Ya es casi una frase hecha decir que el Mediterráneo se ha convertido en una fosa común. Aquel Mediterráneo al que le cantaba Serrat se fue volviendo en los últimos años una fosa en cuyo fondo yacen miles de hombres, mujeres y niños que no tienen nombres. No se saben los nombres de los ahogados. Son inmigrantes ilegales, gente que es castigada hasta después de muerta con el NN del anonimato, de la cosificación. No se sabe qué historias han recorrido ni qué caminos han tomado ni de qué pestes huyen, porque no todos vienen del mismo lugar ni escapan de las mismas cosas. Los que empezaron siendo marroquíes, y cruzaban el mar que estaba al lado para llegar a Europa, ahora vienen de miles de kilómetros más al sur, desde los confines subsaharianos de ese continente del que no tenemos la menor idea. Los de más al sur huyen del hambre. El año pasado esos lugares eran Sudán, Tánger, Eritrea.
Otros, por ejemplo los más de 800 que se ahogaron en un solo día del último abril en el canal de Sicilia, huyen también de la pobreza extrema, pero sobre todo de la guerra. Ahora llegan desde Libia, donde desde que la OTAN intervino y tomó como botín endiablado a Muammar Khadafi, el pueblo libio no fue liberado del tirano sino empujado a una guerra civil inacabada, sometido a la violencia de los grupos extremistas que habían sido financiados por Estados Unidos para usarlos como fuerza de choque contra Khadafi. De uno de esos grupos, el más feroz, nació el ISIS.
Desde que terminó la Guerra Fría, y el fanatismo neoliberal causó en Occidente todos los estragos y los infinitos núcleos de dolor humano que conocemos perfectamente, algo estuvo también pasando en Africa, que quedó, como América latina, a merced del mundo unipolar tutelado por Estados Unidos con la participación activa de Europa. Eso que pasó en Africa no lo sabemos, no forma parte de nuestras agendas, también para nosotros Africa es un continente indefinido y borroneado sobre el que, en general, no podríamos opinar seriamente más allá de unas líneas. Pero hoy la frontera sur europea es la más mortal del mundo, y los que mueren son africanos. Son cada vez más, y más. En 2014, 3224 personas murieron al intentar cruzar el Mediterráneo en pateras maltrechas. Muchos de ellos lo hicieron a la vista de los buques guardacostas que no los rescataron. Y no se saben los nombres de los muertos. No se sabe nada, nadie se hace responsable, ni siquiera hay luto o duelo o conmiseración.
Ese número cerrado de 2014 fue, sin embargo, más bajo que el del año anterior y con toda seguridad que el que arrojará 2015, que está batiendo records. Tuvo que ver con la disminución de víctimas la primera acción de Estado del papa Francisco, cuyo primer viaje ya ungido Papa puso proa a Lampedusa. Esa visita inesperada del nuevo Papa puso a Europa en aprietos, y surgió la operación Mare Nostrum, que dotó de recursos a los equipos de rescate. Mare Nostrum concluyó en noviembre de 2014, pese a que su curso estaba bien y debía ser reforzado. Hubo recorte de gasto público. Hoy está vigente la Operación Tritón, que obedece a otra lógica: en lugar de desplegar equipos de rescate, Europa abandona el mar y lo que refuerza son sus propias fronteras. Los ministros de la UE reunidos la semana pasada decidieron eso, además de aportar otro tipo de ideas, como la de perseguir a los traficantes de personas, los dueños de las pateras, o hundirlas directamente en Africa, antes de su salida.
Europa, la vieja y desvencijada Europa –desvencijada sobre todo en su parte más cruel, su parte sur–, se ha convertido en una inmensa fortaleza que como un castillo medieval levanta sus puentes y se atrinchera para repeler a quienes debería refugiar, no sólo por piedad sino más bien por responsabilidad. Los africanos escapan de las pesadillas que no engendraron ellos, sino el colonialismo y la geopolítica a la que fueron condenados después de la Segunda Guerra.
Esos que mueren todos los días son NN, una sigla que se multiplica en otros territorios arrasados por la violencia. Aquí la conocimos. Enrico Calamai fue cónsul italiano en la Argentina entre 1972 y 1977. En ese último año, trabajó frenéticamente para sacar a más de trescientas personas de la Argentina y permitirles la entrada a Italia. Mientras se tramitaban los documentos esas personas eran protegidas. A muchos el propio Calamai les encontró dónde alojarse en los días en los que sus vidas corrían peligro. En 2004, Enrico Calamai recibió la Cruz de la Orden del Libertador San Martín en grado de Comendador. Ahora, Calamai ha fundado el Comité por la Verdad y la Justicia para los Nuevos Desaparecidos. Los nuevos desaparecidos son los africanos que mueren ahogados.
¿Por qué los llama así, por qué equipara lo que sucede ahora en el Mediterráneo con lo que él vivió en la Argentina durante la etapa más salvaje de la dictadura?, le pregunté por teléfono hace una semana. “La razón es que así como sucedió en la Argentina hace cuarenta años, y como cuarenta años antes había sucedido en Alemania, con la Solución Final, se vuelve a dar un genocidio. En la Europa todavía rica y abundante del 2000, ya aparece la estrategia de hacer desaparecer a los inmigrantes. En un sistema neoliberal en el que se recorta el gasto público y hay menos sanidad, menos educación, menos transporte público, menos pensiones, el hecho de que llegue gente nueva crea una lucha de pobres contra pobres. Es desestabilizante, y es considerado un peligro por la OTAN. Entonces para resolver el problema lo que se ha decidido es que esta gente no llegue. Que esta gente desaparezca en el viaje. La estrategia es que se eliminen solos, en el mar, para que nadie los vea morir, y que esas desapariciones no sean percibidas.”
Lo que dice Calamai parece demasiado monstruoso, pero a la luz de las experiencias históricas que él mismo refiere, la humanidad ha demostrado ser capaz de monstruosidades inimaginables. Una prueba de ello es cómo funcionan el alma y la cabeza de la columnista del diario británico The Sun, Katie Hopkins. En una columna que el Alto Comisionado de la ONU para Derechos Humanos criticó formalmente, Katie Hopkins se refirió a los africanos como “cucarachas” y “plaga de humanos salvajes” y “un nuevo tipo de virus”. Sugirió que era “una buena idea” perforarles los barcos para se ahoguen más. Y concluyó: “Muéstrame fotos de ataúdes, muéstrame cuerpos flotando en el agua, música de violines y personas delgadas con cara de tristeza. No me importa”.
Lo que dice Katie Hopkins brutalmente lo dice Europa desde hace años y todos los días con sus políticas: no me importa, no me importa.
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