Por Laura Vales
Puteando, con los ojos llorosos y el hijo menor en brazos, tomó aire y ordenó:
–¡No pongan cara de orto!
Lo gritó en general, apuntando a todos los que estaban en el Obelisco y, como él, luchaban como podían contra la decepción. Unos diez o veinte chicos se subieron a las rejas de la plaza y otros treparon, con esfuerzo, a lo alto de un semáforo para hacer ondear una bandera. Abajo hubo aplausos al terminar el partido, pero cuando la televisión mostró al equipo argentino formado para recibir las medallas, los aplausos pasaron a ovación. Así fue el puntapié inicial de los festejos en la 9 de Julio: primero bronca contenida, después cantos entre lágrimas, finalmente la llegada de miles de personas desde todos los barrios porteños y el conurbano. La celebración, masiva, desbordó el centro.
Avanzada la noche hubo grupos de jóvenes que tiraron piedras, atacaron móviles de la TV y fueron reprimidos por la infantería (ver aparte), poniéndole un final indeseado al festejo, con más de 30 detenidos. Pero antes de estos incidentes, lo que se había visto había sido una celebración multitudinaria y familiar. Pese a la derrota, cientos de miles se volcaron al centro llevando a sus chicos, como parte de esa tradición de llevar a los hijos a los festejos del Mundial, sabiéndolos un recuerdo para toda la vida.
“Se jugaron todo, y eso es lo que vale”; “haber llegado a la final tiene mucho mérito”; “igual estoy contento, estoy orgulloso”, fueron algunos de los motivos dados por los que marcharon al Obelisco.
En la Plaza de la República había habido presencia desde temprano. Cientos de personas llegaron a partir del mediodía al centro, muchísimos desde lejanos puntos del Gran Buenos Aires, para seguir allí el partido. Pronto descubrirían que había sido un error: en la 9 de Julio no hubo pantallas gigantes donde seguirlo. Caminando por la avenida, a las cinco de la tarde se podían escuchar insultos al por mayor contra el jefe de Gobierno porteño, Mauricio Macri, porque las pantallas gigantes del Obelisco estaban en otra.
A lo largo de la 9 de Julio se fueron formando grupos en la puerta de los escasos bares abiertos y con televisor. Las mesas, por supuesto, se llenaron. En el interior los que entraron se apretaron como sardinas, los que quedaron afuera y con suerte pegaron la nariz contra el vidrio y el resto tuvo que conformarse con estirar el cuello y escuchar el relato de la radio por el teléfono celular.
Por eso en medio del partido, una parte de los que habían llegado al Obelisco, frustrados, emprendieron un éxodo contrario de regreso a sus casas. “Vinimos desde Claypole. Cuando llegamos, vimos que en ninguna de las pantallas gigantes daban el partido. Tratamos de verlo en el plasma de un bar pero no se podía, lo teníamos a 30 metros”, se lamentó Walter Acevedo. Había ido acompañado por su mujer, Yanina, y pequeña hija de dos años.
Los vendedores ambulantes agotaron sus stocks de banderas, remeras, gorros y cuanta cosa ofrecieran con los colores celeste y blanco. En la esquina de la 9 de Julio y Juan Domingo Perón, Carlos Núñez contó que la venta fue record. “Tenemos un microemprendimiento de los apoyados por el Gobierno, en Avellaneda; hacemos banderas”, explicó. “El miércoles, con el partido con los holandeses, nos quedamos sin nada. Hicimos de apuro otras 300 banderas para hoy y acá estamos.”
Por la cantidad de gente que marchó hacia el centro no sólo quedó cortada la 9 de julio, sino también la avenida Corrientes hasta la altura de Callao y varias cuadras de Córdoba y Santa Fe. Además, hubo concentraciones en otros puntos de la ciudad, como Retiro y el Parque Centenario, donde sí hubo pantallas que transmitieron el partido.
En la calle se cantaron los clásicos como “Brasil decime qué se siente” y “Argentina / sos un sentimiento / no puedo parar”. “El que no salta es alemán” compitió extrañamente con “Y ya lo ve / el que no salta es un inglés”.
Por los bordes del área cerrada al tránsito, desfilaron caravanas de automóviles y colectivos cargados a tope. Gabriel Cetrino –33 años, vecino de Lanús Este, Monte Chingolo– fue uno de los pocos que pudo llegar con su auto a una cuadra del Obelisco: es que arriba del techo llevaba montada una enorme copa del mundo de dos metros de altura, con la que había soñado dar la vuelta a la Plaza de la República. “No pudo ser”, dijo mientras se le caía un lagrimón. Contó que a la copa la compró “en el 2010, a un tipo que la armó y la paseó en el Mundial ‘78, pero que ahora la tenía en una compraventa. No la quería soltar por nada, y al final me la vendió salada: dos mil pesos, pero dos mil pesos de hace cuatro años atrás. Hasta le saqué guita a mi mujer para comprarla...”.
La copa no dio la vuelta, pero los hinchas hicieron cola para sacarse fotos. Arriba de camiones, en bicicleta o con larguísimas caminatas a las que se sumaron hasta el último de los rengos con sus muletas, siguieron llegando al centro envueltos en banderas hasta pasadas las diez de la noche, con una alegría que sólo comenzaría a disiparse, lentamente y de mala gana, con los primeros disturbios.
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