Por Horacio Verbitsky
Algunas encuestas publicadas después del partido entre Brasil y Alemania indicaron que una amplia mayoría de los espectadores argentinos lamentó la humillación de los vecinos y rivales futboleros, mientras sólo una fracción la disfrutó. A estar por lo visto en las calles y los medios de Buenos Aires, donde el 7 a 1 fue el comienzo de la fiesta que culminó al día siguiente con el pase de la Argentina a la final, esa minoría era muy bulliciosa. Las posiciones parecen haberse dividido por sexos. Mientras las mujeres tendieron a lamentar el horrible momento vivido por los encantadores brasileños, los hombres se inclinaron por gozar el porrazo de quienes tantas veces nos desdeñaron con aire de superioridad. Más rara es la posición de quienes deseábamos la victoria brasileña pero transcurridos treinta minutos y cinco goles no podíamos reprimir una sonrisa. ¿Esto podría subsumirse en el narcisismo de la diferencia, que tantas cosas explica en la política argentina o, como escribió Sasturain, se debe a la memoria de quienes sabemos qué se siente, porque nos curtieron a pateaduras similares? Un empresario que visitó a Dilma antes de la otra semifinal dice que la presidente se ilusionaba con que Brasil goleara a la Argentina por el tercer puesto para lavar la honra, y hay revistas brasileñas que hinchan por Alemania, para que nos frustre a nosotros como los jodió a ellos. Como decía el Paco, difícil que el chancho chifle. Podrán ganarnos porque son eximios y forman un admirable equipo que da gusto ver, pero el resultado del Mineirao no se repite, entre otras cosas porque además del mérito alemán aquella tarde fue fundamental la borratina del rival. A Francia, que no es nada del otro mundo apenas le ganaron por un gol y rezando en el final; la ingenua Ghana les empató 2-2 y tuvieron que ir al alargue con Argelia, que jugó mejor y estuvo a una uña de anticipar el funeral. De todos modos, no recomendaría el golpe por golpe que les planteó Ghana porque puede resultar fatal frente a los del Que Te Khe Di Ra. Si se vuelven a ver los cuatro que nos comimos en Sudáfrica se advierten algunas cosas: 1. que ellos mantuvieron casi intacto el equipo de entonces (en 2010 jugaron contra la Argentina Neuer, Lahm, Mertesacker, Boateng, Khedira, Cross, Schweinsteiger, Müller, Özil, Podolski y Klose y el técnico ya era Joachim Löw); 2. que nosotros ya teníamos en el equipo a ocho de los de ahora (Romero, Demichelis, Maxi Rodríguez, Mascherano, Di María, Agüero, Messi e Higua´nn); 3. que Alemania además de los nombres conservó y perfeccionó el método, mientras que la Argentina cambió de técnico y de forma de juego (incluso con el mismo técnico, porque cada partido de Sabella fue distinto del anterior); y 4. que nosotros les jugamos en el 2010 como Brasil ahora, a llevárnoslos por delante a puro huevo, y nos mataron en las pelotas paradas y las contras, con jugadas casi idénticas a las del Mineirao y hasta con los mismos ejecutores, como Müller y Klose. Apuesto a que no nos pasa lo mismo esta tarde, que aprendimos de la experiencia propia y de la ajena.
¿Héroes?
