Por Ailín Bullentini
Era 29 de mayo de 1976 y Ramón Ayala salía de la cancha de Tigre. Todavía vivía en Victoria, localía de su equipo, y aquel día había trabajado hasta el mediodía. Ya no era empleado de Astilleros Mestrina, sino de unos talleres navieros privados en La Boca. Su tío Zoilo y su primo Carlos Boncio tampoco: de Mestrina se los había llevado meses antes un camión del Ejército junto a otros cuatro compañeros, algo que todavía lastima en Ayala: “No los volví a ver”. Aquella tarde, no obstante, estaba contento. El Matador había ganado, pero todo se volvió peligroso de repente. “El Ejército te fue a buscar a tu casa”, le dijo un vecino que lo cruzó en el camino. Ayala escuchó el mensaje, repasó de inmediato los últimos meses de su vida y en ese mismo momento decidió escapar: “Mi tío, ni mi primo ni ninguno de los que se llevó el Ejército apareció. Que se vayan a la mismísima mierda, yo de acá me voy”, reconstruyó la justificación con la que se empujó al exilio interno.
Ayala vivió en Corrientes ocho años, regresó a Victoria con los primeros soles de la democracia y entonces sólo una vez contó esta historia frente a la Justicia, antes de enterrarla hasta el juicio que empezó esta semana y evalúa las responsabilidades de un puñado de represores, entre los que se encuentran Reynaldo Bignone y Santiago Riveros, en la desaparición de sus familiares y las violaciones a los derechos humanos de otras seis decenas de trabajadores durante la última dictadura cívico militar argentina.
Ayala fue uno de los primeros testigos en declarar en el undécimo debate oral que se realiza por la megacausa Campo de Mayo y que, por las características de las víctimas, es popularmente conocido como el juicio de los obreros. “Traje mi versión porque mi sobrina me lo pidió”, aseguró a este diario sobre el testimonio que ofreció el martes pasado. El ex trabajador naval, ahora jubilado, es uno de los testigos más importantes de la causa que investiga la desaparición de seis trabajadores del Astillero Mestrina, algunos delegados, el 24 de marzo de 1976.
“Los milicos llegaron entre las 9 y 9.30 de la noche en un camión del Ejército. Los soldados rodearon todo el astillero y el jefe, no sé si era un teniente o coronel, subió a la oficina de los jefes de la empresa y bajaron con una lista. Nos llamaron a todos y empezaron a nombrar a la gente que se llevaron. ‘¿Quién es Fulano de tal? Arriba del camión; ¿quién es Mengano de tal? Arriba del camión’, así. Se llevaron a seis”, reconstruyó el hombre de 70 años. Para entonces, hacía once años que trabajaba como soldador eléctrico de Mestrina.
Varios de los empleados que el Ejército secuestró esa noche eran delegados, como el tío y el primo de Ayala, que “peleaban por mejoras salariales para la gente; los apretaban a los patrones para que dieran aumento”, explicó. Incluso recordó un antecedente: la muerte del delegado Oscar Echeverría, a quien acribillaron a balazos en febrero de 1976 junto a un compañero y su esposa. “Nosotros no dudábamos de que había sido la policía y que lo habían matado por ser delegado”, indicó Ayala, quien detectó el mismo denominador común en los secuestros y desapariciones posteriores. También unificó responsables: “Fueron los jefes los que les dieron los nombres, los señalaron a todos los muchachos. Los entregaron porque les tocaban el bolsillo”.
Durante la semana siguiente, Ayala preguntó a diario por sus familiares y compañeros: “Les preguntaba a mis patrones, quería saber si los muchachos necesitaban cigarros o lo que fuera. Me daba mucha rabia no saber qué les había pasado, dónde estaban”, explicó. Nunca obtuvo respuesta. La rabia lo empujó a “pedir permiso para trabajar en otro lugar”. Durante algunos meses fue empleado en unos talleres tercerizados del puerto de La Boca, aunque mantenía su domicilio en Victoria. Hasta aquel sábado de mayo, cuando allí lo fue a buscar el Ejército. Los militares hicieron guardia durante diez días en la puerta de su casa, esperándolo.
“Me costó mucho irme, pero lo tuve que hacer. Estuve en Rosario y de allí me fui a Concordia, donde vivía mi padre”, detalló con pena. Regresó al norte del conurbano “con la democracia de Alfonsín” y volvió a empezar. Aquellos días fue citado por “los tribunales de San Isidro” donde, recordó, “sólo preguntaron vagamente por si conocía a los desaparecidos”. Nunca más la Justicia requirió de su memoria hasta la investigación que decidió ahondar sobre lo ocurrido con “los obreros de zona norte”. Su declaración en el juicio que ventila las violaciones a los derechos humanos de trabajadores de astilleros Mestrina y Astarsa, ceramistas y metalúrgicos, lo dejó “tranquilo”: “Fue un aporte a algo que me parece correcto porque lo que hizo esta gente fue una gran injusticia”.
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