Por Mario Wainfeld
Esta nota se escribe mientras una cantidad apreciable de hinchas salen del sacudón y pueblan las calles de ciudades o pueblos vitoreando a su equipo. No les pagan con choripán, ni los acarrean en bondis: “la opo” no tiene nada que denunciar. Tampoco hubo una convocatoria de la que pueda ufanarse el oficialismo. Más que un reconocimiento, es una celebración. Ocurre en el mismo día de la derrota, cuando el dolor es todavía intenso.
Ponerlo en las primeras líneas cifra lo que se fue armando en un mes gozoso y placentero. Amerita un homenaje a las dos partes: al pueblo futbolero que supo enamorarse paso a paso de la Selección y a un equipo profesional compacto, solidario y con garra para regalar.
Una generación, dicho en términos redondos, la nacida en democracia, disfrutó por primera vez una Copa hasta el domingo decisivo. Hizo punta en eso de honrar a los luchadores que se la bancaron. No fueron resultadistas, privilegiaron ciertos valores sobre el éxito.
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Alemania fue el equipo que mejor jugó en el Mundial, con un margen amplio. Brilló en dos partidos en los que goleó: contra Portugal y contra Brasil. Superó en la cancha a sus adversarios en los demás, aun contra Ghana. Ayer sudó la gota gorda, como nunca antes. Venció por un pelito en un partido en el que rigió una regla del potrero cuando se va la luz: el que hace el primer gol gana.
A los nuestros no les faltaron oportunidades, hubo por lo menos tres clarísimas. Los germanos tuvieron las suyas, todo fue muy parejo, palo y palo.
La narrativa del fútbol es pródiga en hipótesis contrafactuales. Pudo ser mejor el desenlace en el Maracaná, pudimos quedar en el camino antes. Si el poste y la suerte no nos salvaban en el minuto final contra Suiza, íbamos destruidos a la definición por penales, con pronóstico reservado.
No llegábamos a la final si Javier Mascherano no interceptaba el tiro del final del holandés Robben con la punta del pie. Lo hizo porque es un fenómeno, un héroe del sacrificio. Y porque tiene los ventrículos tan grandes como bien puestos.
Si el Pipita Higuaín metía esa pelota que le regalaron los alemanes, tal vez hubiéramos dado la vuelta aunque quedaba mucho por jugarse. Seguramente no les hubiera quedado aire y tiempo a los campeones si Rodrigo Palacio le pegaba con el pie y no con el tobillo a la pelota con la que le hizo un sombrero al arquero Neper.
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Problemas de filiación: esta gente nos tiene de hijos. Nos eliminaron en instancias previas tres veces contra ninguna. Y nos batieron en dos finales contra una. Surgen desafíos institucionales para el Estado otra vez ausente, que interpelan al próximo gobierno. Antes de que empiece Rusia 2018 habrá que interponer una medida cautelar para que los ahora tetracampeones no puedan jugar contra nosotros. Un juzgado amigable siempre se encuentra.
Las argumentaciones deberán elegirse según pinte el contexto político, en este país pendular. Acaso sea con un discurso garantista, basado en la vigencia de los derechos humanos. O, por el contrario, una demanda de “mano dura” acusando a los alemanes de reincidentes (vaya si lo son), que deben ser castigados con todo el peso de la ley.
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Tonifica que levante la Copa quien jugó con despliegue, mucho espíritu colectivo, buen trato a la pelota y vocación de atacar masivamente casi siempre.
También son valiosas las señales de Argentina, un grupo apasionado y querible. Las fantasías sobre el estallido de los “cuatro fantásticos”, de partidos en que se cambiara gol con gol sólo se cumplieron contra Nigeria. Las lesiones gravitaron: primero Sergio Agüero y luego Angel Di María. Los azares inciden también... La salida del Kun le dejó margen a Alejandro Sabella para ir imponiendo sus tácticas, aliviándole resistencias. Así se ganó a pulso el consenso de los hinchas.
La falta del entrañable Fideo rosarino fue sensible, quizá determinante. Enzo Pérez, que se desempeñó muy bien, no alcanza la talla de Di María, un jugador excepcional.
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El impacto político del fútbol es comidilla de tantos análisis. No sólo en el ámbito local. Acaso el papa Francisco haya sufrido traspiés severo en varios terrenos. El hosco alemán Benedicto XVI le ganó la interna futbolera vaticana. Fuentes episcopales niegan un rumor que corrió como reguero de agua bendita: es falso que el abdicante le haya gritado a su sucesor el gol en latín, su lengua favorita.