Esto lo discutí con Eric Nepomuceno. El gran periodista brasileño trató de explicar lo inexplicable, cosa tan difícil según la fórmula de humor involuntario que acuñó aún lloroso el pobre Julio César. Al escribir en estas páginas sobre la “Tragedia Histórica”, Eric rindió homenaje a “las lágrimas sinceras de un héroe llamado David Luiz”, el blanquito de las lanas rubias. Mi respuesta al amigo: “Creo que la explicación está en tu propio artículo. Ustedes creen que David Luiz es un héroe, cuando allí está la clave del estrépito. Es el anti Brasil futbolero, que en vez de jugar corre como un loco y pega como un animal. Debieron perder con Chile y sólo a patadas pudieron intimidar a Colombia”. (Entre paréntesis agrego que Colombia tiene al exquisito James Rodríguez, que es como volver a vivir con el Román que Pekerman llevó al sub-18 allá en la eternidad.) “Los alemanes corrieron mucho menos que Brasil y no pegaron nunca. Brasil tiene que volver a la sutileza y la suavidad y desterrar a los burros.” Me contestó compungido: “Puede que tengas razón, hermano. Pero creo que ha sido pura de-sesperación, aquellas carreras enloquecidas y sin norte... Bueno, ahora –y tú lo sabes– en esta casa nos queda el domingo. Por suerte nuestros lazos con la Argentina son de toda una vida”. Por suerte, y es recíproco.
Ojalá ellos también aprendan de los golpes porque el fútbol sin Brasil sería como la obra Murx que el Volksbühne berlinés puso hace quince años en el Teatro San Martín porteño. Un personaje entra a un ambiente donde muchos hombres hacen flexiones cuerpo a tierra y pregunta: “¿Esta es la clase de amasar sin harina?”. Le contestan: “No, ésta es la de coger sin mujer”. Ya probaron contratando a una psicóloga para que les levantara el ánimo a los jugadores después de los ataques de llanto en los penales con Chile. Le fue tan bien a la doctora, que podría asociarse con la traumatóloga que le dejó las rodillas a punto a Maravilla Martínez. Lo único que Brasil debe probar es el fútbol tal como lo sabe y no lo ha olvidado, confinando al cine de terror a los Hulk y los Fred que ofenden la memoria de Didí, Garrincha, Jairzinho, Zagalo, Tostao, Toninho Cerezo, Zico, Romario, Bebeto, Robinho o los dos Ronaldos, por nombrar sólo a unos pocos. El camino es volver a La Nuestra, como aquí la denominó Menotti, quien llegó como consecuencia de algunas de aquellas felpeadas históricas, con las que aprendimos a ser menos cancheros y más serios. Después del 1-5 de 1958 en Suecia con Checoslovaquia, ganamos el Sudamericano de 1959 y la Copa de las Naciones de 1964, donde le hicimos un 3-0 en el Pacaembú al Brasil de Pelé, quien impotente por la marca pegajosa del Chino Mesiano le rompió el tabique de un cabezazo, cuando todavía no se conocía la traducción al sudaca de las palabras inglesas Fair Play. El 0-4 con la naranja mecánica en el Mundial de Alemania de 1974 engendró el ciclo más exitoso del fútbol argentino. Así fue que llegó Menotti, un ex delantero al que llegué a ver en su paso fugaz por aquel Boca en el que jugaba el lateral más elegante que hubo, el impasable Silvio Marzolini, y el temible uruguayo Alcides Silveira. Ese flaco rosarino era tan alto y habilidoso que terminaba enredándose en sus propias piernas, cosa que nunca les ocurrió a Sívori, Maradona, Messi, Agüero, Tévez, Beto Menéndez o Maxi Moralez, con su centro de gravedad tan cerca del suelo.
Con Menotti de técnico, la Selección al fin tuvo prioridad sobre los negocios de los clubes y esto culminó con el primer título mundial, en el infausto 1978, y con las dos finales de Bilardo contra Alemania, una ganada en 1986 y otra perdida en 1990, de las que dentro de un rato se juega el desempate. En el medio estuvo el Mundial del ’82 en España, del que sólo recuerdo el escudo horrendo con el sable, el ancla y las alitas y las noticias que se pasaban en los entretiempos, porque la Argentina debutó en ese torneo mientras los pibes se morían de frío en las Malvinas y al día siguiente los gurkhas entraron en la capital de las islas. Por suerte nos volvimos rápido para no prolongar el absurdo. Había cosas más dignas de llorar.
