LA CONTRA.
Vaya a saber uno por qué extraño mandato a los escribas se nos da por mezclar el equinoccio vernal (el paso del invierno a la primavera), la magia, el bolsito con empanada gallega de caballa –que para atún no daba la plata– y el picnic obligado en el Parque Pereyra, al que todos íbamos dispuestos a creer en la poesía y a enamorarnos como perros jadeantes. Seguramente ayudaba que el bucólico espacio lleno de árboles, arbustos y bichos colorados, a los citadinos nos convertía en una criolla versión de faunos en vaqueros persiguiendo ninfas que pocas, muy pocas veces, se dejaban alcanzar.
En cuanto pibas y pibes despegaban, un poco, de la tutela familiar, en sus cabezas hirvientes de hormonas, feromonas y otras monas, el 21 de septiembre se proyectaba como un día especial. En esas alturas de sus vidas aún no sabían que el período de bobaliconería y erotismo campestre tenía fecha de caducidad, que de los 18 en adelante la música sonaría de otra manera, más política, y que el que seguía con los picnic arbolados pertenecía a la marciana raza de los boy scout. Corrían los ’60 camino de los ’70, y tipos como Tanguito cantaban Amor de primavera:
Allá a lo lejos/ puedes escuchar/ a un amor de primavera/ que anda dando vueltas/ que anda dando vueltas…
El Parque Pereyra era como un imán, y pocos recordaban que había tenido otro nombre unos años antes, Parque de los Derechos de la Ancianidad, cuando el gobierno de Domingo Perón se lo expropió a los Pereyra. Historia que Beatriz Guido rescató en su novela El incendio y las vísperas. El estupor de la aristocracia ante una osadía que llenaba de negros un jardín particular, y hasta dónde se atreverían a llegar, si además prendieron fuego al Jockey Club, señora. Si podían expropiar a los Pereyra Iraola el apocalipsis estaba a la vuelta de la esquina. Claro, para los picniqueros de voces en pleno cambio y algún que otro acné, eso era Historia Antigua.
Un poco menos antigua que el paso de la monarquía por ese edén de la oligarquía vacuna, como sucedió cuando en 1887 llegó a Buenos Aires Don Carlos de Borbón y Austria, duque de Madrid, frustrado aspirante al trono de España como Carlos VII y pretendiente del trono de Francia como Carlos XI de Francia y Carlos VI de Navarra. O sea, un personaje con muchos alias pero condenado a jugar en la “B”. Lo trasladaron en un tren especial, con todo su séquito y en la compañía del vicepresidente Carlos Pellegrini. Podemos presumir fiesta campera en gran estilo, porque anotan los cronistas que incluyó salir a cazar ñandúes.
No era la primera vez que la sangre noble visitaba esos campos que un paisajista belga convirtió en un exótico jardín, importando árboles desde los puntos más remotos del globo. Algunos años antes los Pereyra, que venían dedicándose a la cría de ganado Shorthon, ampliaron la familia importando un progenitor cara blanca, de raza Hereford, bautizado Niágara. Diría que Niágara tuvo un destino algo más distendido que Carlos de Borbón y Austria, porque, aparte de distribuir sus genes artesanalmente, porque aún no se había inventado la inseminación artificial, hoy pervive en la etiqueta de un whisky nacional llamado “de los criadores”. O sea, que antes de los picnic en una estancia expropiada por la horda clasista, ya había quién picniqueaba de lo lindo y quién corría detrás de atractivas hembras receptivas. Y que conste que estamos hablando de Niágara.
Pero, volviendo unos pasos atrás, al cambio de categoría, geografía y objetivos al cruzar la frontera de cierta edad, deberíamos reconocer la continuidad de los picnic o de los parques. Porque aunque, parodiando eso de que la guerra es la continuación de la política por otros medios, de Clausewitz, se entraba en la etapa en que el amor era el sexo por otros medios, aquellos ’60 y ’70 estaban infisionados por la política. O sea que el dejar para los imberbes y sus equivalentes féminas los picnic a la sombra, no eliminaba el atractivo del 21 de septiembre y mucho menos la ebullición, como una especie de fiebre del heno, que se traducía en enamoramientos tumultuosos, pocas veces de larga duración, pero siempre de intensidad terremoto fuerza ocho.
