Por David Le Breton *
La individualización del lazo social contribuyó a desinstitucionar la familia, que dejó de ser la célula elemental de la sociedad para convertirse más bien en un refugio sentimental, un lugar provisorio, un círculo cerrado consensual. En el plano social, el hombre y la mujer, en la mayoría de las familias, viven en adelante una relación de igualdad (aunque, para muchas familias surgidas de la migración, la figura del padre o del marido sigue siendo fundadora, alimentando un desajuste radical entre el universo cultural privado y el que comienza para el joven una vez franqueada la puerta del apartamento). La familia se articula más en una relación de proximidad de sus miembros que en un simbolismo que distinga las posiciones de padres e hijos. Se ha convertido para la pareja en un asunto privado, fundado en una afectividad compartida, un pacto de comodidad siempre revocable. Se esfuerza por conciliar los empleos del tiempo, las necesidades profesionales, de formación o de esparcimiento de unos y otros. Es un lugar donde ser uno con los otros, los más allegados, pero con el mínimo de trabas y en una negociación permanente.
La familia se inscribía en principio en la larga duración: hoy es precaria, marcada por el retroceso del casamiento, el aumento de los divorcios o las separaciones, las recomposiciones y, por lo tanto, para el niño, la fragmentación del parentesco. Hay muchos niños únicos o de fratrias reducidas, sometidas a los avatares relacionales de la familia nuclear. Cuando la pareja se separa, queda el niño. “Cotidianamente se comprueba que hoy muchos niños deben sufrir más por los atolladeros narcisistas en los cuales se encuentran encerrados sus padres que por las rigideces educativas de antaño, es una comprobación clínica cotidiana en paidopsiquiatría” (Matot, J.C., L’enjeu adolescent. Déconstruction, enchantement et appropriation d’un monde à soi, París, PUF, 2012).
El niño no está ya inscripto en la larga duración de un linaje, de una familia ampliada, y no toma ya el nombre de sus padres o de sus abuelos. La condición del niño separado de las antiguas relaciones de parentesco se traduce en las maneras de llamarlo, con nombres surgidos de los de televisión exitosos, en particular de las series estadounidenses. Ese entusiasmo provisional suscita un efecto de moda en los nombres a los niños que nacen en la misma época. Sin embargo, todo nombre lleva una carga de significación a través de la cual el niño deberá construirse en el correr de su existencia, así no fuera más que a través de la mirada de los otros.
La posición contemporánea del niño y del adolescente en la familia y el lazo social no facilitan la transmisión y el espíritu crítico. El niño se convierte en un interlocutor en una vida compartida y no ya es aquél ante quien ejercer una función de autoridad y de guía. Es percibido de entrada como un individuo, y no en su altura de niño o de adolescente; es “adultizado” sin más preámbulos. La noción misma de responsabilidad a su respecto se debilita. “El no quiere” es una fórmula moderna de la fatalidad, justifica de antemano que los padres no insistan en materia de prohibición y ratifica el poder del niño sobre ellos. Pero un niño convertido en hijo de sí mismo no tiene la misma relación con el mundo que otro que se reconoce y es reconocido en una filiación y una pertenencia familiar, en un contexto social proveedor de civilidades y de leyes.
Para el adolescente, este período rima a menudo con turbulencia y búsqueda de la distancia adecuada con el otro. La dificultad de encontrar desde el inicio una versión feliz de uno mismo suscita gran cantidad de tensiones con sus allegados, a quienes les cuesta reconocerlo y a menudo se sienten desarmados por sus actitudes. De pronto la complicidad desaparece. El adolescente redefine sus límites con padres que a sus ojos dejan de ser protectores para convertirse en obstáculos para su despliegue; entra en una larga fase de oposición en la que busca diferenciarse, arrancar su cuerpo de la tutela parental, encarnarse en su existencia. Se abre más a sus pares y anuda amistades fuertes, fundadas en compartir experiencias. La progresión hacia la edad de hombre es un proceso de separación-individuación, un alejamiento de la infancia y un volver a ubicarse en el mundo en cuanto sujeto. El adolescente escapa de las comparaciones, antaño ávidamente solicitadas. De pronto, la promiscuidad reemplaza a la familiaridad. Los padres dejan de ser admirados o de gozar de una posición de autoridad y se convierten en personas ordinarias y un poco molestas. Su rechazo traduce una voluntad de romper con la infancia y sus viejas dependencias.
Ese retiro de las investiduras sobre los padres a menudo alimenta un sentimiento grandioso de sí pero marcado de ambivalencia, pues con frecuencia está expuesto a la denigración de sí al menor revés. La afirmación de una singularidad, la inscripción en un cuerpo propio, no se hacen sin vivas tensiones con los padres, que se sienten apartados o provocados. Acceder a sí implica separarse simbólicamente de ellos. Sus ropas, su look, sus tatuajes o sus piercings, son en este sentido los elementos de una fábrica de sí. A esa edad, las marcas corporales son un lugar privilegiado de lo que se podría llamar la desmaternización del cuerpo.
