Cuando resta un trimestre para finalizar el año, resulta ya imposible que se revierta una tendencia iniciada a fines del 2013, que es la caída en el nivel de ocupación y de masa salarial, elemento no menor para el actual gobierno, que hizo del trabajo y los ingresos los componentes centrales de su política económica. El Informe de Coyuntura del centro Cifra de la CTA, coordinado por el prestigioso investigador Eduardo Basualdo, señala que en términos interanuales, la desocupación aumentó un 4,2% y alcanzó al 7,5% de la población activa durante el segundo trimestre de este año, mientras que la subocupación demandante se incrementó en un 1,5%, lo cual “evidencia una destrucción neta de puestos de trabajo”. Asimismo, remarca que la aceleración del ritmo inflacionario desde mediados de 2013 impactó en el salario generando una caída interanual del 1,7% en el último trimestre del año pasado y 7,7% en el primero de este año, aunque aclara que en esta última medición no se contemplaron los reajustes por paritarias celebrados luego del estudio. Por último, en los que hace al Producto Bruto Interno (PBI, el total de lo producido por el país durante el año) el informe señala que mientras que en 2013 el mismo había crecido el 2,9%, en el primer trimestre de 2014 se redujo un 0,2% y, según la estimación del Estimador Mensual de Actividad Económica (EMAE) del Indec, un 0,3% en el segundo.
Se tratan de cifras relativas a la primera mitad del año, es decir, antes del pico del conflicto con el tándem formado por la Justicia norteamericana y los buitres, que derivó en una baja de las expectativas económicas y en la fuerte especulación contra el peso, todo lo cual permite prever que el actual 2014 será el primero del ciclo kirchnerista en el que tanto el nivel de empleo como de ingresos cerraran a la baja.
Sin duda alguna, la embestida de los buitres fue determinante para esta caída, aunque como se puede advertir en el citado informe, las tensiones en la economía surgían ya desde fines del año anterior. Por eso, resulta interesante advertir en qué medida estas caídas son el resultado del modelo económico heterodoxo implantado por el kirchnerismo desde 2003, el cual desafió los postulados neoliberales que rigieron en nuestro país durante los gobiernos de la dictadura cívico-militar (1976 y 1983), y más adelanta los del PJ y la UCR-Frepaso (1990 y 2001). Un acercamiento a esta respuesta, la pueden dar dos textos elaborados por quien fuera un reconocido economista y viceministro de Economía durante el alfonsinismo, Adolfo Canitrot (1928-2012), en los que analiza lo que denomina como “populismo económico”. En uno de estos textos, “La viabilidad económica de la democracia: un análisis de la experiencia peronista 1973-1976”, publicado por el Cedes en 1978, Canitrot se apoya en esta experiencia de gobierno –que guarda importantes diferencias pero también similitudes con el ciclo kirchnerista–, aunque su análisis va más allá e intenta dilucidar en qué medida estos modelos económicos pueden lograr sustentabilidad en sus objetivos de crecimiento y distribución del ingreso.
Allí, señalaba que la tercera experiencia peronista no tuvo en sus inicios un programa populista, ya que “el populismo resultó del fracaso de su política más que de sus intenciones”, por lo que en los hechos “el proceso económico del peronismo aparece como una reiteración de los experimentos populistas: ascenso de salarios, expansión de demanda, crecimiento por absorción de la capacidad ociosa, descenso de la inversión, lucha por distribución del ingreso, inflación acelerada, desmoronamiento de la balanza de pagos y gran crisis recesiva final”. En la descripción de este proceso, detallaba que como condición previa se requería de la existencia de capacidad ociosa así como de la transferencia de ingresos desde el sector rural, ya que sus divisas eran fundamentales para la incorporación de tecnología e insumos en la industria, y por otro lado, los asalariados debían destinar una parte no excesiva de sus ingresos a la compra de alimentos, de forma tal de tener un excedente para destinar a la compra de productos industriales (las manufacturas de origen industrial son las que mayor empleo generan). En el camino, “los incrementos de salario y el aumento del gasto público inducían la expansión. Pero esto sólo duraba un corto plazo. Al acercarse el pleno empleo se agudizaba el conflicto entre beneficios y salarios. Y la inflación se aceleraba”, siendo esta suba de precios “la manifestación económica de la resistencia de algunos sectores de la sociedad a las pautas de distribución que pretenden imponérsele. Como fenómeno se autoalimenta y adquiere autonomía y desdibuja la política económica”.
