En mi familia, mi padre, mi madre, mi abuela, mi hermana y mi abuelo murieron uno tras otro. Como yo no tenía aún siete años en el momento de la muerte de mi abuela, conservo pocos recuerdos de ella. No obstante, sin que yo sepa el porqué, me quedan dos bien definidos.
Por una razón cualquiera, hice enojar a mi abuelo y él se puso de pie para golpearme, algo que hacía muy raramente. Yo quise escapar. Para mí era fácil, pero me daba lástima mi abuelo ciego que me perseguía golpeándose contra los pilares y desgarrándose los shojis (naturalmente, el abuelo conocía todos los rincones de la casa, pero alterado no sabía hacia dónde dirigirse). Entonces, me acuclillé en una esquina de la habitación. Justo en el momento en que él me iba a atrapar, la abuela vino a protegerme. El abuelo, ignorando que se trataba de la abuela, se puso a golpearla. Arrinconada, ella tiró una mesita, volcó un hervidor y mojó la parte inferior de su kimono. Después, cayó al suelo lanzando un grito. El abuelo, de pie, quedó petrificado mientras yo continuaba en cuclillas. Entonces los tres nos pusimos a llorar.En esa época éramos frágiles y llorones. Pero después de que murió la abuela, el abuelo ya no tuvo fuerzas para llorar.
Los tres vivíamos en una casa grande bastante apartada del mundo, pero felices. Mis abuelos, que perdieron a sus hijos, me amaban profundamente. El abuelo, consciente del amor ciego de la abuela, parecía querer de vez en cuando liberarse de él, pero siempre se dejaba atrapar también.
Otro de mis recuerdos se refiere a algo que pasó el día en que murió mi abuela. Muy friolenta, ella estaba postrada, toda acurrucada, delante del altar de los ancestros. Hacía un año que sufría de escalofríos y de disentería, y al verla adormecida así, no nos extrañó en lo particular.
Se había levantado para desayunar y no se aguantó las ganas de comerse una sandía, luego se volvió a acostar. Yo permanecí allí, cerca de su almohada, cuando me dijo que deseaba ponerse sus calcetas. Tomé un par de color blanco y se las puse. Veo todavía sus pequeños pies con los dedos arrugados. Después, la abuela quitó su colchón del lugar donde se encontraba, cerca del altar búdico, para meterlo al dormitorio y me pidió que le pusiera un cobertor sobre los pies.Yo, que fui extremadamente mimado, solía atormentar a la abuela, pegarle y darle de patadas. Inútil es decir que mis abuelos, ni él ni ella, nunca me pidieron que los cuidara; e incluso, si lo hubieran hecho, por supuesto que no los habría obedecido. A pesar de todo, cuando le puse sus calcetas a la abuela y cuando le tendí la cobija sobre sus pies, no me conmoví en realidad; sin embargo, algo pasó en mí. Lo comprendí después, cuando murió, dos o tres horas más tarde. Yo, que era tan joven, cambié bruscamente. Más tarde, no hablé con nadie, y ahora, cuando pienso en ella, me alivia haber conservado este recuerdo.
La abuela se extinguió a las dos de la tarde. El abuelo, enloquecido, salió de la casa, dio vuelta hacia la derecha y llegó cerca de un gran limón:
"¡O-Mito! ¡O-Mito!...", gritó de una manera aguda y dolorosa.
O-Mito era una amiga de la casa que venía a vernos con frecuencia. Vivía frente a la antigua vivienda de una vieja familia del pueblo, a dos cuadras de nuestra casa. (Del dolor del abuelo por la muerte de la abuela, no me acuerdo más que de su voz.) O-Mito llegó. Dos veces, la abuela hizo un movimiento imperceptible del codo. O-Mito no nos dijo una palabra.
El día del entierro llovió muchísimo. Mi hermana, criada en casa de unos parientes, regresó al pueblo. Fuimos hasta el cementerio. A mí me sostenían Tanekichi y Nihira (el esposo y el hijo de O-Mito), y a mi hermana algún otro. Es el único recuerdo que conservé.
Creo que la abuela murió al inicio del otoño, ya que aún no se ponía sus calcetas y la estufa no estaba encendida, y no puedo olvidar la silueta del abuelo, parado debajo del limón, aquel árbol tan sombrío y solitario en el que maduraban los frutos amarillos, semejantes a los ojos humanosÊde mirada nostálgica.
