Antonio Orlando Vargas, ex militar de 73 años, fue detenido en Córdoba en diciembre de 2010, acusado de delitos de lesa humanidad cometidos en Jujuy en 1976. Padecía de EPOC y de cáncer de próstata, enfermedades crónicas, irreversibles pero controlables, por lo que se le concedió la prisión domiciliara. En julio de 2012 fue trasladado a Jujuy para prestar declaración. Hizo el viaje en una ambulancia, con escasa atención; llegó en estado deplorable y debió ser internado inmediatamente. Igualmente fue llevado a la audiencia judicial, la que no pudo avanzar por la aguda descompensación del declarante. Finalmente, el tribunal dispuso su traslado a la unidad penitenciaria de Ezeiza, provincia de Buenos Aires, donde -aseguraron los médicos peritos- dispondría de condiciones adecuadas para su tratamiento. No es así y el estado de Vargas se agrava día tras día.
Estas líneas resumen el análisis hecho por el doctor Mariano N. Castex, destacado psiquiatra forense, basado en los peritajes médicos, pues no se le permitió examinar al detenido. Ya ha hecho públicos otros casos similares y más dramáticos, como el del ex general Ibérico Saint Jean, muerto en parecidas circunstancias. Además de las fallas generales del sistema carcelario, Castex encuentra en ellos una voluntad deliberada de venganza y una complicidad taimada y mendaz de la que suelen participar funcionarios judiciales y peritos médicos.
Un caso menos dramático, pero igualmente representativo de la voluntad de venganza, es el del Instituto Universitario Devoto de la UBA, que posibilitó a muchos condenados -entre ellos, Sergio Schoklender- iniciar una nueva vida. En 2012 el Consejo Superior de la UBA decidió no admitir allí a condenados o procesados por delitos de lesa humanidad, siguiendo la recomendación de expertos consultados, como la diputada Adriana Puiggrós y el juez Eugenio Zaffaroni.
El teniente primero Vargas está acusado por la llamada "noche del apagón" de Jujuy, que dejó treinta desaparecidos. Los frustrados aspirantes de la UBA -Adolfo Miguel Donda, condenado; Juan Carlos Rolón y Carlos Guillermo Suárez Mason (h.), procesados- tienen nombres conocidos en la triste historia de la represión clandestina. Pero ése no es el punto. Más allá de los crímenes aberrantes que pueden haber cometido, para la Justicia son individuos, personas iguales ante la ley y poseedores de lo que hoy llamamos derechos humanos. Son personas que, además de sufrir frecuentes discriminaciones en los procesos judiciales, en prisión resultan víctimas de un ánimo de venganza que cobra vidas. En un nuevo aniversario del 24 de marzo de 1976, la democracia que ya ha cumplido tres décadas está renunciando a sus principios fundadores: el Estado de Derecho y la garantía de los derechos humanos.
Esta desviación de la Justicia a la venganza surge de dos procesos ideológicos que tuvieron un catalizador en el kirchnerismo. El primero resultó de la confluencia entre un sector intransigente de los derechos humanos y los continuadores de la tradición ideológica y política de los años setenta. El segundo, menos discutido, tiene que ver con la manera como la sociedad y sus voceros redujeron desde el principio la cuestión de la violencia terrorista a una confrontación de demonios, ajenos a ella.
La intransigencia surgió entre aquellos familiares de víctimas que solo pudieron elaborar su dolor con reclamos extremos. Pero pronto se les sumaron los herederos de las ideas setentistas, que se incorporaron a la política democrática sin necesidad de revisar o criticar sus convicciones y supuestos. Desde 1983, la violencia de las organizaciones armadas no fue sometida al mismo escrutinio que la del terrorismo de Estado y sus víctimas fueron miradas con la benevolencia que habitualmente les cabe a los perseguidos. Quizá por eso, el discurso de los setenta no perdió legitimidad, y comenzó a reaparecer en las palabras de quienes, como Hebe de Bonafini, han trasmutado la defensa de los derechos humanos, de la ley y la vida por el reclamo de la justicia del Talión.