En otro texto, “La experiencia populista de redistribución de ingresos” publicado en Desarrollo Económico en 1975, Canitrot analizaba específicamente estos modelos basados en el aumento del salario “que fracasaron en cuanto se los pretendía perdurables”. Allí, comenzaba sosteniendo que la forma de favorecer el salario y los empleos industriales (que son los de mayor cantidad en términos relativos), es cuando existen recursos y trabajadores ociosos, lo cual, sostenía, “a la vez posibilita y limita la política económica populista”. Nuevamente, describía que la misma suele nacer en recesión, una etapa en la que asalariados e industriales tienen intereses complementarios de crecimiento, pero que el conflicto suele surgir cuando se llega al pleno empleo, pues allí comenzaba la anteriormente descripta puja distributiva que generaba la inflación, y “la burguesía industrial se inclina hacia una nueva alianza con la burguesía rural, el populismo termina enredado en sus propias contradicciones y un nuevo programa de orden y recesión emerge”. Agregaba, al respecto, que “sería soberbia o inocencia del economista” pensar que la causa de la inestabilidad argentina es que quienes dirigen la economía fallan en no saber cuál es la medida óptima de distribución que permita a la industria, el campo y sus respectivos trabajadores funcionar en armonía, ya que “para ello habría que suponer previamente que las varias clases sociales pueden converger en una propuesta común, ya sea por acuerdo ya sea por imposición de una sobre las demás. En tanto eso no ocurra, las fluctuaciones económicas habrán de persistir. La inestabilidad es la expresión del conflicto de clases”.
Con todo, para Canitrot “la redistribución de ingresos al estilo populista es una experiencia destinada a la frustración”, por lo que, señalaba, era necesario “sustituir el populismo por un proyecto reformista o socialista”, aunque reconocía que esto era “otro cantar”.
Se tratan de cifras relativas a la primera mitad del año, es decir, antes del pico del conflicto con el tándem formado por la Justicia norteamericana y los buitres, que derivó en una baja de las expectativas económicas y en la fuerte especulación contra el peso, todo lo cual permite prever que el actual 2014 será el primero del ciclo kirchnerista en el que tanto el nivel de empleo como de ingresos cerraran a la baja.
Sin duda alguna, la embestida de los buitres fue determinante para esta caída, aunque como se puede advertir en el citado informe, las tensiones en la economía surgían ya desde fines del año anterior. Por eso, resulta interesante advertir en qué medida estas caídas son el resultado del modelo económico heterodoxo implantado por el kirchnerismo desde 2003, el cual desafió los postulados neoliberales que rigieron en nuestro país durante los gobiernos de la dictadura cívico-militar (1976 y 1983), y más adelanta los del PJ y la UCR-Frepaso (1990 y 2001). Un acercamiento a esta respuesta, la pueden dar dos textos elaborados por quien fuera un reconocido economista y viceministro de Economía durante el alfonsinismo, Adolfo Canitrot (1928-2012), en los que analiza lo que denomina como “populismo económico”. En uno de estos textos, “La viabilidad económica de la democracia: un análisis de la experiencia peronista 1973-1976”, publicado por el Cedes en 1978, Canitrot se apoya en esta experiencia de gobierno –que guarda importantes diferencias pero también similitudes con el ciclo kirchnerista–, aunque su análisis va más allá e intenta dilucidar en qué medida estos modelos económicos pueden lograr sustentabilidad en sus objetivos de crecimiento y distribución del ingreso.
