Por Noé Jitrik
Por caminos inesperados –una ocurrencia oportuna y feliz de mi hijo, que conoce mis objetos de culto– llega a mis manos un pequeño volumen de Guillaume Apollinaire, titulado Mon cher petit Lou. Es un conjunto de cartas que el ya reconocidísimo poeta –había publicado un año antes el gran Alcools– le manda desde la ciudad de Nîmes, de septiembre de 1914 a enero de 1915, donde está incorporándose al ejército –la guerra llamada del ’14 ya ha empezado– a una mujer, Louise de Coligny-Chatillon, a quien había conocido pocos meses antes y de la que se había enamorado absolutamente, como anticipándose a lo que otro vanguardista, André Breton, llamó más tarde “Amour fou”, o “Loco amor”. No fue la primera mujer en enloquecerlo de amor: otras dos, al menos, lo habían obsesionado del mismo e infructuoso modo, pero no fue lo mismo o dio lugar a otro tipo de textos, poemas en particular (“La chanson du mal aimé”, por ejemplo).
Las cartas a Lou lo declaran sin reticencias, en cada una de ellas ese desaforado sentimiento vuelve a ser proclamado, pero, más significativo es el hecho de que esa radical pasión tiene como vehículo una prosa preciosa, fluida y armónica, de una sintaxis perfecta y con figuras inesperadas y calurosas, esperables en quien compuso esos perfectos poemas de Alcools y de Calligrammes, vanguardistas por añadidura.
Escribe las cartas desde un cuartel en el que está esperando la preparación para ir al frente, una por día en el final del ’14, y a veces dos. En algunas le cuenta una que otra anécdota de la vida que está llevando pero sin mayor detención, en ninguna hay consideraciones sobre la guerra en sí, a la que, al pasar, considera “patriótica”; tampoco habla de penurias personales; sólo, insistentemente, de cuánto y cómo la ama, de lo que piensa sobre su cuerpo, incluso de sus partes y, en un sobrevuelo, podría decirse que la idealiza como lo hacían los románticos. Lo hace, desde luego, con otro enfoque poético, no sufriente sino buscando la expresión justa, para expresar y seducir, gesto propio del poeta que no tiene otros elementos a su alcance para obtener y conservar al objeto amado, ni dinero, ni un físico arrasador, ni poder político o de otra índole, eso que se suele considerar, desde un resentimiento machista, que es lo que buscan las mujeres y vence sus resistencias, sino tan sólo una potencia verbal única, a veces motivo de seducción, otras de indiferencia, otras, por fin, de rechazo. Poca suerte del poeta.
El volumen no incluye las respuestas de la mujer de modo que no termina de instalarse un circuito, tal como pudo haberlo hecho Choderlos de Laclos, el autor de Las relaciones peligrosas, algo más que un precursor de lo que se conoce como novela epistolar. No es, entonces, una novela pero tampoco poemas en prosa de tipo amoroso y si las leemos ahora con interés es porque son de Apollinaire, es una suficiente razón. Esa carencia crea una duda acerca de cómo esa mujer, una ensalzada divinidad, pudo haber procesado tanto mensaje amoroso, pero, como primera impresión, puede uno comprender, y hasta justificar, que la destinataria no haya respondido del modo en que el poeta lo esperaba o haya hecho desear una respuesta que seguramente no estaría en el registro empleado con excepcional finura por el remitente, por la simple razón de su insistencia, es muy posible que nadie, salvo Dios, aguante demasiado tiempo continuos elogios a lo excelso de su persona, in toto o in partibus. Error táctico que solemos cometer cuando los primeros ardores de la pasión nos hacen perder el buen sentido y creemos que nuestro discurso seduce cuando sólo avasalla.
Pero la cosa no termina ahí. Con prescindencia de si esos amores tuvieron un buen final o terminaron catastróficamente, como suele suceder con las grandes pasiones, en el recorrido por las cartas se puede detectar no tanto una dramática de un encuentro y el correlativo y fatal desencuentro, sino una especie de tectónica de eso que llamamos el “amor” y que, bellamente, trazó décadas después Roland Barthes en Fragmentos del discurso amoroso. Seguramente Barthes conoció ese epistolario, quizá lo cita, yo podría verificarlo pero no vale la pena. Lo que vale la pena es la tectónica, porque puede arrojar luz sobre lo que nos pasa a los pobres mortales cuando entra a jugar, precisamente, el amor, sobre todo desmedido y volcánico.
