Por Mario Wainfeld
Antonio Cafiero comenzó a militar en el incipiente peronismo estando en la universidad. Años después, sabía bromear respecto de su condición minoritaria en aquel entonces. Llegó a ser el más joven ministro de Juan Domingo Perón. La doble lealtad entre el justicialismo y su catolicismo lo apartó cuando el conflicto entre ambos. Eso no le ahorró ir preso con la Revolución Libertadora. Evocó esa cárcel en un notable libro titulado Cinco años después, editado en los ’60, en el que emprendió con éxito el desafío de probar la racionalidad de la economía política de los dos primeros gobiernos del General. Era bueno escribiendo, seguramente porque fue un consumado lector.
Como tantos cuadros de su época, consideraba a la formación un requisito indispensable para militar. Su versación era amplia, le fascinaba la discusión ideológica. Cuando el presidente Raúl Alfonsín pronunció el discurso de Parque Norte, releyó y subrayó la obra de Norberto Bobbio y convocó a un puñado de intelectuales, periodistas y militantes a repensarla. No fue la primera ni la única vez.
Con los años, su condición de economista cedió a su afán político, quedó como un insumo para un dirigente. Comentaba que había quedado desactualizado, en realidad se había resituado. Supo adecuarse a la nueva época, se aggiornó en un suspiro.
Entendió como contados dirigentes peronistas, en general de otra generación, la lógica de la recuperación democrática. A pesar de su tradicionalismo enfrentó desde el vamos al peronismo desactualizado, ensimismado, arrogante, ajeno a la hipótesis de que las elecciones pueden perderse.
Se lo tildó de dubitativo y de poco confrontativo. Posiblemente lo era en parte pero en el momento necesario peleó de frente contra el peronismo troglodita. Se puso a la cabeza de esa disputa. Hasta se atrevió a romper con el PJ para la elección parlamentaria de 1985, toda una herejía en su credo.
Llamó “Renovador” al Frente que congregó por entonces. La palabra molestaba a nostalgiosos porque era usada por los radicales alfonsinistas. A él le pareció adecuada porque ecualizaba con el espíritu y el clima de la etapa.
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Pudo ser candidato a presidente en el ‘73 pero Juan Domingo Perón no lo quiso y eligió a Héctor Cámpora. Fue una cuestión de Palacio, cuyos detalles son difíciles de corroborar. Es clavado que disputó esa candidatura en 1983 y 1988 y que en ambas ocasiones quedó en el camino. Cuando la recuperación democrática fue derrotado por Italo Luder en una interna mañosa, con ersatz de participación. Lo decisivo fue una rosca entre el presidenciable, su compañero de fórmula Deolindo Bittel, Herminio Iglesias y la cúpula gremial, con Lorenzo Miguel a la cabeza. La “burocracia sindical” que acaso lo promovió en los ’70 le jugó en contra.
En los ochenta estuvo más cerca. Era su etapa más fructífera, aquella en la que tuvo la lectura más precisa y las acciones mejor direccionadas. Aquella en la que rayó más alto supone este cronista. Había llegado a la gobernación bonaerense, en la que se supo rodear de figuras notables como el sanitarista Floreal Ferrara. O de peronistas bien de izquierda, como Luis Brunati. Convocó a su elenco gubernamental a jóvenes dirigentes y militantes.
Fue, como gobernador y como líder racional del peronismo de la transición, responsable y sistémico al extremo. Se le reconoció esa virtud tiempo después y en el adiós. Se resaltó, con toda justicia, el reflejo que lo llevó a acompañar al presidente en el balcón de la Casa Rosada, en la Semana Santa de 1987. Sus aportes a la gobernabilidad fueron más vastos que aquel gesto ejemplar e inédito. Tal vez explican en parte su derrota a manos de Carlos Menem en la gran interna abierta del ‘88. Hubo concausas, incluso errores tácticos que supo comprender luego. Malas yuntas, entre varios. El, que era tan futbolero, podía haber gambeteado esa elección masiva (la única de ese nivel que conoció el PJ). Primaron su ethos democrático, su respeto por las masas peronistas y por la participación popular.
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Atento a la realidad, barruntaba que en los ’90 no se podría gobernar como cuarenta años antes. La necesidad de conjugar algo con el paradigma de la etapa lo obsesionaba y preocupaba. Puede decirse que “le dolía” asumir que podría haber que privatizar algunos resortes del Estado. Desde luego jamás pensó en llegar (ni hubiera llegado) a los extremos que produjo el menemismo, que antes de ganar alardeaba de nacionalismo popular y revoleaba el poncho.
La herencia distributiva del peronismo signaba su pensamiento, lo conmovía... pero conocía los corsi e ricorsi de la historia, expresión que solía usar, en la que creía.
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El peronismo era su universo, con sus defectos y virtudes. La deplorable reforma laboral promovida por la Alianza lo puso a prueba. El bipartidismo, su ecosistema, llegó a extremos perversos. Varios compañeros de bancada aceptaron la Banelco para bancar una ley regresiva, antiobrera.
Fue ajeno a la transa, seguramente fue fuente de la revelación. Tal vez no contó todo lo que sabía. Lo compelía una idea fuerza, que también animaba a Alfonsín y otras figuras de su generación: denunciar las bajezas o la corrupción de “los políticos” podía favorecer a los enemigos de la democracia o a los golpistas. Puede discutirse ese criterio, pero lo profesaba con sinceridad, como Alfonsín, a quien tanto respetaba.
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La pinta, que siempre cuidó, su modo de hablar y su “parada” no lo expresaban del todo. Era más tímido y mucho menos creído de lo que parecía. Formal en el trato, usaba el vocativo “usted” por encima de la media nacional. Con sus límites y sus modismos (a menudo por ellos) sabía ser cálido y entrador, hacerse querer. Tenía un alto sentido del humor, atributo cabal de la inteligencia. Tiraba la bronca, sonreía y reía con facilidad.
Fue un gran dirigente, un caballero como quedan pocos, un tipo agradable. Uno pensó en su momento y ahora mismo que si hubiera logrado ser presidente en el ‘89, la historia argentina hubiera sido otra y mejor. Más responsabilidad, más apego a las mejores banderas del peronismo, menos salvajismo para gobernar. Un contrafactual que no puede probarse, claro.
Las semblanzas de estos días pintan bien hechos menos virtuales. Fue un protagonista democrático, coherente, consagrado a “la política”.
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Cafiero no fue un líder carismático ni una figura providencial. Sí un referente con valores e ideas. Sus posiciones, como todo, fueron discutibles pero jamás le faltaron congruencia ni voluntad para ponerlas en debate. Da la impresión de que una época se va con él, seguro que no tiene reemplazo.
Quien escribe estas líneas lo conoció personalmente durante muchos años, la política signó el trato. Lo vi dar charlas de notable nivel en casas de peronistas de base, ante un puñado de compañeros respetuosos, durante la dictadura procesista. Participé de la campaña que lo llevó a la gobernación. Compartí “n” reuniones políticas. Presencié cómo rumiaba discursos o tomas de posiciones. Recibí consejos, elogios, reprimendas, una pocas confidencias. Fui atendido y escuchado seguramente más allá de mis méritos.
El periodista quiere suponer que el afecto y el respeto que Antonio sabía construir no distorsionan las líneas precedentes. Sí inciden en la tristeza y la melancolía de la despedida.
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