viernes, 23 de enero de 2015

Trenes

Por Jorge Isaías
José Dalonso me pregunta si yo saco mis temas de ese rincón perdido de mi pueblo y que persiste sólo en mi memoria.
Esos cinco techos y ese camino solitario son míos, repetía Pavese, refiriéndose a Santo Stefano Belbo, y nadie podrá quitármelos.
Y José arriesga algo a lo que no puedo responder: si en ese tiempo niño yo tenía conciencia de que iba a contar la historia de todos mis amigos. La pregunta me descoloca y le digo la verdad: a mí en aquellos tiempos sólo me importaba jugar a la pelota, tal eufemismo suplantaba a la palabra fútbol. Todos, incluso yo, soñábamos ponernos un día la casaca roja de nuestro club que combinaba con unos pantaloncitos blancos y unas medias del mismo color. Equipo que luego de usado, el domingo, nuestras madres primorosamente lavaban y planchaban para el próximo partido. En el club, al parecer, no había dinero para pagar una lavandera.
Mi amigo José Donati, que vestía la albiazul de los primos "del otro lado de las vías", me repite cuando lee mis escritos: "Qué suerte que tuvimos la riqueza de ser pobres, porque hoy podemos recordar todo con una sonrisa, para todo aquello que logramos con mucho esfuerzo, en el camino quedan los errores, las hilachas y retazos de sueños como banderas sobre el polvo", para decirlo de una manera faulkneriana. Pero esos ramalazos de la vida mantuvieron siempre en alto el orgullo del origen, y recuerdo las palabras que siempre dice Miguel Albanesi con los ojos húmedos. ¿Qué tuvo, qué tiene aquel rincón perdido que no podemos sacarlo nunca de nuestra mente?
Y está la nostalgia agridulce, pero nunca idealizada. Tal vez porque tuvimos que irnos del pueblo para poder valorarlo bien.
Como cualquier pueblo de llanura, tenía sus vías y su estación, y ese gran tanque que almacenaba agua para la sed de las locomotoras a vapor que se detenían en las noches, si el tren era de carga, y luego daba dos pitazos roncos que perforaba la noche en que dormíamos con la pesadez de piedra que sólo guarda la poca edad y que de adultos se perderá para siempre. Esas pitadas eran el pedido de paso para seguir viajando, que el cambista procedía a autorizar con su lámpara que fulguraba en la noche como una gran luciérnaga. Luego, el ronco andar y el traqueteo hasta que tomaba velocidad en la casa de Domingo Fusco, pero para ese entonces ya el sueño nos había vencido del todo como a un pájaro que se le tira una parva encima.
Las locomotoras a vapor venían como anunciándose con un penacho de humo, y nosotros en la estación sumábamos adrenalina a la ansiedad cuando íbamos a ver pasar los trenes. Porque nosotros, es decir, mis amigos y yo, casi nunca viajábamos. Sólo la ingenuidad de ver otras caras fugazmente en esa ventanilla que iba directo hasta el olvido. Pero nos gustaba ver todo el movimiento: la llegada del cartero, de los comisionistas con sus carros o sus autos viejos, alguna chatita desvencijada o algún sulky de algún chacarero que espera un pariente viajero que se aventuraba desde Rosario con ese tren que cruzaba sembrados y dejaba pasar por sus ventanillas la flor blanca de los panaderos y entraba orondo hasta el andén aventando sombreros y papeles.
Para terminar diré que estas antiguas locomotoras que comenzaron a rodar en el siglo XIX por "esos caminos de hierro" como gustaba decir Sarmiento, a mediados del siglo XX se las reemplazó por las que iban a diesel. A las que mi madre no sin gracia llamaba los trencitos y que hoy a través de estas palabras desfleco para ustedes el intenso placer que siempre sentí por los trenes a vapor que se anunciaban de lejos, como la llama opaca de un sueño.

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