domingo, 25 de enero de 2015

Cuando la “Hinteligencia” quiere escribir la Historia

En 1977, Jorge Luis Borges despejó las dudas: “Los géneros literarios dependen menos de los textos que del modo en que estos son leídos”. Quizá sin saberlo, no lo hizo sólo para los frecuentadores de la literatura. Por entonces, a la realidad puesta en palabras se la llamaba “discurso”; hoy, se popularizó como “relato”. El resultado es el mismo: el lenguaje es lo que hace que la realidad se manifieste, y lo hace buceando en la condición humana. Y no es en vano. Como dice el investigador Alberto Manguel, “la mayoría de las actividades humanas son individuales: no se necesita a otro para respirar, trasladarse, comer, dormir. Pero sí se necesita a otro para hablar, para obtener el reflejo de lo que uno dice. Por esa razón, el lenguaje es una forma de amar a los demás”. Manguel no dice –pero está implícito en su idea– que también es una forma de odiar a los demás. Y éste es el caso Nisman.
Nisman leyó, escuchó y aceptó –durante muchos años, al frente de la investigación sobre el atentado a la AMIA– una realidad escrita por uno o más agentes del servicio de inteligencia. La hizo propia. Un día la volcó a la sociedad y los medios de comunicación hegemónicos hicieron su negocio. 
En definitiva: la historia que quisieron escribir los servicios de inteligencia fue, con velocidad fulminante, hecha “realidad” por los medios hegemónicos para que la sociedad en su conjunto la repita. Creyendo o descreyendo, pero repitiéndola. Y lo hizo apenas arrancado el año. No es ocioso repetirlo: un año conflictivo, que se avizora plagado de “golpes blandos” para desestabilizar un proceso electoral que debería significar lo que es, una fiesta, con sus vaivenes, sus entuertos, sus denuedos, sus acuerdos, su participación popular, una fiesta en fin, democrática. Se repite: lo hizo apenas arrancado el año, cuando se celebraba el fin de diciembre sin los conflictos de otros diciembres. Ciertos medios de comunicación volvieron a hacer primar la noción de complot como un nudo de construcción de la política argentina a la que es tan afín cierto sector de la sociedad. Volvieron a contar la “realidad” como si se tratara de la existencia permanente de una lógica del funcionamiento de lo social –el complot operado por los servicios de inteligencia– más que de la sociedad propiamente dicha. O el objetivo principal de los medios hegemónicos, los grupos desestabilizadores y, de paso, siempre presentes, los agentes de los servicios de inteligencia: la idea de complot como la forma que pretenden que tengan todos los sujetos aislados, solos, de creer lo político y la realidad. La eterna teoría endiablada del “muchacho que sabe”, o de la popularizada irónicamente por Enrique Santos Discépolo con su Mordisquito: “A mí me la vas a contar”. Entonces, como en una sucesión de operaciones destituyentes, primero vino “la tibia reacción del Gobierno ante los crímenes cometidos en la redacción de la revista francesa Charlie Hebdo y la ausencia del canciller Timerman en la foto de la marcha parisina”, le siguió la denuncia de Nisman sobre el “encubrimiento de Cristina Fernández y Héctor Timerman para que la causa AMIA olvide la pista iraní”, para, finalmente, potenciarse con la muerte del fiscal en su departamento de Puerto Madero el mismo día que debía presentar las fojas de esas denuncias en la Cámara de Diputados. 
A fines de los ’80 y principios de los ’90, buena parte del periodismo se constituyó –operaciones de inteligencia mediante– ante la sociedad como reemplazo de la Justicia: lo que se publicaba “era”, el culpable “era” sin necesidad de juicios o, peor aún, sin que importaran ni contradijeran lo publicado las sentencias de los juicios. Con el correr de los años, con el correr de los gobiernos, con el crecimiento en la concentración y poderío mediáticos y con la lealtad de ciertos personajes de la política a las líneas trazadas por esos grupos comunicacionales, se pasó de la politización de la Justicia a la judicialización de la política. Fue, es, continúa siendo, el reinado de las cautelares, de las denuncias, de los procesamientos, de las mil y una trabas que pesan sobre cualquier decisión política no refrendada por la oposición.
Claro que, al menos en el caso de Nisman, el bloque que conforman desde hace tiempo los medios hegemónicos sufrió una fractura. El diario La Nación, quizás haciendo gala de su histórica conciencia de clase, no reconoció poderío superlativo (o al menos por sobre la clase a la que representa) y descreyó de todo relato proveniente de los servicios de inteligencia. De ese modo, las columnas de su periodista estrella, Carlos Pagni, fueron durísimas con la levedad de las denuncias del fiscal. Clarín, en contrapartida (generalista al fin, buscando entrar en el sector social que pueda), arremetió. Y, de paso, plantó la línea que debían seguir sus satélites. Así, se escuchó y se leyó lo dicho y escrito con tremenda liviandad: “terrorismo de Estado”, “crisis institucional” y otras bestialidades. El premio mayor, como varias veces en los últimos tiempos, se lo llevó el creador del síndrome de Hubris, Nelson Castro, cuando indignadamente serio se refirió a la muerte de Nisman como de “magnicidio”.
Poco importaron, en cambio, las palabras del juez de la causa AMIA Rodolfo Canicoba Corral (“Los servicios tenían relación directa con la investigación de la AMIA, eran los principales investigadores del atentado en sí”), ni las del diputado del FpV bonaerense Fernando Chino Navarro (“La Justicia y todos los poderes institucionales debemos trabajar para investigar esa denuncia hasta las últimas consecuencias, porque acá se está buscando echar sombra sobre el Gobierno”), ni las del ex senador radical Lepoldo Moreau (“Hay que hacer un cambio estructural, la democracia no puede estar jaqueada”). Para cierta prensa, como para cierto sector de la sociedad (que salió a demostrar su intransigencia y su odio más profundo), importaron más las palabras con las que los servicios quisieron escribir la historia. Como si la realidad se tratara de la novela del británico John Le Carré, El hombre más buscado, donde le hace decir al jefe de los servicios de inteligencia alemán: “No somos policías, sino espías. No detenemos a nuestros objetivos. Los desarrollamos y redirigimos hacia objetivos mayores. Cuando identificamos una red, la observamos, la escuchamos, nos infiltramos y gradualmente la controlamos. Las detenciones son un valor negativo. Destruyen una valiosa adquisición. Te obligan a empezar de cero, a buscar otra red la mitad de buena que la que acabas de echar por tierra. Si alguien no forma parte de una red conocida, yo personalmente lo introduciré en alguna. Si es necesario, inventaré una red, sólo para él”.

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