1ª Parte, la Independencia de Texas.
Todos los que bien me conocen saben de mi particular sentimiento de amistad y admiración por los Estados Unidos de América, una de mis tres patrias, y la que posiblemente ha hecho más por moldear mi visión del mundo. No lo niego, siento gran respeto por esa gran nación y sus gentes, y un profundo agradecimiento por la educación, amistad y cobijo que me dieron. No obstante, dichas alabanzas no son obstáculo que me impida criticarlos por algunas de sus acciones pasadas y presentes, todo lo contrario, pues el mejor amigo no es el que te adula sin contemplaciones, sino el que te dice la verdad a la cara, y eso es lo que pretendo hacer hoy. El tema que nos ocupa está entre los episodios más vergonzosos de la historia de ese país, el robo por la fuerza de grandes extensiones de territorio al país vecino del sur, un México ocupado con problemas internos y falta de liderazgo, del que unos hombres sin escrúpulos en Washington se aprovecharon para alcanzar su “Destino Manifiesto”.
En 1843, México era una recién nacida república intentando encontrar su lugar en el mundo. Desgraciadamente para los ciudadanos de esa nación, desde su independencia de España en 1821 (e incluso desde antes) no habían visto más que hombres corruptos e inútiles en las riendas del estado, algo que se sigue repitiendo, por cierto. México ocupaba entonces una extensión de más de cuatro millones y medio de kilómetros cuadrados, pero los territorios al norte del Rio Grande apenas y recibían la atención del gobierno central debido a la distancia y a la poca densidad de población o de riqueza aparente de California y Nuevo México. Los Estados Unidos, por el contrario, se encontraban en una etapa de expansión hacia el oeste, buscando construir una potencia continental a costa de su vecino del sur. Unos años antes, en 1836, Texas se había independizado de México y había pedido su ingreso en la Unión, que conseguiría en 1845 después de una década como república independiente.
“Destino Manifiesto”.
Es muy importante destacar que por aquel entonces, existía entre un buen número de políticos norteamericanos, especialmente en el Partido Demócrata, la creencia de que los colonos estaban destinados a expandirse por todo el continente. La política no oficial del “Destino Manifiesto” se basaba, de acuerdo con el historiador William E. Weeks, en tres temas fundamentales:
- Las virtudes del pueblo norteamericano y sus instituciones;
- La misión de expandir estas instituciones, redimiendo así y rehaciendo el mundo a imagen de los Estados Unidos;
- El destino de Dios para hacer su trabajo.
Destino Manifiesto no era una política consensuada y mucho menos defendida por todos. El partido Whig y muchos demócratas, se oponían a la política expansionista arguyendo que precisamente el ejemplo debía ser la virtud de sus instituciones democráticas, y que cualquier expansión por conquista desvirtuaba la supremacía moral que los Estados Unidos buscaban transmitir. Se suponía que nuevos estados democráticos serían aceptados dentro de la Unión, voluntariamente, y no que el gobierno utilizaría la fuerza para conquistar nuevos territorios. Sin embargo, como podremos ver en estas líneas, los defensores del Destino Manifiesto se llevaron el gato al agua, principalmente con la ayuda del Presidente Demócrata James K. Polk, elegido en 1844.
Colonización con premeditación.
Hace un par de décadas tuve la oportunidad de visitar la ciudad de Nacogdoches, Texas, en donde se encuentra la Universidad Stephen F. Austin y un museo dedicado a ese “héroe” de la independencia tejana. Entre los objetos de la colección, se encontraba la página de un periódico mexicano de la época, con una columna aparentemente desapercibida para los curadores en la que se criticaba el flujo masivo de inmigrantes blancos hacia el territorio. Las mismas quejas que podemos leer actualmente contra la inmigración, que si olían mal, que si vivían todos amontonados en pequeñas viviendas o que eran muy ruidosos y bebían mucho. Al menos en los números no les faltaba razón, pues para 1836, los colonizadores caucásicos superaban a los hispanos en una proporción de 4 a 1, 30.000 anglos por 7.800 mexicanos.
