Por Luis López Nieves (1950)
a Adeline Kuang
DICE QUE la ciudad comienza a cansarla. Le aburre contar las ventanas entre las calles del Cristo y de la Cruz. Ese juego ya no la entretiene. Le sugiero que salgamos a la campiña pero ella dice que no, que le aterra salir de las murallas, que afuera todo es insectos, malezas, bestias, indios salvajes. Dice que esta isla se ha convertido en un castigo, en el antiparaíso, y que ya no sabe qué hacer. Afuera de las murallas es un infierno, dentro de las murallas es otro infierno, y ya le cansa contar ventanas.
Desde la última invasión de los holandeses, hace dos años, no se encuentra un libro para leer. La ciudad quemada, casi en ruinas; la catedral silenciosa. Ya no se oye el repicar de las campanas que se robaron los holandeses sacrílegos, ni la música del órgano que destrozaron con sus hachas. Las paredes de las casas están cubiertas de cenizas. Y ese persistente olor a quemado, a hecatombe, ha cambiado el aire que se respira en la ciudad. El cielo es un domo de nostalgia, el cabalgar de los caballos es diferente; nada, nada es igual en San Juan Bautista.
"Es el fin del mundo" dice ella de pie, en el medio de la sala, mirando las vigas del techo y soltándose el largo cabello negro que yo tanto amo; y así, vestida con su traje blanco, de pronto se sienta en el suelo, en el mismo centro de la sala, y con los codos sobre las rodillas empieza a llorar de golpe. Las esclavas corren a socorrerla pero ella ordena que la dejen quieta, que no le pasa nada; me mira a través de las lágrimas y repite que es el fin del mundo, que los holandeses nos han robado la ciudad. Devastado, impotente, la miro en silencio porque no sé qué decir.
La dejé en el muelle de la Puerta de San Juan y luego subí a mi balcón. Desde entonces me he negado a bajar. Vi su barco partir de la bahía: me dijo adiós con su mano enguantada mientras nos mirábamos en silencio. Ella con sonrisa inevitable, dolorosa; yo con lágrimas que ella no podía ver porque estaba lejos. El barco zarpó. María Cristina en su ancho traje de algodón rosado, al lado del mástil principal, me saludaba despacio. Yo veía el agua tan azul de la bahía, el traje volátil de mi mujer azotado por la brisa, las velas del galeón que ondulaban como alas gigantescas; blancas y leves flotaban en el viento. Y esa brisa se llevó la nave. Tras llegar a la boca de la bahía desapareció rumbo a Sevilla. Y yo sigo aquí en el balcón, sentado, escrutando día tras día el vil horizonte.
Esa procesión que pasa frente a mi casa, afligida y nocturna, no me emociona. Apenas escucho el rosario que las mujeres repiten en voz baja. Sigo sentado en mi balcón, velando el horizonte debajo de la luna. Esas antorchas y farolas que con su luz abren la noche, ya no me importan nada. La Semana Santa no significa nada. Este próximo domingo, Día de la Resurrección, no tendré nada que celebrar. La Catedral no podrá doblar las campanas, el coro cantará sin órgano y yo dormiré sin el aroma suave del cabello de María Cristina. Es el fin del mundo.
Anoche pasó otra procesión frente a mi casa. Aún quedan cabos de vela en la calle. Las señoras y las niñas vestían de negro, cubrían sus cabezas con mantillas negras, y la luz amarillenta de las teas y farolas iluminaba las ventanas que mi mujer ya no quiso contar. Yo escuchaba la letanía de las caminantes y la recordaba a ella en esa misma calle, su traje blanco en el sol, pero me bastaba cerrar los ojos un instante para recordar el galeón que abandonó la bahía lentamente, el traje rosado enardecido por el viento, el guante blanco diciéndome adiós.
Me acusan de misantropía. Quieren que renuncie a mi balcón. Mis amigos me invitan a la plaza o quieren llevarme a cabalgar. Me sugieren que tome el sol. Los veo a todos muy preocupados y los comprendo, creo que yo haría lo mismo por un amigo, pero es que a mí ya no me importa. Ayer estuve a punto de insultar al Obispo, quien permaneció casi toda la tarde conmigo en el balcón e insistió en escuchar mi confesión, pero me negué a contarle nada. Me dice que estoy enfermo, que padezco melancolía, y me pide que lo acompañe a la Catedral, a ese mismo edificio de paredes chamuscadas que tanta tristeza causó a mi mujer desde que se quedó sin música ni campanas. Pero no me importa lo que piense él ni nadie. Así se lo dije esta mañana al mismo Gobernador, quien también vino a pedirme que abandonara el balcón. Me habló sobre mis deberes ante los súbditos de la corona, ante el Rey, ante Dios. Luego, en tono severo, me recordó que soy biznieto de conquistador y médico de la ciudad. Dijo que los enfermos me necesitan. Mientras me hablaba bostecé muchas veces y me dediqué, como siempre, a examinar el horizonte en espera del traje ancho de María Cristina.
Mis esclavas, las pobres, no dicen una palabra. Cuando traen las bandejas de comida creo ver algo de tristeza en sus ojos, aunque no puedo estar seguro porque sé que nunca me han querido. No importa. Seguirán llevándose las bandejas como las trajeron, sin tocar, con la comida intacta, y yo me quedaré en el balcón esperando el galeón que deberá volver. Lo que me han dicho mis amigos con voz temblorosa, y luego repetido el Obispo y el Gobernador en tono misericordioso, no es cierto. Es una mentira abominable. Sé que no hubo ninguna tormenta en alta mar. Es sólo un rumor. Tiene que serlo. Yo esperaré en este balcón hasta que vuelva el galeón, sus velas tremolando como alas gigantescas. El traje rosa estará junto al mástil. Volveré a sentir el aroma suave del cabello de mi mujer, la caricia lenta de su mano en mi rostro.
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