Por Mario Goloboff *
Poco importa si el autor de la obra (o el director de la puesta) se llama Alberto Nisman, un dirigente iraní, la CIA o los Comandos Vengadores de Oriente; lo que incumbe es el libro: estamos frente a una mimética duplicación de la vida (social, política, histórica) y, simultáneamente, ante su teatralización. Vivimos la realidad, y vivimos, casi sin saberlo o sin querer saberlo o simulando no querer saberlo, su representación. Es una pieza en la que no se ven las fisuras ni el consabido y previsible espejo, en una exposición del presente que parece casi única, sin pliegues, sin margen, pero que es, profundamente, dupla. Por una singular virtud argentina, solemos transitar la historia y, al mismo tiempo, fingiendo ignorarlo, su escenificación.
Dos amigos, muy queridos ambos, ubicados uno a cada lado de la barra, como corresponde hoy a la convivialidad telúrica, conocedores de Jorge Luis Borges (excepcionales conocedores de Borges, quien ha sido, de lejos, el escritor argentino más citado, expresa o tácitamente, en las actuales circunstancias), recorren mentalmente la obra de nuestro autor, pero no coinciden en atribuir el antecedente de la muerte ominosa del fiscal a un texto preciso. Aciertan en adjudicar la trama de ella, hasta hoy jurídicamente dudosa, a “casi toda su obra” (Horacio González) o vacilan entre “El muerto” y algún diferente relato (Luis Gregorich), pero no llegan a ver, me parece, lo que me permito considerar el antecedente mayor, fruto de la más esencial esencia borgeana: el doble, el otro. Quizá porque, respetuosamente, discrepo sobre el sentido que habría que otorgar a este crimen, a los anteriores comportamientos y actividades de la víctima, a la función del resto de los personajes.
“La acción transcurre en un país oprimido y tenaz: Polonia, Irlanda, la república de Venecia, algún estado sudamericano o balcánico... Ha transcurrido, mejor dicho, pues aunque el narrador es contemporáneo, la historia referida por él ocurrió al promediar o al empezar el siglo XIX. Digamos (para comodidad narrativa) Irlanda; digamos 1824. /.../ Kilpatrick fue ultimado en un teatro, pero de teatro hizo también la entera ciudad, y los actores fueron legión, y el drama coronado por su muerte abarcó muchos días y muchas noches.”
La trama, explicitada por el propio Borges, es, sin embargo, simple: rebeldes irlandeses, o de cualquier otro lugar, descubren que uno de sus máximos dirigentes se ha pasado al enemigo. Una vez desenmascarado, resuelven, con su consentimiento y hasta con su firma, ajusticiarlo. Pero no como traidor, porque ello desprestigiaría a todo el movimiento, sino como víctima del enemigo. Eligen la hora y el día, y arman el escenario, en un teatro. Allí, a la vista de todo el mundo, el traidor es objeto de un atentado que le lleva la vida. Muere, ante todos, como un héroe de la insurrección, en manos de una bala enemiga que, nadie duda, proviene del odiado inglés. Sólo sus compañeros conocen la verdad, pero, como ésta no les conviene, la callan para siempre: “Tema del traidor y del héroe” (publicado en Sur, nº 112, de 1944, y luego en Ficciones, 1944).
Ahora, la Presidenta agrega y menciona, con su impecable visión política, otro antecedente y por primera vez, “el hilo de Ariadna”, para abrir y cerrar su discurso, y salir de este laberinto, hilo que figura, cierto, en el cuento “La casa de Asterión”, aparecido en Los Anales de Buenos Aires, nº 15-16, mayo-junio de 1947, y luego en El Aleph, el libro que Jorge Luis Borges publicaba en 1949. “También eso, tal vez, estaba previsto.”
* Escritor, docente universitario.
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