Tal vez en la Santa Sede preocupe más que las plegarias de los pastores evangelistas brasileños, vestidos con la casaca germana, hayan resultado más atendidas que las del pontífice argentino.
No hay quien descarta una ofensiva protestante, aunque sólo los alarmistas hablan de un despliegue beligerante de evangelistas, hugonotes, luteranos, calvinistas y testigos de Jehová.
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No nos sumaremos, por ser un tema ajeno a nuestra competencia, al “operativo clamor” para que el técnico siga en funciones. La hinchada nacional ya lo canta, porque Sabella se granjeó su respeto.
Uno de los legados de esta selección es ser superior (o, aun, distinta) a los equipos de nuestros domingos: en el juego y también en escatimar fingimientos, patadas alevosas y llanto ante los fallos arbitrales. Por eso, uno cree que es injusto igualar a Sabella con el impresentable Carlos Salvador Bilardo. Le gustará proponer tácticas menos ofensivas que las que predican periodistas o hinchas u otros técnicos. Pero ni sus declaraciones, ni su forma de comportarse, ni la conducta de sus jugadores prodigaron mala leche.
Cómo plantarse en la cancha es un tema discutible, opinable al mango. Más clara es la raya que separa al jugar con todo y sin trampas de la mala fe, la ideología berreta que propone “ganar a cualquier costo”, incluyendo la violencia, los bidones o los alfileres.
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Valoremos la lealtad de los muchachos sin dejar de denunciar las trapisondas de alguna dependencia gubernamental. Varias fuentes independientes, que nos suplican las mantengamos en reserva, nos cuentan una torpe operación de los Servicios de Inteligencia argentinos. Se enteraron, gracias a una nota del periodista Martín Rodríguez, que Alemania unificada jamás había sido campeona en un Mundial. Los tres éxitos previos correspondieron a la Alemania Federal u Occidental. Los services se infiltraron en la concentración de los rivales, les espetaron esa primicia. El primer impacto sobre los jugadores fue brutal. Se amedrentaron y desconcentraron a lo loco. En parte porque son bastante estructurados en general. En parte porque se desayunaban de que no formaban parte de la élite que había levantado la Copa. En parte, esto lo contamos en potencial por contar sólo con seis fuentes, porque los servicios habrían exhibido armas blancas.
El equipo técnico alemán reaccionó con la clásica eficiencia de ese país. Encomendó un video motivador. Se hizo una licitación relámpago (ahí prima la transparencia) y se lo emitió ante el conmovido plantel. El corto era bien simple: una síntesis del partido contra Brasil, con todos los goles. La edición contenía íntegros y reiterados los terribles seis-siete-ocho minutos en los que clavaron cuatro tantos. La pieza se amenizaba con el tema “Lili Marlene” y un acting medio procaz de una muchacha vagamente parecida a Marlene Dietrich aunque más siliconada. La extraña elección musical y la facha de la mujer suscitaron rumores: el video lo habrían filmado unos argentinos pícaros que se colaron en la licitación y se alzaron con una pila de euros. Sería otro papelón internacional, por ahora no se cuenta con pruebas suficientes.
Al gobierno nacional (que estaría detrás de la movida) el tiro le salió por la culata. Los alemanes se miraron en el espejo y se vieron (casi) invencibles. El escándalo doméstico está a un tris de estallar, rodarían cabezas.
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¿Se celebra una victoria o una derrota? La cuestión dividió al Instituto Dorrego. Un sector quiso emparentar la performance con la batalla de San Lorenzo o el 17 de Octubre, fechas de avances de la causa nacional y popular. Otros propusieron ser más lineales y asociarlos a derrotas que dejaron semilla, como podrían ser la Vuelta de Obligado o la batalla de Ayohúma. La fractura parecería inminente y podría propagarse a Carta Abierta, que se propone debatirlo y dar a conocer un breve documento.
Un poco más en serio. La competencia deportiva no deja espacio: ayer se perdió y alpiste. La saga colectiva del Mundial fue una fiesta. Es positivo internalizar en grupo al “relato” instalado: hay equipo por sobre las individualidades.
En las postrimerías se vio a un atribulado Lionel Messi cargando el Balón de Oro. La hinchada nacional se lo hubiera concedido a Mascherano o al equipo. Es una buena alternativa para una cultura que se arroba en exceso por “los mejores” o “los únicos”. Esa percepción que construimos entre muchos, para ser coherente, no debería afearse cayéndole a Lio. El pibe estuvo lujoso en varios partidos, marcó goles memorables y seguramente sintió la pesada mochila de la comparación con Diego Maradona. Tal vez Sabella entendió ese dato mejor y antes que la mayoría.
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