reuniones anuales en Davos. En el polo opuesto la dispersión de la masa proletaria de occidente, su extinción en algunos casos; su caída en el empleo precario y el confinamiento de sus sectores más avanzados en un trabajo a domicilio donde, gracias a las técnicas de la comunicación informática y a la comodidad del trabajo doméstico, se hace posible desarrollar actividades sin límite de horario, aumentando la auto-explotación del empleado, implican el desarme del factor social que padece opresión.
Un panorama tenebroso
No es este un cuadro que estimule el optimismo. En especial cuando vemos que, a pesar de los pronósticos que anuncian “la caída del imperio americano”, este sigue detentando la ventaja: como dice Tariq Ali, combina un “poder blando” que se conjuga a un “poder duro” que hasta aquí han demostrado ser muy eficaces. El primero está configurado por el dominio financiero combinado con la informática, que hace que los activos dinerarios pierdan consistencia y se conviertan en una entidad volátil, que emigra de un segundo para otro del lugar en que se encuentra. Esto hace del capital un factor concentrado y al mismo tiempo inasible. Y luego viene la capacidad –que deviene de ese poder- para la saturación mediática, traducida también en una influencia cultural que se manifiesta a través de la música, el cine, la televisión, las agencias informativas y la exportación de modas intelectuales o vestimentarias.
En cuanto al “poder duro”, procede de la capacidad que tiene la oligarquía política de Estados Unidos para acaparar la tecnología de punta y revertirla en una formidable máquina militar que le permite –por ahora- destruir y ocupar los países a los que estima peligrosos para el sistema o que pueden brindarle recursos estratégicos de los cuales entiende apoderarse, o bien privar de ellos a las potencias rivales. El desequilibrio económico que el armamentismo y la guerra induce en la sociedad norteamericana es muy grande, pero hasta aquí el control policíaco y las mallas del sistema judicial –que el norteamericano medio reverencia hasta extremos inusitados- mantienen la protesta dentro unos márgenes tolerables.
Estimular la locura en los países saqueados a través de la hambruna, las guerras étnicas y confesionales, política a la cual el imperialismo se ha aplicado con fervor después de la caída de la Unión Soviética, permite asimismo la floración de otro elemento que es convocado como herramienta útil para perfeccionar los mecanismos represivos que son indispensables para disciplinar a las sociedades metropolitanas que podrían sentir nostalgia del estado de bienestar. Ese elemento no es otro que la locura, corporizada en el terrorismo. Un terrorismo que no se equipara ni de lejos al que la OTAN aplica en África, el medio oriente o el Asia central, pero que, disociado por la propaganda de sus raíces que abrevan en la injusticia más radical, explota ante el mundo como la expresión espontánea de la brutalidad incivilizada de los pueblos islámicos, que profesan creencias bárbaras y son la expresión de la antimodernidad…
La demostración del carácter complejo de esta ecuación, la denuncia de la aberración intelectual que la favorece, es cosa vedada en las cadenas informativas de gran alcance. Los comunicadores del sistema se retuercen las manos ante el espectáculo de los miles de migrantes que se ahogan en el Mediterráneo escapando del África o el medio oriente en llamas, pero siguen negándose a ver el móvil básico de ese movimiento, la injerencia imperial, mientras atribuyen el desastre, con hipócrita paternalismo, a la inmadurez o la bestialidad de los pueblos atrasados. Como señalamos en una nota reciente, esta es la nueva versión del “fardo del hombre blanco”.
Frente al círculo de hierro al que se ve abocado el mundo, no parece existir otra alternativa para romper el impasse que un gran trastorno geopolítico. Los elementos están presentes para que este se produzca, y a una escala impresionante. Claro que ese trastorno, de producirse, arriesgaría arrastrar a la humanidad al apocalipsis de una tercera guerra mundial. De hecho, si no existiesen las armas nucleares, a esta altura de las cosas la situación en Ucrania hubiera precipitado una guerra convencional de enormes dimensiones. La provocación norteamericana contra Rusia, empujándola a atrincherarse en su última línea de defensa es, efecto, un factor de riesgo extremo. En condiciones “normales” Rusia podría haber ocupado a Ucrania y expulsado a la pandilla de neonazis que gobiernan en Kiev. Provocar esa movida era y es el deseo que subyace a la ofensiva política, económica y mediática contra Rusia, pues implicaría enredar a Moscú en un problema irresoluble y pintarla como un estado agresor. Hasta aquí, sin embargo, Putin se ha negado a darle el gusto a los halcones de la CIA y el Pentágono.