Sin que la aparición de matices sobre el amor aparezcan en las cartas programados o articulados o producto de alguna explicación, poco a poco se va armando una suerte de imaginario mapa cuyo punto inicial es el deslumbramiento por el otro, la otra en este caso y, como si eso tuviera un poder convocante, sobreviene un universo descriptivo, de la otra, en el cual las extraordinarias figuras poéticas desempeñan un papel fundamental: cuál fue el toque, qué mirada abrió a una revelación, cuál fue el instante en el que el enamoramiento fue tan evidente. Por fin, todo termina, tal vez el amor no se haya extinguido, pero las cartas sí. Y entre ese comienzo y ese final, un arco tendido de matices que parecen inherentes a eso que llamamos, sacramentalmente, amor.
De modo que, por empezar, el enamoramiento parece necesitar de una argumentación para justificarse: el objeto de la pasión no puede ser cualquier cosa, hay que investir a esa mujer de todas las cualidades, no sólo las físicas, exaltar sólo las cuales puede provocar una fastidiosa incomodidad, sino, como recurso para evitarla, también las intelectuales, como si el ser amado y reverenciado fuera una autoridad en materias que, antes del deslumbramiento, no contaban o contaban muy poco; nada hay tan convincente para un intelectual hombre que una mujer sea capaz de sostener una conversación elevada y que, además de ser bella y seductora, sea inteligente; si no lo es se la construye, la pasión lo autoriza. Así trata Apollinaire a Lou, de cuyos méritos nada sabemos, de modo que no puede evitar algo así como una consulta, un juicio o una autorización, en una demanda que reproduce la aquiescencia nunca obtenida de la mujer básica, me refiero a la madre. La suya, dicho sea de paso, una aventurera polaca, que le había dado su apellido pero no su constancia maternal, desapareció pronto de su vida, pero murió en el mismo año que él.
De ahí, siempre con la intención de obtenerla totalmente o de conservarla si de alguna manera se la ha obtenido, sobreviene la sumisión como, verdadera o falsamente, un ponerse a sus pies, un ponerse a la disposición sin condiciones con tal de arrancar una sonrisa, una caricia o un sexo. ¡Qué regocijo si ella responde positivamente! Pero si no lo hace, nuevas medidas epistolares tendientes si no a doblegar su voluntad, al menos, al rendirse, sacar un fruto de la sumisión, por más magro que sea, un guiño, un gesto, algo interpretable por el ansioso, algo que cambie un desértico silencio, una condenada soledad, y las convierta en una razonable espera. Y si esa “servidumbre voluntaria” no alcanza para que ella responda, le brotan al enamorado ofrecimientos vinculantes, por ejemplo conceder sin condiciones una libertad irrestricta, como si se la hubiera respetado siempre, reprimiendo los celos, ofrecer una amistad pura y desinteresada y aun la coparticipación con sus otros actos, confesables o lo contrario, con el correspondiente pero contenido sufrimiento; y, si eso no alcanza para que la bella corresponda según lo esperado, se producen arranques de ira con previsible arrepentimiento, reconocimiento del error, rememoración emocionada de los momentos iniciales, seguida por el envío de poemas dedicados a su inmarcesible belleza, con leves quejas, no ofensivas, por su irreductible autonomía o por su incomprensible ausencia o su injusto desdén.
Según leemos es posible que esa fulgurante pasión hubiera cedido en su dominio pero las epístolas no; se prolongaron, con baja de temperatura y reducción de las referencias al cuerpo de la que ya no sería tan amada, hasta el año siguiente y ahí terminó la historia; tal vez la destinataria, la esquiva Lou, pudo haberse jactado años después, cuando se conocieron y celebraron esas cartas (¿las habrá entregado ella misma para la publicación?), de haber inspirado, no el amor del poeta, sino su exquisita prosa, aunque otros amores que ella, casquivana y volátil, debió haber tenido no deben haber dado lugar a semejantes trozos de poesía de uno de los más grandes poetas franceses. No lo sé. Sí que, tal vez sin tanta expresividad, el poeta encontró un refugio, por poco tiempo, en otro regazo, menos huidizo: en 1918 se casó con Jacqueline Kolb (no se conocen cartas enviadas a ella), pero sí que su padrino de boda fue Pablo Picasso. Un par de meses después murió a causa de una triste epidemia de gripe, indigna de tan rutilante genio.
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