El origen de la inmigración anglosajona a Texas se remonta a 1820, cuando Stephen F. Austin, defensor a ultranza del “Destino Manifiesto”, organizó una partida con 300 familias para asentarse en el territorio con una licencia otorgada por el gobierno mexicano, que buscaba crear una barrera entre los residentes tejanos y las tribus comanches que aún merodeaban en el oeste. Austin, sin embargo, ignoró las cláusulas del contrato y fundó sus colonias en las tierras fértiles del este, que además estaban mejor conectadas a las rutas de comercio con los Estados Unidos. Para 1829 los colonos invitados ya eran la mayoría, y comenzaban a revolverse.
México puso entonces límites a más inmigración, aunque esta continuó ilegalmente, reinstauró el impuesto a la propiedad y subió las tarifas a productos norteamericanos, pero las medidas sólo consiguieron fomentar el rechazo y los sentimientos de independencia. En 1834, para paliar los intentos de independencia, el dictador mexicano Antonio López de Santa Anna decidió revocar la Constitución Federalista de 1824 y re-centralizar el país, pero sólo consiguió que Austin se levantara en armas con un ejército de colonos y mercenarios llegados de los Estados Unidos. Santa Anna marchó a Texas con sus tropas y venció a los rebeldes en el sitio de El Álamo, pero poco después fue derrotado en la Batalla de San Jacinto por el ejército tejano bajo el mando de Sam Houston. El general Santa Anna fue capturado y obligado a firmar un tratado que reconocía la independencia de Texas, documento que fue rechazado por el congreso mexicano y nunca reconocido, pues había sido obtenido bajo coerción. Pero la política de hechos consumados pudo más que cualquier intento por recuperar el territorio. Francia, Inglaterra y Estados Unidos, cómo no, reconocieron la independencia de la nueva república y advirtieron a México contra cualquier intento de reconquistarla. Peor aún, las fronteras de la nueva nación nunca fueron reconocidas por los mexicanos, pues Austin las había dibujado unilateralmente, y ni siquiera el gobierno norteamericano las dio por buenas cuando aceptó a Texas como nuevo estado de la Unión en 1845. Fait accompli, pero muy pronto la falta de acuerdo y la continua política expansionista de Polk desembocarían en un nuevo conflicto.
Mientras los cañones de Texas se enfriaban y se preparaba la pantomima de la aceptación en la Unión del nuevo estado (sin que se hubiese resuelto la cuestión de las fronteras), elpresidente Polk ya tenía los ojos puestos en aún más territorio mexicano con la intención de anexionárselo. Según el Tratado de Velasco,firmados por el general Santa Anna estando prisionero, la frontera de Texas llegaba hasta el Rio Grande, lo que doblaría su territorio, pero recordemos que el gobierno mexicano nunca aceptó ese tratado por haber sido firmado bajo coerción. En su lugar, México defendía que la República de Texas terminaba en el Rio Nueces, donde siempre lo había hecho. En el verano de 1845, cuando Texas aún no era oficialmente un estado, Polk envió al general Zachary Taylor al Rio Nueces con la intención de cruzarlo y apoderarse de las tierras al oeste, que nunca habían sido parte de Texas, pero que Polk veía como propias en su particular visión del “Destino Manifiesto”.
