sábado, 20 de septiembre de 2014

Epitafio patagónico Por Oscar Armando Bidabehere

Dos grande bloques inclinados, como los de las pirámides de Egipto, emergen en la costa rocosa, queriendo con su sola presencia señalar el lugar elegido. Los pies se hunden en los cantos rodados, pulidos y esmaltados por el agua salada, antes de que podamos acariciar esos portentosos mojones. En derredor, cuencos cavados en la piedra, que el oleaje inunda en su vaivén. Allí confundidas con las algas, las cenizas de quien fuera Andrés, o su sombra que deambula en el rumor de las piedras, con esa música de las mareas, entre recados y plegarias. Los creyentes se persignan. La brújula señala el sur, un cartel anuncia: Cueva de los Leones. Palomas antárticas vuelan sobre nuestras cabezas, como escuadrillas de recepción. Tras media hora de caminata, cruzando las vías, Puerto Deseado se extiende remolón entre las rocas, como saliendo de una siesta, seduciendo al visitante con sus bellos atardeceres. Quien ha visto esas puestas de sol, sobre la Bahía Uruguay, queda hechizado para siempre. Aguzando el oído, se deja escuchar un piano, que fluye de alguna casa del vecino barrio, trayendo esa melodía que cautivaba a Cortázar, “el llamado de los pájaros”. Los de las islas que pululan en la ría.

Con el ferrocarril inaugurado en 1909, vinieron los abuelos, y terminaron asentándose en Koluel Kaike, menuco en lengua tehuelche, o aguada, una de las catorce estaciones ferroviarias, bautizada así en 1914. Allí nació Ángel, en 1920, bajo el signo de la huelga, que se repetiría, extendiéndose, en el ’21 . Era el padre de Andrés, un par de años antes había nacido su único hermano, el tío Pepe. A partir de ahí, la tragedia los acompañará como una sombra acuciante, huelgas, represión, guerras y muertes, marcarán para siempre sus destinos. En diciembre del ´21, el tren va y viene cargado con la soldadesca que comanda Varela, encabezando la represión. Por esa latitudes anda José Font, “Facón Grande”, líder de los huelguistas, a quien el general de la nación dio el beso de Judas, para terminar fusilándolo, inerme y sin defensas. Los Armendáriz, padres de los niños, poseían un almacén de ramos generales, y el enfrentamiento los encuentra en medio de ese fuego cruzado, la confusión es grande, ya no se sabe quién es quién, primero sufren un saqueo, y luego son expuestos al rigor de la nevada, en una noche cerrada de invierno. El hombre ante tanto jaleo, temió por su familia, además, su esposa enfermó de pulmonía, agravándose el panorama, ¿qué hacer? Es cuando envía a su mujer e hijos a España. La madre pronto muere, y los huérfanos quedan a cargo de solícitas tías, así crecieron en un país donde convivían las esperanzas revolucionarias, y el oscurantismo religioso. Pronto soplarían vientos de fronda, que culminaron con la guerra civil, iniciada en julio del ’36. Rojos contra franquistas. Había olor a pólvora. Navarra, donde vivían, fue famosa por el “terror caliente”, y las ejecuciones extrajudiciales perpetradas por los sublevados franquistas. Signos premonitorios, que se proyectarían sobre la vida de Ángel y su descendencia. Nada fue gratis para esos jóvenes, pero sortearon el chubasco, llegó el tiempo en que Ángel se casó, y vino la prole, siete chavales, la mayoría mujeres. La pasaron mal con el yugo franquista, escaseaba la comida, había días en que una lata de sardinas debía alcanzar para todos, según contaba Andrés. Entonces Ángel comienza a pensar en volver a su patria, y emprende el regreso con su compañera y los niños, cruzando el Atlántico en un viejo vapor. Treinta días. “Repatriado” dice el sello estampado en el pasaporte. Julio del ’58, invierno en la Argentina, choque si los hay, pues ellos venían del verano europeo. El país tenía una democracia precaria, con proscripciones, a la salida de la llamada “libertadora” que había derrocado a Perón. El mundo celebra el premio Nobel a Boris Pasternak por su obra Doctor Zhivago, precisamente, zhivago, una palabra que en ruso significa vida, recrea las tribulaciones del hombre y su devenir, algo que alcanza a Ángel y su compañera Felisa. La realidad les era esquiva, pero no se arredran, tienen un dilema que no deja de perturbarlos: ¿cómo mantener tantas bocas?, un año antes ya habían enviado a Lidia, su pequeña de diez años, a casa del hermano, que los precedió en el regreso. Cuando el contingente llega al puerto de Buenos Aires, aquel 26 de julio, era el aniversario de la muerte de Eva Perón, la abanderada de los humildes. Andrés tenía apenas nueve años, la curiosidad y avidez de su edad, lejos estaban de pensar que aquella mujer, cuya sola mención levantaba olas entre el pueblo, que la reivindicaba con unción, marcaría con los años, su vida para siempre, haciéndola bandera de lucha.

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