El complejo proceso de fabricación de un automóvil sufrió una mutación hace algo más de dos décadas. Hasta entonces, la línea de ensamblado final incorporaba en una larga secuencia los miles de partes componentes, hasta llegar a la unidad terminada. En el mejor de los casos, había una planta de motores, dentro de la misma terminal, que armaba el motor y luego lo incorporaba a la unidad. Desde el punto de vista de la relación entre la terminal y sus proveedores, eso significaba una relación entre quien había diseñado el auto y luego lo ensamblaría y vendería, con centenares y hasta miles de empresas que le vendían todos los elementos imaginables.
Eso cambió. Siguiendo el modelo de la industria electrónica, donde las marcas son dueñas del diseño y del marketing, dejando todo lo demás a empresas que suministran los componentes y ensamblan, la industria automotriz fue reduciendo el número de sus proveedores, comprando subconjuntos (el motor, los frenos armados y así siguiendo), a los que luego se monta en una línea más simple que las históricas. En el límite, el Saturno de Ford, hace algo más de una década, fue fabricado por una empresa que no era Ford, sobre el diseño, planos y supervisión estricta de la empresa madre de la cadena.
A la reducción de número de proveedores, le siguió la fidelización de éstos, o sea: asegurarse que habría continuidad en la relación de largo plazo, porque la dependencia mutua aumenta, al comprar subconjuntos. El mecanismo para ello fue simple: participar del capital de sus proveedores o, lisa y llanamente, tener la propiedad de esas empresas.
De tal modo, cuando Toyota o General Motors anuncian que aumentarán la fabricación de componentes en el país, como lo hacen en este momento, están señalando que se instalarán aquí filiales autopartistas controladas o de propiedad de las terminales. La gran mayoría de esas filiales, para el Mercosur hoy están en Brasil.
En ese nuevo escenario, consolidado de modo sistemático a lo largo de las últimas dos décadas, se hace bien difícil conseguir saltos de calidad y cantidad en la participación de autopartistas nacionales en cadenas de valor definidas de ese modo. Negociando con las multinacionales, caben sólo dos aproximaciones: o fabricar repuestos a la vieja usanza, pero legitimados por las terminales, para el mercado secundario; o negociar planes de desarrollo que fortalezcan a una empresa nacional o a un grupo de ellas para que puedan abastecer algún subconjunto a mediano plazo. El interés de las multinacionales en el primer camino puede lograrse, pero da acceso a negocios marginales. Su interés para la segunda función es más que dudoso, al punto tal que hasta el presente esas empresas sólo aceptan proveedores nacionales que hayan recorrido un camino de actualización tecnológica casi en soledad, lo cual es una entelequia. Prepararse para atender a un solo demandante o a un pequeño conjunto de ellos, sin tener seguridad que se efectivizará la relación, es para titanes.
Para pensar en una industria automotriz con mayores grados de libertad, que pueda ser promotora a ultranza del trabajo nacional de calidad, no queda demasiado camino más que intentar el diseño local de vehículos, cuya fabricación luego se negocie expresamente con la industria metal mecánica local. Es conveniente no desacreditar torpemente esta propuesta señalando que no se puede llegar a la excelencia de los vehículos sofisticados que circulan por el mundo. Los vehículos con tracción eléctrica de prestación urbana; aquellos de utilización rural de condiciones específicas para el campo argentino; los autos económicos para la familia joven, son amplios espacios para los cuales la industria argentina está capacitada y que con un paraguas protector atento de ámbitos estatales pueden marcar el comienzo del camino. Con los años o nunca llegará la Maserati. No es necesario, en verdad. Lo que se requiere es poder decidir libremente, en un espacio tecnológico que no sólo brinda trabajo, sino que además puede derramar conocimiento hacia muchos otros sectores industriales. Y hoy no lo hace.
Eso cambió. Siguiendo el modelo de la industria electrónica, donde las marcas son dueñas del diseño y del marketing, dejando todo lo demás a empresas que suministran los componentes y ensamblan, la industria automotriz fue reduciendo el número de sus proveedores, comprando subconjuntos (el motor, los frenos armados y así siguiendo), a los que luego se monta en una línea más simple que las históricas. En el límite, el Saturno de Ford, hace algo más de una década, fue fabricado por una empresa que no era Ford, sobre el diseño, planos y supervisión estricta de la empresa madre de la cadena.
A la reducción de número de proveedores, le siguió la fidelización de éstos, o sea: asegurarse que habría continuidad en la relación de largo plazo, porque la dependencia mutua aumenta, al comprar subconjuntos. El mecanismo para ello fue simple: participar del capital de sus proveedores o, lisa y llanamente, tener la propiedad de esas empresas.
De tal modo, cuando Toyota o General Motors anuncian que aumentarán la fabricación de componentes en el país, como lo hacen en este momento, están señalando que se instalarán aquí filiales autopartistas controladas o de propiedad de las terminales. La gran mayoría de esas filiales, para el Mercosur hoy están en Brasil.
En ese nuevo escenario, consolidado de modo sistemático a lo largo de las últimas dos décadas, se hace bien difícil conseguir saltos de calidad y cantidad en la participación de autopartistas nacionales en cadenas de valor definidas de ese modo. Negociando con las multinacionales, caben sólo dos aproximaciones: o fabricar repuestos a la vieja usanza, pero legitimados por las terminales, para el mercado secundario; o negociar planes de desarrollo que fortalezcan a una empresa nacional o a un grupo de ellas para que puedan abastecer algún subconjunto a mediano plazo. El interés de las multinacionales en el primer camino puede lograrse, pero da acceso a negocios marginales. Su interés para la segunda función es más que dudoso, al punto tal que hasta el presente esas empresas sólo aceptan proveedores nacionales que hayan recorrido un camino de actualización tecnológica casi en soledad, lo cual es una entelequia. Prepararse para atender a un solo demandante o a un pequeño conjunto de ellos, sin tener seguridad que se efectivizará la relación, es para titanes.
Para pensar en una industria automotriz con mayores grados de libertad, que pueda ser promotora a ultranza del trabajo nacional de calidad, no queda demasiado camino más que intentar el diseño local de vehículos, cuya fabricación luego se negocie expresamente con la industria metal mecánica local. Es conveniente no desacreditar torpemente esta propuesta señalando que no se puede llegar a la excelencia de los vehículos sofisticados que circulan por el mundo. Los vehículos con tracción eléctrica de prestación urbana; aquellos de utilización rural de condiciones específicas para el campo argentino; los autos económicos para la familia joven, son amplios espacios para los cuales la industria argentina está capacitada y que con un paraguas protector atento de ámbitos estatales pueden marcar el comienzo del camino. Con los años o nunca llegará la Maserati. No es necesario, en verdad. Lo que se requiere es poder decidir libremente, en un espacio tecnológico que no sólo brinda trabajo, sino que además puede derramar conocimiento hacia muchos otros sectores industriales. Y hoy no lo hace.
* Ex presidente del Instituto Nacional de Tecnología Industrial.
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