El proceso conoce una sucesión de fases y requiere paciencia de los padres, sacudidos e inquietos por esos virajes siempre inesperados. Al mismo tiempo, el amor siempre está presente, y el joven necesita que sus padres lo tranquilicen en esa toma de autonomía. En su exploración del mundo circundante, busca su margen de maniobra de manera a veces torpe, reivindica simultáneamente su autonomía y la atención a su persona. El inicio de la edad de hombre o de mujer se conjuga de manera ambivalente con la voluntad de mantener los privilegios de la infancia. Estas solicitaciones son una demanda de reconocimiento, una manera de testear el interés de sus padres por él, aunque no tenga en cuenta la respuesta obtenida. La búsqueda de autonomía no se hace sin tanteos ni torpeza, porque de ningún modo pretende perder la protección de sus padres.
En ese momento, las relaciones afectivas y significantes en el interior de la familia son radicalmente perturbadas. El trabajo psíquico de los padres para la aceptación de la autonomía creciente de su hijo no es menor que el que atraviesa al adolescente en sus esfuerzos para separarse de ellos. La capacidad de los padres para contener esa turbulencia está ligada a su capacidad para renovarse en cuanto pareja e individuos. La cualidad de padres de adolescentes es totalmente específica, exige un profundo reacondicionamiento de la relación con un niño que, por los cambios radicales de su relación con el mundo y su apertura creciente hacia los pares, se les escapa. La tonalidad del pasaje adolescente está indisolublemente ligada a la capacidad de los padres para acoger a ese joven que les plantea tantos problemas. La pareja, desquiciada, se encuentra en la necesidad de redefinirse.
A menudo los padres atraviesan en el mismo período un cuestionamiento en el que crece un deseo de renovación, la “crisis de la mitad de la vida”. Expectativa de un cambio profesional, afectivo, la voluntad de vivir por fin un sueño largamente diferido. Los dos miembros de la pareja están en una encrucijada del camino, aún disponen de tiempo para cambiar de orientación. Si el joven se siente encerrado en un arnés familiar y trata de liberarse de él, a veces sus padres están en una voluntad cercana de cambiar las cosas. En el plano psíquico, se ven enfrentados con una reviviscencia de su propia adolescencia. La muchacha se convierte en una mujer joven, el varón en un hombre joven, ambos plantean sus propias exigencias. El padre y la madre pueden verse tentados de plantearse como seductores de su hijo, así no fuera sino para ocultar su edad, y reviven su posición edípica frente a sus propios padres. La relación con el niño convertido en grande se ajusta según otras modalidades afectivas.
“Padres dimitentes”
Así, las fronteras de las generaciones se borran o se derriban. El modelo ofrecido por los padres parece superado. Ellos mismos se sienten desguarnecidos frente a niños a quienes les cuesta comprender, aunque la mayoría de las veces respondan a su demanda. Las innumerables innovaciones tecnológicas de estos últimos años en materia de comunicación amplían la brecha. Por añadidura, la edad se ha vuelto intolerable, la adolescencia es en verdad ostentada por los mayores obsesionados por la voluntad de “permanecer jóvenes”, poco interesados en asumir una postura generacional que los envejece. Pero al no marcar las diferencias de edad y al no asumir su responsabilidad, privan al adolescente de los puntos de referencia necesarios para crecer y adquirir su autonomía. Los jóvenes se construyen apoyándose en sus mayores, así no fuera más que para superarlos u oponerse a ellos, pero si estos últimos se sustraen a su tarea, la apertura a la alteridad carece de consistencia. Afiches o avisos publicitarios suscitan la cuestión temible de saber quién es la hija y quién la madre. Ambas se parecen y están peinadas y vestidas de la misma manera, en una dilución de las diferencias que disimula mal la devoración de la hija. Las relaciones padre-hijo son tratadas con valores de acción, más masculinos, más en la vertiente de la complicidad viril, pero con la misma borradura de las diferencias generacionales. El hecho de volver juvenil el lazo social y la depreciación de la edad llegan aquí a su punto máximo.
Gran cantidad de adolescentes son librados a ellos mismos por falta de intervención y de consistencia de la autoridad familiar. Padres amigos que dejan hacer y abdican de su responsabilidad de mayores y de educadores. Es que la relación de seducción es contraria a una relación de educación, invierte los roles. Los padres encuentran un beneficio narcisista en detrimento del niño, que, allí donde debería encontrar unos padres, encuentra un espejo. La aprobación a toda demanda es a menudo vivida como un signo de indiferencia. Un padre amigo deja de ser un padre, sin ser un amigo. Y para los padres dimitentes, el niño rey a menudo se convierte en el adolescente tirano y con problemas. Educado en la omnipotencia de sus deseos y la manipulación interminable de su entorno, la confrontación con los otros fuera de la esfera familiar es un escollo. Para que el niño o el adolescente se afirme debe confrontarse, en el reconocimiento de su persona, con una ley, con prohibiciones, con una oposición; en suma, con lo acostumbrado de una transmisión encarnada por la presencia sólida de padres o de mayores que le indican el camino, explicándole los usos y dejando que se ubique como uno entre los otros.