Allí, señalaba que la tercera experiencia peronista no tuvo en sus inicios un programa populista, ya que “el populismo resultó del fracaso de su política más que de sus intenciones”, por lo que en los hechos “el proceso económico del peronismo aparece como una reiteración de los experimentos populistas: ascenso de salarios, expansión de demanda, crecimiento por absorción de la capacidad ociosa, descenso de la inversión, lucha por distribución del ingreso, inflación acelerada, desmoronamiento de la balanza de pagos y gran crisis recesiva final”. En la descripción de este proceso, detallaba que como condición previa se requería de la existencia de capacidad ociosa así como de la transferencia de ingresos desde el sector rural, ya que sus divisas eran fundamentales para la incorporación de tecnología e insumos en la industria, y por otro lado, los asalariados debían destinar una parte no excesiva de sus ingresos a la compra de alimentos, de forma tal de tener un excedente para destinar a la compra de productos industriales (las manufacturas de origen industrial son las que mayor empleo generan). En el camino, “los incrementos de salario y el aumento del gasto público inducían la expansión. Pero esto sólo duraba un corto plazo. Al acercarse el pleno empleo se agudizaba el conflicto entre beneficios y salarios. Y la inflación se aceleraba”, siendo esta suba de precios “la manifestación económica de la resistencia de algunos sectores de la sociedad a las pautas de distribución que pretenden imponérsele. Como fenómeno se autoalimenta y adquiere autonomía y desdibuja la política económica”.
En otro texto, “La experiencia populista de redistribución de ingresos” publicado en Desarrollo Económico en 1975, Canitrot analizaba específicamente estos modelos basados en el aumento del salario “que fracasaron en cuanto se los pretendía perdurables”. Allí, comenzaba sosteniendo que la forma de favorecer el salario y los empleos industriales (que son los de mayor cantidad en términos relativos), es cuando existen recursos y trabajadores ociosos, lo cual, sostenía, “a la vez posibilita y limita la política económica populista”. Nuevamente, describía que la misma suele nacer en recesión, una etapa en la que asalariados e industriales tienen intereses complementarios de crecimiento, pero que el conflicto suele surgir cuando se llega al pleno empleo, pues allí comenzaba la anteriormente descripta puja distributiva que generaba la inflación, y “la burguesía industrial se inclina hacia una nueva alianza con la burguesía rural, el populismo termina enredado en sus propias contradicciones y un nuevo programa de orden y recesión emerge”. Agregaba, al respecto, que “sería soberbia o inocencia del economista” pensar que la causa de la inestabilidad argentina es que quienes dirigen la economía fallan en no saber cuál es la medida óptima de distribución que permita a la industria, el campo y sus respectivos trabajadores funcionar en armonía, ya que “para ello habría que suponer previamente que las varias clases sociales pueden converger en una propuesta común, ya sea por acuerdo ya sea por imposición de una sobre las demás. En tanto eso no ocurra, las fluctuaciones económicas habrán de persistir. La inestabilidad es la expresión del conflicto de clases”.
Con todo, para Canitrot “la redistribución de ingresos al estilo populista es una experiencia destinada a la frustración”, por lo que, señalaba, era necesario “sustituir el populismo por un proyecto reformista o socialista”, aunque reconocía que esto era “otro cantar”.
Modelos alternativos. Es posible que la experiencia económica del kirchnerismo haya sido la cuarta, luego de las tres gobernaciones de Perón, en la que, a grandes rasgos, se verificaron los ciclos del populismo económico. Esto da cuenta de un posible final ríspido, pero también de un proceso que permitió restituir algunos de los derechos que el neoliberalismo les quito a la clase trabajadora, otorgándole un nuevo piso desde el cual resulta fortalecida para disputar su posición con los grupos económicos.
La actual coyuntura plantea un panorama complejo, pues, lejos de las reformas estructurales que afecten al poder económico y mucho más aún del socialismo, la alternativa que plantea gran parte de la oposición con opción real de poder, es cumplir con ese programa de “orden y recesión” que reclama actualmente la gran burguesía industrial y agropecuaria, y que significa anular muchas de las conquistas de los últimos años. Un programa comprendido en ese otro modelo que, en los hechos y más allá de los discursos, fue el que de forma alternativa predominó en la Argentina: el de las recetas liberales. Que no es otra cosa que otorgarle a las corporaciones la iniciativa en el diseño de la política económica, bajo la tesis de que recreando las condiciones favorables al capital, éste regresará en forma de créditos e inversión, lo que permitirá un crecimiento económico que luego beneficiará al conjunto de la población.