Al mismo tiempo que presionaba a México por las fronteras tejanas, el habitante de la Casa Blanca ya preparaba su invasión de California. Para ello se valió del aventurero, explorador y soldado John C. Frémont, un buscavidas, un “trepa” que no había dudado en casarse con la hija de un influyente político para mejorar su situación. Casualmente, o eso dirán algunos, su suegro fue el senador Thomas Hart Benton, líder del partido demócrata durante más de treinta años y uno de los más aguerridos promotores de la expansión estadounidense a costa de México. Frémont no había sido un buen estudiante, pero se le daban bien las matemáticas, por ello, consiguió sacar un título de maestro y con ese documento bajo el brazo se embarcó para dar clases a los marinos de la armada. Aprovechando la formación gratuita que la US Navy proporcionaba a sus hombres, Frémont adquirió conocimientos de cartografía que le sirvieron para entrar como Segundo Teniente al Cuerpo de Ingenieros Topográficos en 1838, trabajando durante los tres siguientes años en el mapeado de las comarcas de los ríos Mississippi y Missouri. Pero el matrimonio le vino muy bien al ambicioso soldado, que gracias a su poderoso suegro pasó de un simple asistente a liderar las próximas expediciones “cartográficas”.
Al senador también le vino muy bien que su yerno fuese un hombre sin escrúpulos. Como ya hemos visto, Benton defendía la política expansionista de los Estados Unidos, y encontró en Frémont la herramienta ideal para alcanzar sus objetivos, eso sí, disfrazando sus expediciones de reconocimiento militar como “científicas”. La primera de las salidas tuvo lugar en el verano de 1845 y se limitó a cartografiar la zona oeste del Territorio de Louisiana, exactamente hasta South Pass, en el actual estado de Wyoming, donde se iniciaba el “Camino de Oregón”, la pista de tierra utilizada por tramperos, cazadores y los primeros inmigrantes del oeste americano. El éxito de la misión, proporcionó a Frémont y Benton la oportunidad de organizar una segunda al año siguiente, más ambiciosa, y más secreta.
El objetivo anunciado era explorar la segunda mitad del “Camino de Oregón”, cosa que logró sin problemas llegando al Fuerte Vancouver en la ribera del Rio Columbia a finales del verano de 1843. Luego, sin previo aviso y sin el consentimiento de sus patrocinadores en Washington, Frémont, su guía Kit Carson y los veinticinco hombres de la expedición, marcharon hacia el sur entrando en Nevada, ya en territorio mexicano, y poco más tarde, cruzando Sierra Nevada y explorando varios pasos de montaña cruzó hacia el Lago Tahoe y descendió hasta el Fuerte Sutter, en la actual capital californiana de Sacramento. El gobierno mexicano tomó nota pero no puso pegas a lo que se suponía era una misión de estudio del terreno y el mapeado de rutas, un error que los mexicanos pagarían caro. De vuelta en Washington, Frémont produjo una serie de mapas del oeste publicados y ampliamente publicitados por el Congreso de los Estados Unidos. Dichos mapas serían utilizados por la mayoría de inmigrantes y buscadores de oro a partir del descubrimiento del preciado metal en 1848, casualmente, cuando ya los Estados Unidos habían ocupado California militarmente, pero ese es un tema que desarrollaré por separado en las próximas semanas.
En junio de 1845 partió una nueva expedición con 62 hombres al mando de Frémont (dos semanas después de que este se reuniese con el presidente Polk en Washington), Kit Carson era nuevamente el guía y el objetivo era encontrar la fuente del Rio Arkansas, en algún lugar al este de las Montañas Rocosas. Hubo un cierto revuelo entre algunos opositores de “Destino Manifiesto” al enterarse de que Frémont llevaba consigo rifles no autorizados y un cañón Howitzer con 250 kilos de munición, en contra de sus órdenes de dedicarse exclusivamente a cartografiar. Cuando el jefe del cuerpo de topógrafos se enteró, envió un telegrama a Freemont ordenándole que se detuviera, pero el mensaje fue enviado a su casa y recibido por su esposa. Jossie, en lugar de reenviarlo a su marido, le envió un mensaje diciéndole: “No importa lo que pase, sigue adelante”. El insaciable arribista no sólo siguió su camino sino que, una vez llegado al Arkansas, se desvió rápidamente sin previo aviso hacia California, llegando al Valle de de Sacramento a principios de 1846. Una vez ahí, y muy probablemente a instancias de sus jefes en Washington, Frémont se dedicó a incitar los sentimientos de independencia de los inmigrantes anglos, prometiéndoles que si declaraban la independencia, los apoyaría con sus tropas. Sus actividades sediciosas casi le cuestan un enfrentamiento con el ejército mexicano, pero viendo ya que el virus de la independencia había entrado en el cuerpo de colonos, prefirió dar marcha atrás y esperar un mejor momento.