Del Coco a Pachorra
Del 0-5 con Colombia en el ’93, el día en que un jet pasó rozando el Monumental porque el piloto no quería perderse el baile, y de su culminación al año siguiente en Estados Unidos cuando la enfermera más robusta secuestró a Maradona y lo dejó al Coco Basile con el tapizmel temblándole sobre la nuca, salimos con el mejor fútbol que los veteranos le vimos jugar a la Argentina: el de Marcelo Bielsa y José Pekerman, los dos tipos más extraordinarios que se hayan sentado en el banco de suplentes. (Esa es una pésima descripción, puro lugar común, porque ninguno de ellos se sienta. Bielsa se acuclilla al lado de los carteles de publicidad o camina como un poseso a lo largo de la línea y Pekerman con su trajecito gris permanece de pie impasible como un ajedrecista frente al tablero.) Los resultados no parecen haberlos acompañado, pero ése es otro espejismo: con ambos ganamos cómodos las eliminatorias, Pekerman rompió la hegemonía brasileña en los mundiales juveniles y con Bielsa nos sacamos por primera vez la sortija de oro en el fútbol olímpico. Y con los dos ganamos el premio al juego limpio, lo cual para los que amamos el buen juego y la decencia es una hazaña tan grande como levantar la copa. Los hallazgos de ambos irradian hasta hoy, con Mascherano al que pusieron en la selección cuando aún no había debutado en la Primera de River; con Simeone que, ya de técnico, sacó campeón de todo al ceniciento Atlético de Madrid; con el bienamado Carlitos, el único monstruo que salió campeón y goleador en todas las ligas extranjeras por las que pasó, Brasil, Inglaterra, Italia y las Olimpíadas, y que es tan grande que se mordió para no reclamar por su descarte de la Selección y alentar desde un aviso de polenta; con Riquelme, que en una pierna sigue siendo el mejor del fútbol de cabotaje, ése en el que, vencedores o vencidos, nos costará volver a interesarnos a partir de la semana próxima. Todos dicen del otro lado de la Cordillera que el Chile admirable de Sampaoli es la consecuencia del cambio de mentalidad que impulsó Bielsa, antes de pegar el portazo porque no transigió con un dirigente trucho de allí. Y no hay más que escuchar a Pep Guardiola, el creador del mejor equipo de la historia, cuando dice que a quien admira es a Bielsa, del que aprendió todo. La Colombia de Pekerman fue un regocijo. Había jugado el mejor fútbol de este Mundial hasta la tarde en que la varita mágica tocó a los diez roperos alemanes y al chiquito Lam para que hicieran la exhibición inolvidable de esos siete minutos prodigiosos, contra los que no hay comparación posible, por más que enfrente no tenían nada, como se ve en el hermoso video de los siete goles del que fueron borradas las camisetas amarillas. Si no lo viste buscalo en la compu porque es impagable.
Salvo error u omisión, las catástrofes que me faltaban son el 1-6 con Bolivia en La Paz en 2010 (con seis de los pibes de ahora en la cancha: Messi, Masche, el Fideo, la Fiera, Pintita y Demichelis) y el 0-4 con Alemania en el Mundial de 2012. Ambos podrían declararse fuera de concurso, porque el técnico era Maradona, al que amamos por tantas cosas únicas que hizo con la zurda y que sigue haciendo con el pico pero que como técnico recién encontró su nivel en los Emiratos, y vaya a saber de qué nos enteraríamos si pudiéramos leer árabe. Pero aún esos derrapes tuvieron consecuencias benéficas, como la llegada de Pachorra, que no tendrá el don de la palabra pero es un tipazo y un técnico de aquellos. Desde que recordó con nostalgia a la JP del ’73 empezaron a contarle las costillas y a buscarle roña en cada decisión, aplicando a las páginas de deportes las prácticas usuales en las de adelante. Tal vez por eso se lo supo bancar como ella y dentro de unas horas entrará a la historia, gane o pierda la quinta final que juega la Argentina en veinte mundiales, una de cada cuatro.
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