La adolescencia es un período de construcción de sí en un debate interminable con los otros, sobre todo con los otros en uno, en la medida en que la búsqueda es la de saber lo que los otros pueden esperar de él y lo que él puede esperar de los otros. Al no haber conocido ninguna prohibición en su familia, al niño le cuesta trabajo inscribirse en la sociabilidad escolar. Nunca se enfrentó con las frustraciones que alimentan una vida cotidiana inmersa en el lazo recíproco con el otro. Entonces, multiplica los conflictos con los docentes o con los otros escolares. La ausencia de límites dinámicos y bien elaborados entre uno y el otro, entre uno y el mundo, induce una confusión entre el afuera y el adentro. Son jóvenes indiferenciados, que sufren, que están en busca de límites, en busca de lo que son. Su sentimiento de identidad es frágil, incierto; toda frustración, toda espera les es insostenible. Se vuelven agresivos cuando encuentran resistencia porque les cuesta trabajo comprender el punto de vista del otro. Al no haber conocido nunca un “no” educativo con el objeto de situarlos en un conjunto, jamás entran en la interdicción. Permanecen en su fortaleza omnipotente, sintiéndose permanentemente asediados, pues nunca conocieron otras maneras de conducirse. Siempre inseguros en su interior, sólo tropezándose con el mundo o los otros, poco a poco encuentran los límites que sus prójimos nunca les dieron.
En el contexto individualista de nuestras sociedades, los adolescentes se hallan en la necesidad, para lo mejor o para lo peor, de inventar sus creencias, sus líneas de orientación. Los mayores ya no tienen autoridad en la materia. Para esta clase etaria, la libertad está limitada por la mirada de los otros, por el poder del grupo para inducir normas flexibles pero pregnantes. La cultura de los pares suplanta a la de los padres, la transmisión se borra ante la imitación y procura un sentimiento de seguridad y de certidumbre frente a la obsolescencia circundante. El foco de la estima de sí se desplaza hacia la mirada de los otros más cercanos: no ya los padres, cuyo amor es seguro, sino aquel, despiadado y siempre cuestionado, de los pares, cuyo juicio se enuncia según el grado de coincidencia o no con modelos circundantes y provisionales. En la adolescencia, la ropa, el peinado, las actitudes –en suma: el aspecto– son elaborados como un lenguaje, una chapa de reconocimiento. La estilización de sí es una consigna. El look se convierte en una forma primera de socialización.
Existir es ser observado, es decir, marcado y distinguido. La tentación de existir en cuanto imagen, portador de signos valorizados, es difícil de rechazar porque está en juego la posición en el seno del grupo. “Para un joven, enarbolar un logo no es tanto querer alzarse por encima de los otros como no parecer menos que ellos. Incluso entre los jóvenes, el imaginario de la igualdad democrática hizo su obra, conduciendo a negarse a presentar una imagen de sí manchada de inferioridad desvalorizadora. Por eso, sin duda, la sensibilidad a las marcas se exhibe de manera tan ostensible en los medios desfavorecidos. Mediante una marca apreciada el joven sale de la impersonalidad, quiere mostrar no una superioridad moral, sino su participación entera e igual a los juegos de la moda, de la juventud y el consumo”, escribió Gilles Lipovetsky.
El trabajo sobre el cuerpo es percibido como individualizador, es una vía para escapar al sentimiento de la impersonalidad. La apariencia es el lugar privilegiado de la estima de sí y del sentimiento de identidad. El hipermercado del consumo provee a los jóvenes de signos necesarios para una diferenciación de sí regida por el universo de la publicidad y del marketing. Al abastecerse en los mismos estantes y al ser sensibles a los mismos medios de comunicación, terminan por asemejarse como clones, al tiempo que cada uno está convencido de tener un estilo propio y decididamente original. Nada se parece más a un adolescente de Buenos Aires que otro de Estrasburgo o de Coimbra: poseen las mismas ropas, los mismos cortes de pelo, utilizan los mismos geles, los mismos portátiles, escuchan las mismas músicas, frecuentan las mismas redes sociales en Internet. Aunque no hay que desconocer las diferencias de condiciones sociales, una cultura adolescente atraviesa las clases y las culturas.
* Texto extractado de Una breve historia de la adolescencia, de reciente aparición (ed. Nueva Visión).
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