Al día siguiente de los servicios funerarios, fuimos a recoger los huesos. Cayeron hechos cenizas porque los quemaron durante mucho tiempo.
Después de la muerte de la abuela, me volví cada vez más caprichoso. O-Sono, una de nuestras parientas, vino a encargarse de nosotros. Yo salí sin hacer ruido al jardín situado al oeste de la casa, me apoyé perezosamente en el muro y miré largamente al abuelo que cantaba sutras búdicos. Un día, traté tímidamente de abrir la puerta del altar de los ancestros donde ardía una lamparita. Delante se encontraban dos pantallas blancas que me recordaron inmediatamente a mi abuela. Su nombre póstumo estaba allí caligrafiado: "Koanin Tomyoji Rakuhozenjo ni."
Para abrir y cerrar las pantallas, se giraba con el dedo una pequeña manija de metal que estaba allí fijada. Contemplé la lámpara del altar. Me sentí triste porque las manos habían manchado el contorno de la cerradura, ahora toda ennegrecida.
Hundido en mis reflexiones, algunos jirones de recuerdos me llegaron a la memoria.
En nuestra casa había en la planta baja dos retretes. Para hacer uso de uno de ellos, se debía bajar al jardín, abrir una pequeña puerta a un lado del cuarto de los condimentos (que ya no se utilizaba) y pasar por un camino sombrío y húmedo. No sé por qué, pero yo me veía allí mimadoÊpor la abuela y pegado a sus faldas.
Recientemente, la casa fue vendida a un tal Iwajiro; mientras ordenaba algunas cosas en el desván descubrí, en el primer piso, una caja llena de gorras de gasa negra. Al punto pensé que pertenecían a mi abuela, y me sentí un tanto nostálgico. He querido evocar su cara, pero se confunde con la del abuelo y no consigo diferenciarlas. La abuela se puso calva mucho antes que él y llevaba con frecuencia gorros. Confundía también la cabeza de la abuela con la de mi tía abuela de Kamimura, aún con vida, pero que no había vuelto a ver desde hacía mucho tiempo; y vi bajo mis ojos dos gorros flotar en el vacío.
Antes de que yo entrara a la escuela primaria, la abuela me enseñó los silabarios y dispuso al lado mío de muchos norimaki, lo cual me hacía muy feliz. De constitución débil, no conseguía comer y me gustaban mucho aquellos sushis picantes enrollados por una laminilla de pescado macerado en salsa de soya.
Nacido prematuramente de padres con mala salud, nadie creía que yo pudiera vivir y crecer. De niño, mi aspecto físico era lamentable. No recuerdo que haya tomado alimentos con regularidad antes de la edad de ocho años. Fue la voluntad de la abuela la que consiguió que me apegara un poco a la vida. Con frecuencia escuché decir que los vecinos criticaban los grandes cuidados que me prodigaba y que me debilitaron aún más. Con todo, fue gracias a su atención que no estoy muerto. Cuando entré a la escuela primaria, resfriado como siempre, con los cabellos largos, todos me veían con expresión de disgusto.
El abuelo y la abuela entonces se preocupaban mucho porque, aparte de ellos, yo no conocía nada del mundo exterior. Cuando volví a casa después de pasar el examen de admisión de la escuela, ellos me ofrecieron una buena comida. O-Mito, quien me acompañó, les dijo que muchos niños se pusieron a llorar, menos yo. Lo cierto es que lloré en el salón de exámenes.
A menudo me fingía enfermo para faltar a la escuela. El abuelo y la abuela me acostaban de inmediato y me daban medicamentos. Los niños se iban en filas a la escuela bajo la dirección de un vigilante. Cuando mi ausencia duraba mucho tiempo, ellos venían a buscarme a la casa. Terminaban por abrir a la fuerza la puerta corrediza y nos lanzaban piedras. Permanecíamos en casa hasta muy tarde, a puerta cerrada. Después de que se iban, podíamos ver las numerosas pintas que dejaban tras de ellos.
Sin duda, no era necesario dejar por escrito todos estos recuerdos; de ahora en adelante, no corro el riesgo de olvidarlos, pero ¿son lo suficientemente importantes como para que quiera olvidarlos?
(Traducción de José Dimayuga)
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