martes, 21 de octubre de 2014

CONTRATAPA Homo Sonrisa

Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Está, por supuesto, la sonrisa de La Gioconda. Y la sonrisa de Mariano Rajoy (todos esos dientecitos como de piraña que sólo mastica en puré o hechos papillas a subalternos que se queman mientras él sigue y sigue recubierto en el teflón de su limbo de una inoperancia supuestamente maquiavélica pero...). Y las sonrisas casi orgásmicas que se les ponen a Tony Bennett y a Lady Gaga cuando cantan mejilla contra mejilla.
Y, ahora mismo, otra vez y para siempre, la sonrisa de David “Noodles” Aaronson (que es también la sonrisa de Robert De Niro) en el último segundo de las varias horas de Erase una vez en América. Esa película del italiano Sergio Leone –quien tuvo muy claro que el gangster es la secuela natural y refleja del cowboy– estrenada en 1984 y ahora, treinta años después, relanzada en DVD y Blu-ray. Con veintidós minutos más. Para que Rodríguez, sonriendo, vuelva a sonreír viendo, congelada, esa cálida sonrisa de Noodles.
DOS ¿De qué se ríe Noodles en un fumadero de opio de Chinatown a finales de la Ley Seca? Rodríguez vuelve a ver esa sonrisa y esa película un fin de semana de otoño por varios motivos. Vuelve a verla porque es una de sus películas favoritas, porque le da mucha curiosidad descubrir qué es lo que han encontrado de su metraje perdido (y, por una vez, esos restos e inserts suman mucho: Louise Fletcher como la críptica directora de un cementerio, una gran conversación de Noodles con un chofer judío acerca de los nazis, una aparición anticipatoria de ese camión de basura) y porque quiere confirmar lo que ya sospechaba. Y lo que confirma: Erase una vez en América es el mejor film de gangsters de todo los tiempos. Mejor incluso que la trilogía de El Padrino. ¿Por qué? Sencillo: detrás de El Padrino estuvo el muy estimable Mario Puzo. Arriba y abajo y por los cuatro costados de Erase una vez en América –aunque inspirada en una novela mediocre, The Hoods, redactada por un mafioso de segunda fila– está el cada vez más inmenso Francis Scott Fitzgerald. Y la sombra luminosa de un gangster proustiano (“¿Qué has hecho todos estos años?”, le preguntan a Noodles y Noodles responde: “He estado yéndome temprano a la cama”) de nombre Jay “Jimmy” Gatz, pero más y mejor conocido como el gran Jay Gatsby. Porque en Erase una vez en América –como en esas otras dos noir-variaciones Gatsby que son La llave de cristal, de Da-shiell Hammett, y El largo adiós, de Raymond Chandler– están la desesperada necesidad de repetir el pasado (corregido y aumentado), la inalcanzable musa amada (que aquí no es Daisy sino Deborah), el tiempo perdido a recuperar, los automóviles veloces, el agua como frontera y vehículo, la amistad traicionada, y esa compulsión por contemplarlo todo a través de mirillas y de agujeros en la pared y de espejos deformantes. Sí: en Erase una vez en América todos se miran pero nadie se ve.
TRES Y al caer la noche del domingo, Rodríguez, luego de revisar grandes recuerdos y descubrir cosas que se le habían pasado (como el Noodles adolescente leyendo el iniciático Martin Eden, de Jack London), estudia el pequeño documental que acompaña la reedición. Y allí vuelve a encontrarse, una vez más, con el peso de lo injusto. Leone demorando más de doce años en poder filmar su proyecto. Leone junio tras junio ocupando una mesa en las terrazas festivaleras de Cannes, seduciendo a estrellas y esperando a que algún productor se sentase para contarle su película fotograma por fotograma. Leone por fin consiguiendo financiación y filmando, para maravilla de los actores, con el fondo de la maravillosa música de Ennio Morricone (que alguien se olvidó de inscribir para los Oscar) compuesta desde tanto antes. Leone empezando a morir cuando en Estados Unidos le arrebatan su obra maestra y la recortan y la recompaginan más corta y cronológicamente, y adiós a sus lentitudes de vértigo y a las mejores elipsis en la historia del cine junto a ese hueso cósmico en 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick. Leone viendo cómo su película es considerada la peor del año y no viendo –cuando se la reconstituye poco tiempo después de su muerte en 1989– cómo el mismo crítico la reconsidera entonces la mejor de la década. Y Leone durante su estreno en Roma comenzando a responder a la pregunta de un espectador en cuanto al verdadero significado de la sonrisa de Noodles (“¿Es todo un sueño opiáceo?”) y, enseguida, siendo interrumpido por ese mismo espectador que prefiere no saberlo. Que prefiere que el misterio –y la sonrisa satisfecha– continúe congelado en el tiempo y en el espacio en el que se van a vivir, inmortales, los verdaderos clásicos.
CUATRO Y en la oscuridad del fin de fiesta, al enigma de la sonrisa se le suma el misterio del camión de basura esperando –de nuevo Gatsby– junto a una iluminada mansión corrupta en Long Island. ¿Se arroja allí dentro Maximilian “Max” Bercovicz empujado por la culpa? James Woods –quien bordó el rol de quien, casi amorosamente, manipula la vida de Noodles con modales de Nick Carraway– dice no saberlo. Y avisó que Leone, queriendo potenciar aún más la ambigüedad del momento, utilizó ahí a un doble porque –le explicó al actor– “quiero que sea tú pero no exactamente”. Y agregó Woods: “Una cosa es segura: el tipo no va a venir a cenar mañana”. En resumen y como bien lo advierte Noodles en un tramo del asunto: “Sabemos que no sabemos que sabemos”.
Y –hablando no de gangsters epifánicos de prosa romántica sino de ladrones de baja estofa y prosapia vulgar– los noticieros, después del ébola, abundan en noticias que producen en Rodríguez la misma sintomatología que el virus. Fiebre y náuseas y diarrea y escupir sangre sobre poderosos y políticos y sindicalistas y amiguitos reunidos bajo el rubro tan gangsteril de “consejeros”. Portadores todos de esas tarjetas “opacas” o “black” de Caja Madrid con las que se daban gustos y caprichos y botines millonarios a cuenta de ahorristas mientras la institución se venía abajo para ser rescatada con el dinero de todos. Ah, viajes largos y escapaditas cinco estrellas, sábados de shopping y navidades blancas, restaurantes y clubs y discos y masajes filipinos y lencería hot y –epa– arte sacro. Sólo les faltaron las camisas de seda virgen y los libros inmaculados y sin abrir de Gatsby. Y Hacienda –quien sabía del truco desde hace años– ahora decide perseguir, porque es lo que se lleva si no quieres que te lleven. Erase otra vez en la España de Urdangarín, de los Pujol, de Bárcenas, de Gürtel y hasta el infinito y más allá.
Allí están todos. Ninguno de ellos –porque sienten que siempre caerán parados– susurrando un “Me resbalé”, como el pequeño Dominic, muriendo a los pies del puente de Broo-klyn del rugiente Leone. Mucho menos pensando en si lo que corresponde sería lanzarse de cabeza a la trituradora basurera.
Eso sí: todos –sin la ayuda del opio ni ganas de acostarse a fumarlo o de irse a la cama temprano– sonríen y sonríen y no dejan de sonreír.
Y no hay misterio alguno –luego de tanto gastar y de gastarnos– a qué se deben sus sonrisas.

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