Por Marta Dillon
Hace unas semanas me enfermé. No sé exactamente qué tuve, como siempre se dice cuando no se sabe, debe haber sido un virus. Tenía fiebre, náuseas, debilidad, en fin, síntomas difusos e incómodos. Fui a ver a mi médico un jueves, el sábado tenía una fiesta. Una fiesta por la que había esperado todo el mes porque sabía lo que prometía. El doctor me indicó una serie de análisis que no tendrían resultado antes de una semana, mucho después de mi noche marcada. Se lo dije, le pregunté qué tan grave sería maquillar mis síntomas y acudir a la cita.
–Tomate un ibuprofeno justo antes de ir y quedate un ratito.
–¿Un ratito? –le dije alarmada–. Por un ratito no te pregunto, la gracia es bailar toda la noche.
Me miró con cara de “ya no tenés edad” y me lanzó un discurso sobre el consumo responsable.
–Somos gente grande, imaginate que es un cumpleaños de 50.
–Patético –dijo, y se arrepintió de inmediato porque él también es responsable y sabe que no tiene que juzgar. Amaga a formular una pregunta y se interrumpe, no es asunto suyo, dice. Pero yo quiero contarle. Preguntarle a él en todo caso por qué está tan sobrevaluada la lucidez. Por qué tanto miedo de aflojar las correas de lo que se debe, lo que somos, lo que deberíamos ser y sentir. Decirle qué clase de intervalo es una fiesta, el respeto que se merece encontrarse con otros y con otras, ser flexible a los abrazos, disponerse al placer sin conflicto, dejar que la oscuridad nos embellezca, que la música nos acune o nos sacuda, ser niños y niñas jugando fuera de tiempo, fuera de espacio, con el dique de la amistad sosteniéndonos a todos. Una fiesta.
La anécdota viene a la memoria mientras los perros de mi casa les ladran a los petardos, las manos me tiemblan de emoción, la tele regala toda clase de lugares comunes, los chicos gritan con su tono agudo –¿argentino?– “¡Argentina! ¡Argentina!”, y el partido está a punto de empezar. Vino a la memoria porque estábamos de fiesta y a ese intervalo se le abre el espacio que merece so pena de no honrar la vida y el miedo de que el desprecio se pague con la posibilidad de no volver a toparse con una. Pero las dos horas y media pasan enseguida y el gol artero nos quiebra los nervios y la euforia se hace llanto, e igual sostenemos la cábala y nos damos la mano pidiendo a dioses que no conocemos que el último tiro libre sea gol; pero tampoco. Y lloro, y llora también mi hijo la angustia más genuina de sus cinco años, y la mayor lo consuela y viene mi esposa y nos abraza y el silencio afuera es un magma espeso de melancolía. Y lleva una larga media hora recuperar el pulso y escuchar de nuevo los petardos afuera y salir al balcón a ver si alguien en el barrio tiene la entereza de ganar la calle lo mismo y encontramos cómplices, balcón a balcón los niños se consuelan y nos animamos a inventar un canto que no llega a ahogar la pena, pero la engaña. Y encima es domingo.
Pero ni Mascherano, que todo lo puede, te quita lo bailado. A mí, aquella fiesta me sacó todos los síntomas y me dejó un mapa de abrazos, risas y complicidades como un tatuaje en la piel. Y este intervalo colectivo que supimos tomarnos estos días a sabiendas de que era eso, un intervalo en el que hablamos de lo mismo, queremos lo mismo, sudamos la misma humedad en este sur del sur, nos deslizamos por el tobogán del deseo erótico porque no hay fiesta que valga si la piel no se entera, redujimos a los jugadores a su más perfecto arquetipo, unos guerreros, unos luchadores, unos pibes que sueñan con ser grandes, que salieron de una carbonería, de un barrio oscuro, desde debajo de la tierra de este país que siempre está arañando la gloria y siempre le falta un poco más. A este intervalo lo llenamos de épica y de esa épica también se vive. Salió la gente en aviones, en autos y en camiones para llenar la playa de Copacabana; sus relatos también cupieron, 36, 40, 50 horas manejando para llegar sin entradas cerca de donde estaba la fiesta, y acá y allá en esta fiesta nos divertimos. Así de simple, así de llano, así de contundente. El placer no es lo que abunda, tener el corazón en la mano latiendo a destajo y dejándose mecer desde la euforia hacia la lágrima y que la lágrima también haga un río compartido es una oportunidad que mirando el Obelisco el domingo a la noche se puede decir que no perdimos. Así que no llores, hijito, que es un juego; o llorá si querés, porque es fútbol y en estos días todos y todas supimos de qué se trata. Un juego, ahora que terminó, es eso nada más. Pero mientras duró fue una fiesta; qué digo una fiesta, una ceremonia en la que perdimos la cabeza, pero masajeamos esa zona difusa de las emociones que se entiende mejor sin palabras y late y ruega que por favor nos abran la puerta porque queremos volver a salir a jugar.
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