Por Agustín Lewit *
Otra vez el proceso de paz en Colombia entra en zona de turbulencias. Al igual que lo sucedido en noviembre pasado, cuando tras el secuestro de las FARC de un general del ejército el gobierno levantó su delegación de la mesa de negociaciones en La Habana, generando con ello la mayor crisis de los diálogos desde que se iniciaron en 2012, una nueva acción trágica parece alejar –al menos por ahora– la tan ansiada solución definitiva al conflicto armado que lleva más de cinco décadas abierto.
En la región del Cauca –una de las zonas de mayor tensión del territorio colombiano– donde numerosas columnas de las FARC y del Ejército de Liberación Nacional (ELN) conviven junto con importantes movimientos indígenas, campesinos y células militares norteamericanas, diez miembros del ejército colombiano fueron asesinados en la madrugada de ayer. Como ya es costumbre, las partes esquivaron la responsabilidad: la versión oficial habla de un ataque premeditado de la insurgencia; las FARC, por su parte, encuadraron el trágico saldo dentro de una acción defensiva derivada de los enfrentamientos que el gobierno no ha cesado.
Como sea, y más allá de las responsabilidades que será necesario determinar, la gravedad de lo ocurrido ayer radica en que se rompió el cese del fuego unilateral anunciado en diciembre por la guerrilla y replicado luego por el gobierno, el cual ha sido constatado por distintos organismos internacionales. En efecto, una de las primeras repercusiones de lo sucedido ayer fue el previsible anuncio del presidente Juan Manuel Santos de levantar la suspensión de los ataques que había prorrogado hace apenas cinco días, ordenando reanudar los bombardeos en todo el territorio colombiano. Si bien parece poco probable que se interrumpa el proceso de diálogo, puesto que una de las cláusulas centrales de los mismos es el compromiso de mantener las negociaciones incluso en paralelo a eventuales enfrentamientos bélicos, es indudable que este nuevo episodio tendrá efectos en lo que ocurre en la capital cubana. En un momento, además, donde las delegaciones allí presentes están empantandas hace varios meses en el cuarto punto de la agenda, referido a la reparación de las cientos de miles de víctimas, lo cual ha ralentizado el inédito avance que hasta aquí mostraban las negociaciones que se encuentran, según muchos analistas, en un momento definitivo.
La situación se torna incluso más compleja si se contempla otra condición de los diálogos, aquella que reza que “nada está acordado hasta que todo esté acordado”, lo cual supedita los tres preacuerdos ya logrados a lo largo de estos dos años –referidos a la ocupación de tierras, a la participación política de los insurgentes y a las drogas ilícitas– a un resultado exitoso del proceso en su conjunto. De esa manera, cualquier cimbronazo en las negociaciones hace peligrar el proceso en su totalidad. Como era de suponer, los sectores de la derecha colombiana –con el ex presidente Alvaro Uribe a la cabeza– no tardaron en responsabilizar al propio presidente por lo sucedido, reclamando un aumento de las hostilidades y denostando los acercamientos con la guerrilla.
Si bien aún es temprano para avizorar los alcances que este nuevo episodio tendrá tanto en Colombia como en La Habana, lo cierto es que una vez más –y del modo más trágico– vuelve a tornarse evidente la imperiosa necesidad de un cese del fuego completo, real y definitivo, algo que, pese a ser reclamado por diversos sectores políticos y sociales –incluyendo a las propias FARC–, el gobierno siempre se ha negado a implementar. Allí, en la interrupción definitiva y bilateral de las hostilidades, se cifra la verdadera condición de posibilidad de que los diálogos arriben a un triunfo definitivo y la paz deje de ser un anhelo para convertirse en realidad.
Cierto es también que en ese paso tan difícil como decisivo se torna crucial el apoyo de la región, especialmente de Unasur. Al respecto, el secretario general de dicho organismo, Ernesto Samper, ha propuesto recientemente que la fuerza de paz Cruz del Sur, integrada por militares chilenos y argentinos, participe en el proceso de desmovilización, lo cual es un buen indicio. La sensación es que, más allá de los cimbronazos, Colombia se ha acercado como nunca antes a una solución definitiva del conflicto armado. El deseo de la mayoría de los colombianos es que ello finalmente ocurra para, de esa manera, darle lugar a la larga lista de asuntos sociales pendientes.
* Investigador del C.C. de la Cooperación, periodista de Nodal.
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