La agresividad norteamericana es acompañada, aunque de una manera un tanto reluctante, por los aliados europeos de Washington, que parecen haber perdido el último adarme de independencia y dignidad que les quedaba. Pues no cabe duda de que cualquier conflicto en el “frente oriental” tensaría las relaciones sociales en Europa misma hasta límites intolerables.
A Vladimir Putin y al grupo dirigente civil y militar que lo respalda, no le queda otra que seguir recostándose en la construcción de un gran frente euroasiático con China, cuidando la relación con Irán, India y Pakistán; instrumentando a los BRICS como un poder económico de peso en el ámbito global, ayudando a la resistencia en Donetsk y atendiendo al sentimiento nacional ruso; que es, en última instancia, el factor que sostiene todo el entramado. El potencial productivo, energético y bélico del bloque euroasiático es inmenso; en consecuencia pararle los pies se ha convertido en un objetivo de primera prioridad para los geoestrategas norteamericanos. El mayor desafío que tiene este plan es el poderío militar ruso, pacientemente reconstruido por Putin desde su arribo al poder. Para lograr este objetivo se tiene la sensación de que el establishment norteamericano está dispuesto a arriesgar mucho.
Con el alborear del siglo en Suramérica había despuntado una experiencia interesante, dirigida a cobrar independencia del Norte y a dar pasos fundamentales para la construcción de un subcontinente integrado. Ahora ese esperanzador panorama está mostrando serias grietas, debidas tanto a la presión imperialista como a la inmadurez o la complicidad de las burguesías locales, presas de una dependencia psicológica, cultural y económica que las inhabilita para actuar como actores autónomos en un proceso de unidad. Su miopía es equivalente a su codicia, a su ignorancia y a su carencia de voluntad histórica, por lo que cualquier intento de modificar en serio las estructuras de la dependencia sólo puede contar con ellas si se las disciplina desde el Estado, con la contribución de los sectores sociales predispuestos al cambio. Esto se está poniendo en evidencia no sólo en el carácter trunco que han tenido los procesos de reforma, a pesar de los éxitos obtenidos, sino también por la blandura que un gobierno como el de Brasil –la pieza clave del proyecto integrador- demuestra para afrontar la ofensiva de la burguesía paulista, de los consorcios financieros y de amplios sectores de clase media enajenados por la moralina de la anticorrupción a propósito del caso Petrobras y que no caen en la cuenta de que de lo que se trata es de limpiar la podredumbre, no de demoler el palacio donde esta se ha aposentado. De persistirse en este rumbo el Mercosur, aunque no dejara de existir, se desinflaría sin remedio. E incluso la participación brasileña en el BRICS podría ser revisada…
A su vez Uruguay, tras la partida de Mugica, ha ingresado a un plano inclinado que podría orientarlo hacia la Alianza del Pacífico más que al Mercosur. Paraguay es un caso parecido. Chile, con Perú, Colombia y México forma parte de la alianza la que nos referimos y que no es otra cosa que la reproposición del ALCA (Alianza para el Libre Comercio de las Américas) que fue defenestrada por Néstor Kirchner, Lula da Silva y Hugo Chávez en la cumbre de Mar del Plata en 2005. Echada por la ventana, ahora vuelve por la puerta de atrás.
Sólo Venezuela, Ecuador, Bolivia y Argentina continúan levantando con desigual convicción el estandarte de la soberanía. Mientras se espera el regreso de Brasil a una empresa de la que no debe estar ausente, esta es una base sobre la cual se puede seguir trabajando.
Fuente: http://www.enriquelacolla.com/sitio/notas.php?id=423
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