Por Eric Nepomuceno
Cuánta razón tenia T.S.Eliot al decir que abril es el más cruel de los meses. En la mañana de un lunes de abril se fue Eduardo Galeano. Y, con él, 42 años de mi vida.
Ayer mismo, alguien me preguntó cuál la memoria más nítida que traigo de él. Y es que no hay una: hay centenares, hay miles.
Podría, por ejemplo, mencionar la imagen de los dos últimos encuentros nuestros, en enero, en su casa de Montevideo. O recordar el primero, en un día incierto de marzo de 1973, en Buenos Aires. Y así, a lo largo de cada uno de los meses de cada uno de todos esos años, y en un sinfín de lugares mundo adentro y mundo afuera, traigo conmigo una presencia permanente, indispensable, la presencia de Eduardo, inseparable de la memoria que tengo de mí mismo.
El Eduardo que se fue es y será siempre una de las figuras más cruciales y decisivas de mi formación. Se fue mi hermano mayor, se fue aquél que me abrió las puertas de un mundo mucho más ancho y amplio de lo que yo jamás podría imaginar.
He conocido, a lo largo de la vida, poca, poquísima gente con la entereza, la integridad, la honestidad de Eduardo. Y con su generosa solidaridad con los desposeídos, los relegados, los despreciados, los oprimidos. Era de un rigor y de una exigencia a toda prueba, con él y con los amigos más cercanos. Podía ser implacable. Y, al mismo tiempo, tenía una enorme capacidad de comprensión con los errores ajenos, principalmente los cometidos por quien jamás tuvo nada.
Con el tiempo, Eduardo supo transformar los ímpetus jóvenes en una serena madurez. Cambió varios de sus puntos de vista para lograr ver más lejos y más amplio, sin traicionar ninguno de sus principios ni por un instante.
Era de una sinceridad sin límites, uno de los raros hombres que supieron criticar de manera leal y permanecer fieles. Así fue, con los amigos más cercanos e íntimos pero también con los procesos políticos que, alguna vez, correspondieron a su visión de la vida y del mundo.
Hace décadas oí, de Darcy Ribeiro, una frase que ahora me vino, al pensar en Eduardo. Dijo Darcy que, en nuestra América, no tenemos más que dos caminos: ser resignados, o ser indignados.
Así ha sido mi hermano Eduardo: un indignado permanente frente a las injusticias, las humillaciones de un sistema basado en la desigualdad extrema, los desmandes que destruyen al planeta. Supo entender, y hace tiempo, que el mismo sistema de injusticia que aniquila futuros y esperanzas es el que destroza la vida en todas sus formas y dimensiones.
Tenía manos pequeñas, como de un niño. Con esas manos quiso abrazar el mundo, con ellas quiso rescatar la memoria colectiva, acariciar la esperanza. Y lo hizo.
Abril es, sí, el más cruel de los meses. Es el mes, como dijo Eliot, en que “los árboles muertos ya no te cobijan, y el canto de los grillos no consuela”.
En un abril, el del año pasado, se fue el Gabo. Y ahora, se fue mi hermano mayor, el que me abrió las puertas de otro mundo, que era mío aunque yo no supiese, y me enseñó a apoderarme de ese mundo y dejarme ser apoderado por él.
Nada me consuela en este abril, ni en los que vendrán.
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