Una teoría que en nuestro país nunca pudo probarse en la realidad. A comienzos de este año, el ministro de Economía, Axel Kicillof, lo describió de este modo: “Nos mintieron durante décadas con que el objetivo del gobierno debía ser primero crecer para después distribuir; nosotros estamos demostrando no sólo que era mentira sino que era exactamente al revés la receta que nos lleva al crecimiento sostenido: hay que distribuir para poder crecer. La teoría del derrame fue el libro de texto oficial con el que en la Argentina se provocaron las mayores desgracias macroeconómicas. Con nuestras medidas, en la práctica, estamos refutando esa teoría que nos decía a los argentinos que teníamos que postergar nuestra esperanza, postergar nuestros anhelos, siempre teníamos que esperar que llegara el momento de la distribución que nunca llegaba”.
Valga aquí también la cita a un escritor. Y es que con su exquisita prosa, mejor aún lo sintetizó a mediados de los noventa el escritor Tomas Eloy Martínez, quien poca simpatía tenía por cualquier tipo de populismo, pero que no obstante afirmó: “Desde la metrópoli nos anunciaron que había llegado el fin de la historia –lo que también significa el fin de las utopías– y nos vaticinaron una era de bonanza bajo el modelo triunfante del neoliberalismo. La mayoría de nuestros gobiernos democráticos han aceptado ese credo, con la certeza de que las miserias actuales afrontadas por los pueblos latinoamericanos serán compensadas por las abundancias del futuro. “Para que haya menos pobres es necesario que, antes, los ricos sean mucho más ricos”, afirma la doctrina neoliberal. Ese mandato de resignación se asemeja al de las religiones fatalistas: “Para entrar en el reino de los cielos es necesario ser antes humillado y ofendido”. Los vaticinios han sido errados, no porque nuestros pueblos sean impacientes o insensatos, sino porque la resignación termina donde empieza la voluntad de sobrevivir”.
La actual coyuntura plantea un panorama complejo, pues, lejos de las reformas estructurales que afecten al poder económico y mucho más aún del socialismo, la alternativa que plantea gran parte de la oposición con opción real de poder, es cumplir con ese programa de “orden y recesión” que reclama actualmente la gran burguesía industrial y agropecuaria, y que significa anular muchas de las conquistas de los últimos años. Un programa comprendido en ese otro modelo que, en los hechos y más allá de los discursos, fue el que de forma alternativa predominó en la Argentina: el de las recetas liberales. Que no es otra cosa que otorgarle a las corporaciones la iniciativa en el diseño de la política económica, bajo la tesis de que recreando las condiciones favorables al capital, éste regresará en forma de créditos e inversión, lo que permitirá un crecimiento económico que luego beneficiará al conjunto de la población.
Una teoría que en nuestro país nunca pudo probarse en la realidad. A comienzos de este año, el ministro de Economía, Axel Kicillof, lo describió de este modo: “Nos mintieron durante décadas con que el objetivo del gobierno debía ser primero crecer para después distribuir; nosotros estamos demostrando no sólo que era mentira sino que era exactamente al revés la receta que nos lleva al crecimiento sostenido: hay que distribuir para poder crecer. La teoría del derrame fue el libro de texto oficial con el que en la Argentina se provocaron las mayores desgracias macroeconómicas. Con nuestras medidas, en la práctica, estamos refutando esa teoría que nos decía a los argentinos que teníamos que postergar nuestra esperanza, postergar nuestros anhelos, siempre teníamos que esperar que llegara el momento de la distribución que nunca llegaba”.
Valga aquí también la cita a un escritor. Y es que con su exquisita prosa, mejor aún lo sintetizó a mediados de los noventa el escritor Tomas Eloy Martínez, quien poca simpatía tenía por cualquier tipo de populismo, pero que no obstante afirmó: “Desde la metrópoli nos anunciaron que había llegado el fin de la historia –lo que también significa el fin de las utopías– y nos vaticinaron una era de bonanza bajo el modelo triunfante del neoliberalismo. La mayoría de nuestros gobiernos democráticos han aceptado ese credo, con la certeza de que las miserias actuales afrontadas por los pueblos latinoamericanos serán compensadas por las abundancias del futuro. “Para que haya menos pobres es necesario que, antes, los ricos sean mucho más ricos”, afirma la doctrina neoliberal. Ese mandato de resignación se asemeja al de las religiones fatalistas: “Para entrar en el reino de los cielos es necesario ser antes humillado y ofendido”. Los vaticinios han sido errados, no porque nuestros pueblos sean impacientes o insensatos, sino porque la resignación termina donde empieza la voluntad de sobrevivir”.
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