Así, el cronista recuerda un campeonato relámpago de fútbol en un picnic distinto, organizado por “troscos”, al que fue invitado porque en su desinformada posición sobre el comunismo –la del cronista– les parecía un aliado táctico, cuando en realidad era un diletante que confundía a Stalin con Lenin y no le parecía grave. Y lo recuerda porque, patadura, fue a parar al arco de uno de los dos equipos que llegó a la final. Partido que se definió por penales, y copa que ganó el cronista atajando dos penales, entusiasmado hasta el delirio deportivo por troscas de miradas húmedas; las “porreras” de Don León. Tanta ingenuidad mezclada con hormonas y consignas merecería la canción que ponen en boca de Tanguito en la película que le dedicaron:
Pueden robarte el corazón/ cagarte a tiros en Morón/ pueden lavarte la cabeza/ por nada.
La escuela nunca me enseñó/ que al mundo lo han partido en dos/ mientras los sueños se desangran, / por nada.
Pero el amor es más fuerte, / pero el amor es más fuerte…
Y, algunos años más atrás, cuando el hermano menor del cronista, un 16 de septiembre del ’55, que presagiaba un 21 sin picnic porque el 23 triunfaría la Revolución Libertadora, se quedó sin cumpleaños porque la Marina del almirante Isaac Rojas amenazaba con cañonear la destilería de YPF y los habitantes de Berisso evacuaban la ciudad llevando lo que podían cargar, en columnas como las que mostraba el cine en la Segunda Guerra Mundial. Columnas que pasaban por el barrio. La torta del cumple, hecha en la casa era, casualmente, un barco con mástiles de caramelo. Aquel pibe sin fiesta y aquella primavera sin picnic.
Tiempo difícil, y siempre doloroso, el de ser muy joven. Aún no se ha desarrollado la coraza de cinismo necesaria, y hasta los festejos por un equinoccio se pueden convertir en una mala historia. Tiempos en que un poema ingenuo, naif, como el que Gabriela Mistral dedicó a la primavera: “Doña Primavera/ viste que es primor, /de blanco, tal como/ limonero en flor./ Lleva por sandalias/ unas anchas hojas/ y por caravanas/ unas fucsias rojas./ ¡Salid a encontrarla/ por esos caminos!/ ¡Va loca de soles /y loca de trinos!”, se puede transformar en una caminata mar adentro, como la que emprendió Alfonsina Storni.
Tal vez por eso, casi cederíamos a la tentación de adecuarnos al ritmo de los tiempos, es decir, a la superstición masiva, para sugerir un par de ritos de transición. Como, por ejemplo, encender velas negras y blancas, en pares, por toda la casa, pintar huevos de gallina como si fueran los del conejo de Pascua, soplarse el ombligo y pensar en ser buenos, ay, muy buenos. Con seguridad esto no sirve para nada, pero mientras lo hace está entretenido y se olvida de las penas, al tiempo que siente cómo la corriente subterránea de la primavera le alborota las venas y sabe que, como es época de siembra, al fin donde haya veinte personas es probable que se formen más de diez parejas.
Por cierto que hoy el Parque Pereyra, ex De los derechos de la Ancianidad, ex estancia “San Juan”, ex hogar de ñandúes que no se imaginaban un futuro de cuadriciclos apestando el campo, sigue más o menos igual, porque al fin los árboles siempre son árboles; los arbustos, esa cosa que molesta, y los bichos colorados también su hacen su picnic con los que se recuestan en el pasto, aunque más no sea para que se les pase la borrachera de cerveza. Eso sí, los manteros africanos antes no estaban. No al menos los manteros de Senegal, que recuperan la presencia de la negritud de los tiempos de Juan Manuel de Rosas, a quien no citamos por casualidad, al fin de cuentas Simón Pereyra, el fundador de la estirpe, era primo hermano por parte de madre de la esposa de Juan Manuel de Rosas.
