Por Eduardo Febbro
Desde París
Las dos izquierdas se declararon públicamente la guerra. La larga marcha hacia el socialismo liberal emprendida por el PS francés desde los años ’80 atravesó una etapa decisiva en medio de un pugilato dentro y fuera del gobierno. Benoît Hamon, figura joven e influyente del ala izquierda del Partido Socialista y ministro de Educación hasta hace unos meses (renunció a finales de agosto con los ecologistas y los progresistas), colocó una bomba de tiempo en el debate público originado por la política económica del gobierno. Hamon declaró que la política económica del Ejecutivo “amenaza la República” y conduce hacia “un inmenso desastre democrático”. La contraofensiva se armó de inmediato. Benoît Hamon fue acusado de “desleal”, “grotesco”, “profeta de la desgracia” y, seguidamente, invitado a “dejar” el PS. La posición del ex ministro de Educación es apenas un bocadito suave. El golpe casi final lo dio el actual primer ministro, Manuel Valls. En una entrevista publicada por el semanario Le Nouvel Observateur, el responsable del Ejecutivo declaró que era preciso “terminar con la izquierda del pasado, con esa izquierda que se agarra a un pasado superado y nostálgico, obsesionada por el superego marxista”.
Nada nuevo en su vocabulario. Valls aparece para muchos como el sepulturero de lo poco que queda de socialista en la acción del presidente François Hollande y en el mismo PS. El cambio ha sido no ya de época, sino de planeta. Hollande se hizo elegir en 2012 con una retórica de fuerte corte socialista para luego gobernar mirando al patronato y a los mercados. La intervención de Manuel Valls en Le Nouvel Observateur no es sino una pincelada más en el cuadro de la gran reconfiguración de la socialdemocracia francesa. El primer ministro sigue considerando que la izquierda debe transformarse según los caprichos del mercado o morir. En la entrevista, Valls define su ideal progresista según la siguiente fórmula: la izquierda debe ser “pragmática, reformista y republicana”. Cuando el periodista del semanario francés le pregunta “¿y no socialista?”, Valls responde: “Repito: pragmática, reformista y republicana”. Ahí está el nuevo injerto del siglo XXI. La aspiración que promueve el jefe del Ejecutivo es por demás reveladora de la época tecnohedonista en la que vivimos. “Mi ideal –dice Valls– es la emancipación de cada uno.” En la misma entrevista, el líder político francés prosigue con su empresa de demolición del “pasado”. Valls no descarta ni siquiera cambiar el nombre del Partido Socialista. De llevarse a cabo, esta iniciativa sería una epifanía política maravillosa para los desorientados electores que se enfrentan a una impostura de socialismo con la identidad que representa el nombre.
El resto de la entrevista es una colección de martillazos contra esa “izquierda del pasado” y una defensa de la línea económica que divide la posición de las dos izquierdas enfrentadas: una, la de Hollande y Valls, se apoya en una política que apunta a reducir los déficits para obedecer así a los criterios liberales bancarios de la Unión Europea. Esa “nueva izquierda” también coquetea públicamente con el patronato y busca fórmulas permanentes para aliviar la carga de las cotizaciones laborales que pesan sobre las empresas. En dos ocasiones, en estos dos años de mandato, el presidente François Hollande organizó cumbres en el Palacio del Elíseo con el patronato mundial para mostrar y defender la “atractividad” de Francia. La otra izquierda, en cambio, pugna por una reactivación económica mediante la inversión y el empuje del consumo. Son irreconciliables. Ambas comparten la mayoría de los valores de convivencia y progreso de la sociedad, por ejemplo el matrimonio entre personas del mismo sexo. Sin embargo, la izquierda reinventada de Valls y Hollande se apoya en el espejismo de los valores sociales para tapar la realidad de una política no muy distinta de la que defendió la derecha en la última década en que ocupó el poder.
De este debate denso sale un manantial claro: la clarificación ideológica que el PS viene escamoteando desde hace un cuarto de siglo se hizo al fin realidad, doblemente, en la práctica y en la retórica. La doctrina del PS era solamente un instrumento de engaño para llegar al poder, un caza- bobos, o, para decirlo con el vocabulario de Manuel Valls, una red para socialistas del “pasado”. Su práctica del poder correspondía a la doctrina liberal que reina en casi todo el planeta, un reino destructor de todo aquello que las sociedades conquistaron en el tiempo y que se llama pasado y también historia, es decir, identidad. El socialismo francés que se avecina funcionará con el ADN de su adversario de antaño.
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