La segunda causa, más profunda y dilemática, arranca con la misma refundación democrática de 1983, cuyas bases consensuales se construyeron sobre el repudio absoluto a la dictadura militar y el terrorismo clandestino. Según este consenso, nuestra sociedad fue atacada por un reducido grupo de malvados. La gran mayoría fueron buenos ciudadanos; gente correcta, justa, incontaminada, que simplemente padeció al demonio.
Desgraciadamente las cosas no sucedieron exactamente así. La naturalización de la violencia asesina, común en los años setenta, fue el producto de una larga historia colectiva de conflictos en los que el tono fue subiendo gradualmente, hasta pasar de las palabras a los hechos. Sebastián Carassai ha reconstruido esa naturalización entre la gente común, en una época en la que la metáfora de "matar" servía para vender una colonia o un chocolate, o se podía publicar una revista cuyo lema era "El mejor enemigo es el enemigo muerto". Cuando los muertos comenzaron a aparecer en las calles, la pregunta habitual era a qué bando pertenecían y por qué habían sido asesinados. Durante la dictadura los argentinos sobrevivieron en este país, convivieron con las muertes y siguieron preguntándose por qué habría sido. Pocos salieron a poner el pecho, como lo hicieron las Madres de Plaza de Mayo.
Cuando cayó la dictadura se construyó una historia generosa y benevolente, que exculpó globalmente a los argentinos y concentró el mal en unos pocos. Fue una conciencia engañosa, pero probablemente indispensable para construir una democracia que surgía sólo de la voluntad y la ilusión. Más tarde aparecieron los costos de esta división en blanco y negro, sin lugar para los grises. Algunos se adueñaron de los blancos y los esgrimieron contra el resto. Sucedió en tiempos de los escraches y los juicios públicos, cuando la condena del demonio sirvió para justificar las pasiones de quienes se consideraron justos, y que sin sentimiento de culpa se deslizaban de la justicia a la venganza.
En un momento esta venganza justiciera, de doble origen, se convirtió en un instrumento de construcción de poder. Esta maquiavélica transformación fue realizada, con calculada frialdad, por el kirchnerismo. En 2003, lanzado a ampliar su endeble base política, y elegido el camino de la confrontación radical -que conocía intuitivamente, sin necesidad de leer a Carl Schmitt- Kirchner percibió en ese mundo de los derechos humanos facciosos un filón fácil de conquistar. Como en otros terrenos, manipuló con habilidad ideas imprecisas y sentimientos difusos y les dio una forma política. Se proclamó campeón de los derechos humanos, se apropió de objetivos, discursos y símbolos y hasta encontró la retribución adecuada para que las organizaciones emblemáticas se le sumaran.
La llamada política de derechos humanos sirvió para disciplinar a los indecisos. Siempre habría algún archivo comprometedor y una acusación descalificadora. Probablemente esto les ocurra a algunos funcionarios judiciales o peritos médicos de nuestra historia inicial. También sirvió para las aparatosas puestas en escena del discurso, cuya retórica, ampulosa y confusa, fue cada vez más ajena al espíritu fundador del Estado de Derecho y la igualdad ante la ley.
El 24 de marzo dejó de ser una jornada para la reflexión y se convirtió en un feriado. La ESMA resultó un lugar adecuado para celebraciones y asados, y un festival de rock resultó el evento adecuado para inaugurar una tanda de juicios por delitos de lesa humanidad. Pero, sobre todo, el espectáculo requería víctimas sacrificiales. A diferencia de los Schoklender, que tuvieron una segunda oportunidad, para los acusados o condenados por los crímenes de lesa humanidad hay escasa justicia, mucha venganza y, sobre todo, mucha manipulación.
Se acerca la hora del balance de esta experiencia. La llamada política de derechos humanos ha contribuido mucho al clima de enfrentamiento faccioso que hoy sufrimos. Ha afectado seriamente a la Justicia, revelando las falencias de sus miembros -sean militantes convencidos o simplemente acomodaticios- y ha puesto al desnudo la endeblez del Estado de Derecho que se intentó construir en 1983. Se trata de un daño institucional y moral. Para quienes estas cuestiones no son importantes -me temo que no son pocos- quizá convenga recordar que la Justicia es la única defensa de los débiles, y que quienes la destruyen pueden llegar a ser, en otras circunstancias, las víctimas propiciatorias..
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