En fin, humedades. Porque si alguno menor de 20 va de picnic al Parque Pereyra no será justamente para aprender historia. Si no, tal vez, metafóricamente, para alimentar la Historia, porque con la primavera llega el tiempo de la siembra; que también es una metáfora.
En cuanto pibas y pibes despegaban, un poco, de la tutela familiar, en sus cabezas hirvientes de hormonas, feromonas y otras monas, el 21 de septiembre se proyectaba como un día especial. En esas alturas de sus vidas aún no sabían que el período de bobaliconería y erotismo campestre tenía fecha de caducidad, que de los 18 en adelante la música sonaría de otra manera, más política, y que el que seguía con los picnic arbolados pertenecía a la marciana raza de los boy scout. Corrían los ’60 camino de los ’70, y tipos como Tanguito cantaban Amor de primavera:
Allá a lo lejos/ puedes escuchar/ a un amor de primavera/ que anda dando vueltas/ que anda dando vueltas…
El Parque Pereyra era como un imán, y pocos recordaban que había tenido otro nombre unos años antes, Parque de los Derechos de la Ancianidad, cuando el gobierno de Domingo Perón se lo expropió a los Pereyra. Historia que Beatriz Guido rescató en su novela El incendio y las vísperas. El estupor de la aristocracia ante una osadía que llenaba de negros un jardín particular, y hasta dónde se atreverían a llegar, si además prendieron fuego al Jockey Club, señora. Si podían expropiar a los Pereyra Iraola el apocalipsis estaba a la vuelta de la esquina. Claro, para los picniqueros de voces en pleno cambio y algún que otro acné, eso era Historia Antigua.
Un poco menos antigua que el paso de la monarquía por ese edén de la oligarquía vacuna, como sucedió cuando en 1887 llegó a Buenos Aires Don Carlos de Borbón y Austria, duque de Madrid, frustrado aspirante al trono de España como Carlos VII y pretendiente del trono de Francia como Carlos XI de Francia y Carlos VI de Navarra. O sea, un personaje con muchos alias pero condenado a jugar en la “B”. Lo trasladaron en un tren especial, con todo su séquito y en la compañía del vicepresidente Carlos Pellegrini. Podemos presumir fiesta campera en gran estilo, porque anotan los cronistas que incluyó salir a cazar ñandúes.
No era la primera vez que la sangre noble visitaba esos campos que un paisajista belga convirtió en un exótico jardín, importando árboles desde los puntos más remotos del globo. Algunos años antes los Pereyra, que venían dedicándose a la cría de ganado Shorthon, ampliaron la familia importando un progenitor cara blanca, de raza Hereford, bautizado Niágara. Diría que Niágara tuvo un destino algo más distendido que Carlos de Borbón y Austria, porque, aparte de distribuir sus genes artesanalmente, porque aún no se había inventado la inseminación artificial, hoy pervive en la etiqueta de un whisky nacional llamado “de los criadores”. O sea, que antes de los picnic en una estancia expropiada por la horda clasista, ya había quién picniqueaba de lo lindo y quién corría detrás de atractivas hembras receptivas. Y que conste que estamos hablando de Niágara.
Pero, volviendo unos pasos atrás, al cambio de categoría, geografía y objetivos al cruzar la frontera de cierta edad, deberíamos reconocer la continuidad de los picnic o de los parques. Porque aunque, parodiando eso de que la guerra es la continuación de la política por otros medios, de Clausewitz, se entraba en la etapa en que el amor era el sexo por otros medios, aquellos ’60 y ’70 estaban infisionados por la política. O sea que el dejar para los imberbes y sus equivalentes féminas los picnic a la sombra, no eliminaba el atractivo del 21 de septiembre y mucho menos la ebullición, como una especie de fiebre del heno, que se traducía en enamoramientos tumultuosos, pocas veces de larga duración, pero siempre de intensidad terremoto fuerza ocho.