Esa oportunidad le llegó tan sólo unos meses después cuando Polk ordenó la invasión del territorio mexicano en Texas. Supuestamente, la excusa fue la muerte por parte del ejército mexicano de 16 miembros de una patrulla estadounidense, pero hay evidencia de que el presidente estadounidense y su gobierno llevaban meses preparándose para la guerra. No sólo había enviado casi 5.000 hombres a Texas, sino que casi la mitad de la flota había partido de sus puertos en la costa este hacia California, ya con órdenes de capturar puertos mexicanos con sólo escuchar rumores de guerra. El congreso de Estados Unidos declaró la guerra a México el 13 de mayo, peo el Comodoro Sloat ordenó tomar los puertos de la Alta California y sus buques entraron en Monterey el 7 de julio, y dos días después en Yerba Buena (San Francisco), sin tener confirmación del estado de guerra entre las dos naciones. Pocos días después, los marinos se unieron a las fuerzas de Frémont y capturaron Sacramento y otras ciudades del norte, casi todas sin derramamiento de sangre, pues estaban pobladas en su mayoría por colonos anglosajones. En unos meses, el trabajo coordinado de los “cartógrafos” de Frémont y los marinos había conquistado las poblaciones del sur, incluidas Los Ángeles y San Diego. El robo se había consumado.
Seguramente habrá lectores a quienes les parezca exagerado mi uso del término “robo”, y respeto sus opiniones. Pero no cabe duda que la conquista del noroeste mexicano se llevó a cabo con premeditación, alevosía y ventaja. El “Destino Manifiesto” así lo exponía, y las acciones de Polk lo comprueban. Estados Unidos quería anexionarse dos millones y medio de kilómetros cuadrados, y lo consiguió a base de artimañas, excusas y violentas provocaciones. Frémont fue parte integral del robo, pues sus expediciones, más que partidas exploratorias con fines científicos, eran de naturaleza militar en su estructura, métodos y objetivos, y el gobierno de los Estados Unidos lo sabía, y las apoyaba.
Ahora bien, lo hecho, hecho está y es parte de la historia. De ninguna manera defendería yo la devolución de los territorios robados a México, que algo de culpa tuvo por no haber dado la importancia necesaria a sus territorios del norte y por la irresponsabilidad de sus líderes, empezando por el General Santa Anna, avaricioso, presumido, ególatra y corrupto. Al principio de la guerra, este petimetre había negociado con los dos bandos para conseguir hacerse nuevamente con el poder, y lo consiguió, pero luego traicionó tanto a México como a Estados Unidos. En todo caso, Texas, Nuevo México, Arizona, Nevada, Colorado y buena parte de otros estados, son ahora miembros de la Unión, y mal no les ha ido. Cualquier intento revisionista por rehacer lo que sucedió hace 170 años chocaría no sólo contra la voluntad del pueblo estadounidense, y buena parte del mexicano, sino que avivaría un conflicto inútil entre las dos naciones. En fechas recientes hemos visto cómo algunos de estos “conquistadores” trasnochados han reconquistado por medio de las armas territorios pertenecientes a otro país con la excusa de que fueron suyos en el pasado y con el peligro que para la paz mundial sus acciones representan. Revivir épocas pasadas no es más que un sueño peligroso en las mentes anquilosadas de pequeños napoleones.
Dejémonos ya de fronteras, olvidemos los imperios, intentemos vivir nuestro futuro como vecinos y socios respetando las vidas y la propiedad de los pueblos. No sé por qué, pero se me ocurre que nuestros antepasados así lo desearían.
Un blog de Jesús G. Barcala
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