Entrevista a la escritora María Rosa Lojo, quien acaba de publicar su novela Todos éramos hijos. “Todos los cambios de la adolescencia coincidieron, para nosotros, con otros cambios en la política y la sociedad de la Argentina”.
Por Juan Ciucci
APU: ¿Cómo surge el libro?
María Rosa Lojo: Esta novela era una asignatura pendiente desde hacía mucho tiempo. La sentía como una deuda hacia mi generación: los que aún cursábamos el secundario en los comienzos de la década del ’70. Y también la veía como una especie de legado que era importante transmitir a los que son muy jóvenes (o más jóvenes) hoy.
Para muchos, y me incluyo, la adolescencia es quizá la etapa de la vida más desdichada, la más revulsiva, la que concentra más angustia e incertidumbres. Todos los cambios de ese período coincidieron, para nosotros, con otros cambios en la política y la sociedad de la Argentina. Y con la nueva mirada de la Iglesia Católica después del Concilio Vaticano II, cuando tantos religiosos se alinearon en la “llamada opción por los pobres” y surgió la Iglesia del Tercer Mundo. Siempre pensé que alguna vez escribiría sobre esos años violentos, ricos y confusos, esperando tener la distancia y la madurez como para dar cuenta de su complejidad.
APU: ¿Cómo fue el proceso de creación, entre el recuerdo personal y la ficción?
MRL: El libro es una novela: una construcción literaria donde las experiencias personales y colectivas se entrelazan en un relato imaginario que implica a un grupo de personajes y sus peripecias. Pero algunos caracteres ficcionales se basan de manera bastante cercana en personas reales. Frik, sobre todo, remite de manera especial a la adolescente que fui, aunque no sé si “fui” de veras esa muchachita, pero así la interpreto, la entiendo y la recuerdo hoy. Hay textos que escribí a los 16 y 17 años, como los poemas que sirven de epígrafes y que alguna vez aparecen también dentro del texto.
Algunos sucesos muy importantes en el libro, como la representación de Arthur Miller, cuyos actores eran chicas y chicos de los dos colegios, pasaron de verdad y fueron decisivos en nuestra formación. Lo mismo los debates sobre religión y política y en general, todo el clima de esa época, que responde a los recuerdos no solo míos, sino de muchas otras personas. Y noto esa identificación de mis contemporáneos en las devoluciones que ya me están llegando.
APU: ¿Cómo analiza los procesos de memoria colectiva e individual de esos años?
MRL: Los sucesos afectaron al conjunto de la sociedad, pero creo que hubo muchas clases de memoria. Algunas, paradójicamente, atadas al olvido. La negación fue una de las maneras de pensar el pasado. El miedo (a que la frágil democracia se desarmara, a que volvieran las condiciones del poder dictatorial) paralizó durante mucho tiempo la discusión política e impidió un recuerdo pleno de aquellos años.
También la idealización de los desaparecidos y los muertos obturó bastante la posibilidad de recordarlos con libertad y de movilizar todos los sentimientos que despertaron mientras vivían. La magnitud de las pérdidas, especialmente crueles por la atroz metodología que utilizó el Estado terrorista militar, contribuyó a eliminar o difuminar en parte los conflictos que las acciones de esas jóvenes víctimas desataron, en el seno de sus propias familias o en la relación con amigos que no necesariamente compartieron sus opciones. Que murieran en forma clandestina, fuera de la protección de la ley, sujetos sin defensa alguna a todo tipo de torturas y padecimientos, quizás hizo que esos conflictos se borraran o que pasasen a un plano oculto de la conciencia. Esta novela los repone, y creo que ese es uno de sus aportes originales.
APU: ¿Cómo aparece la utilización del teatro/lo teatral en la novela?
MRL: Las dos primeras partes (que deliberadamente se llaman “actos”) de la novela, giran específicamente en torno al teatro. Como dije, los protagonistas de la novela son un grupo de chicas y chicos de dos colegios religiosos que se unen para representar Todos eran mis hijos, de Arthur Miller, que actúa así como elemento facilitador y disparador de la intriga. Y por otro lado nos habla, desde lo simbólico, sobre los deberes, las responsabilidades y los valores equivocados que envenenan a la misma sociedad que los produce. Joe Keller, el empresario, representa esos valores. Antepone la ganancia, el éxito, la prosperidad personal, al deber prioritario para con su patria, pensando que no va a pasar nada. Pero los pilotos mueren por su culpa, por su ambición y su negligencia. Y es como si todos ellos hubieran sido sus hijos. Esa es la dolorosa verdad a la que tiene que enfrentarse hacia el final de la obra, cuando la farsa se derrumba, y Cris, el hijo sobreviviente, le recrimina lo que ha hecho.
También en mi novela hay padres juzgados por hijos que los consideran cuando menos responsables pasivos de las injusticias sociales. Y en los dos textos flota la idea de que finalmente son los más jóvenes quienes terminarán pagando con sus vidas las culpas, por acción o por omisión, de sus propios padres.
La novela en sí misma es dramática, trágica por momentos. Tiene mucho diálogo y múltiples perspectivas: en buena medida, es una obra coral que termina con una pieza de teatro breve, proyectada sobre una dimensión imaginaria: en el único espacio donde son posibles los reencuentros que la realidad negó a padres e hijos.
APU: ¿Qué discusiones de aquellos años le interesan rescatar?
MRL: Todos éramos hijos está cruzada por todo tipo de discusiones. Una de ellas concierne a la responsabilidad social de los cristianos, que adquiere un tono urgente y comprometido a partir del Concilio Vaticano II y del cónclave de los obispos en Medellín. Relacionada con esto, se encuentra la discusión política: la relectura que una juventud católica de clase media más o menos acomodada hace del peronismo, colocándose en una posición antagónica con respecto a la generación de sus padres, a menudo antiperonista, por derecha o por izquierda.
Otro fuerte debate, que llega hasta el enfrentamiento armado y que tiñe de sangre el regreso de Perón en Ezeiza, se da entre las distintas orientaciones dentro de los que se autotitulan peronistas o justicialistas: los sindicalistas ortodoxos de la vieja guardia, como el tío de Silvia Mancini, y los jóvenes enrolados en la Tendencia Revolucionaria.
También dentro de la misma Iglesia Católica pugnan sectores innovadores con otros conservadores. Los curas del Tercer Mundo y las monjas comprometidas con la Teología de la Liberación causan malestar cuando se visten casi como laicos y se mudan a barrios periféricos o a villas de emergencia para estar realmente con los más pobres y compartir su vida.
No falta un paneo de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA durante la primavera camporista del ’73, y la posterior intervención. Viví esos momentos de convulsión y violentos giros muy joven, entre mis diecinueve y veinte años.
Y por supuesto están los debates de siempre. La rebeldía y el desajuste que también puede sentir un adolescente de hoy frente a la existencia y sus desafíos, frente al misterio y la perplejidad de la vida. Frik se pelea todo el tiempo con Dios y con la teología, con las respuestas y las seguridades que no la conforman. Tampoco la satisfacen las de algunos de sus compañeros que se han entregado con pasión y fe a la militancia, y pelea como puede desde su propio territorio, el único que realmente va a tener en la vida, desde los claroscuros y las zonas fronterizas de la escritura.
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