Así, el cronista recuerda un campeonato relámpago de fútbol en un picnic distinto, organizado por “troscos”, al que fue invitado porque en su desinformada posición sobre el comunismo –la del cronista– les parecía un aliado táctico, cuando en realidad era un diletante que confundía a Stalin con Lenin y no le parecía grave. Y lo recuerda porque, patadura, fue a parar al arco de uno de los dos equipos que llegó a la final. Partido que se definió por penales, y copa que ganó el cronista atajando dos penales, entusiasmado hasta el delirio deportivo por troscas de miradas húmedas; las “porreras” de Don León. Tanta ingenuidad mezclada con hormonas y consignas merecería la canción que ponen en boca de Tanguito en la película que le dedicaron:
Pueden robarte el corazón/ cagarte a tiros en Morón/ pueden lavarte la cabeza/ por nada.
La escuela nunca me enseñó/ que al mundo lo han partido en dos/ mientras los sueños se desangran, / por nada.
Pero el amor es más fuerte, / pero el amor es más fuerte…
Y, algunos años más atrás, cuando el hermano menor del cronista, un 16 de septiembre del ’55, que presagiaba un 21 sin picnic porque el 23 triunfaría la Revolución Libertadora, se quedó sin cumpleaños porque la Marina del almirante Isaac Rojas amenazaba con cañonear la destilería de YPF y los habitantes de Berisso evacuaban la ciudad llevando lo que podían cargar, en columnas como las que mostraba el cine en la Segunda Guerra Mundial. Columnas que pasaban por el barrio. La torta del cumple, hecha en la casa era, casualmente, un barco con mástiles de caramelo. Aquel pibe sin fiesta y aquella primavera sin picnic.
Tiempo difícil, y siempre doloroso, el de ser muy joven. Aún no se ha desarrollado la coraza de cinismo necesaria, y hasta los festejos por un equinoccio se pueden convertir en una mala historia. Tiempos en que un poema ingenuo, naif, como el que Gabriela Mistral dedicó a la primavera: “Doña Primavera/ viste que es primor, /de blanco, tal como/ limonero en flor./ Lleva por sandalias/ unas anchas hojas/ y por caravanas/ unas fucsias rojas./ ¡Salid a encontrarla/ por esos caminos!/ ¡Va loca de soles /y loca de trinos!”, se puede transformar en una caminata mar adentro, como la que emprendió Alfonsina Storni.
Tal vez por eso, casi cederíamos a la tentación de adecuarnos al ritmo de los tiempos, es decir, a la superstición masiva, para sugerir un par de ritos de transición. Como, por ejemplo, encender velas negras y blancas, en pares, por toda la casa, pintar huevos de gallina como si fueran los del conejo de Pascua, soplarse el ombligo y pensar en ser buenos, ay, muy buenos. Con seguridad esto no sirve para nada, pero mientras lo hace está entretenido y se olvida de las penas, al tiempo que siente cómo la corriente subterránea de la primavera le alborota las venas y sabe que, como es época de siembra, al fin donde haya veinte personas es probable que se formen más de diez parejas.
Por cierto que hoy el Parque Pereyra, ex De los derechos de la Ancianidad, ex estancia “San Juan”, ex hogar de ñandúes que no se imaginaban un futuro de cuadriciclos apestando el campo, sigue más o menos igual, porque al fin los árboles siempre son árboles; los arbustos, esa cosa que molesta, y los bichos colorados también su hacen su picnic con los que se recuestan en el pasto, aunque más no sea para que se les pase la borrachera de cerveza. Eso sí, los manteros africanos antes no estaban. No al menos los manteros de Senegal, que recuperan la presencia de la negritud de los tiempos de Juan Manuel de Rosas, a quien no citamos por casualidad, al fin de cuentas Simón Pereyra, el fundador de la estirpe, era primo hermano por parte de madre de la esposa de Juan Manuel de Rosas.
En fin, humedades. Porque si alguno menor de 20 va de picnic al Parque Pereyra no será justamente para aprender historia. Si no, tal vez, metafóricamente, para alimentar la Historia, porque con la primavera llega el tiempo de la siembra; que también es una metáfora.
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