Por Edgardo Mocca
La derecha argentina clama por expulsar la ideología a la hora de orientar los pasos de nuestro país en el mundo. Sus exponentes –los de siempre y otros que transitan ese andarivel después de la desilusión con las viejas utopías– proponen la visión de un proceso de globalización plano y relativamente armonioso; puede haber nuevos actores pero los libretos ya no están en discusión. En consecuencia, lo mejor que podemos hacer es intentar buenos negocios y esquivar querellas inútiles.
En auxilio de ese supuesto pragmatismo utilizan la referencia al pasado, al mundo que empezó a morir con un acontecimiento del que se va a cumplir un cuarto de siglo: la caída del Muro de Berlín. Allí se selló la suerte definitiva del comunismo como proyecto histórico, bajo las formas que adquirió durante el siglo XX. El fin de la Guerra Fría, la emergencia de un mundo unipolar alrededor de un país –Estados Unidos–, una organización económica –la globalización capitalista– y una forma política –las democracias amigas del “libre mercado”– auguraba una paz imperialista prolongada, cuyas prácticas hegemónicas quedarían delineadas poco tiempo después con la primera guerra del Golfo en la que la superpotencia emergente proclamó altisonante la existencia de un nuevo orden internacional.
Cuesta encontrar un hilo de sentido que una aquellas escenas inaugurales de la construcción de la hegemonía neoliberal a escala mundial con los acontecimientos de estos días. El Estado de Israel desarrolla contra el pueblo palestino una de las más feroces ofensivas de los últimos tiempos; un avión de línea malayo es derribado en un acontecimiento confuso en el que se discute quién fue el autor del atentado –si los separatistas rusos o la fuerza aérea ucraniana–, pero se coincide dramáticamente sobre su naturaleza terrorista. Una vez más el conflicto en Medio Oriente, una vez más la cuestión rusa en su relación con el mundo europeo, una vez más la apuesta al terror en el abordaje de viejos y renovados conflictos. ¿Es el regreso de la Guerra Fría? Claro que el abuso de la referencia solamente sirve en términos irónicos: no hay hoy en acción un choque orgánico y sistemático entre concepciones del mundo, como las que hasta hace tres décadas enfrentaban a la Unión Soviética y Estados Unidos. Es imposible resumir de modo simple los conflictos territoriales y regionales remitiéndolos a dos grandes estrategias en pugna por el dominio del mundo. Sin embargo, es también un error la reducción de los conflictos mundiales del siglo XX “corto” a la lucha entre dos grandes superpotencias: ese era el antagonismo central que organizaba al conjunto pero no era el único. Los grandes problemas del desarrollo nacional, de la injusta distribución de la riqueza, la disputa por los recursos naturales del planeta, los problemas de la militarización y la degeneración del ambiente, entre muchos otros, convivieron en esa época.
Probablemente la confusión haya radicado en considerar que la desaparición de la Unión Soviética equivalía automáticamente al aplacamiento de los grandes conflictos del mundo moderno. El espejismo de un mundo reconciliado en el orden neoliberal presuponía que la falta de rivales hegemónicos del orden capitalista significaba lisa y llanamente la desaparición de las contradicciones de ese orden. Como ha dicho recientemente el pensador brasileño Rubens Ricupero, el capitalismo tuvo, pocos años más tarde, su propio “Muro de Berlín”, la crisis que se desató en Estados Unidos, por el colapso de las hipotecas subprime en los años 2008 y 2009. Desde entonces el curso de los acontecimientos ha modificado su tendencia y se ha acelerado: se hace más manifiesto el surgimiento de nuevos protagonistas centrales de la escena global, se ve con más claridad la ausencia de liderazgo político en un mundo signado por las crisis financieras, y –a esta altura puede decirse sin provocar escándalo ni sorpresa– una aguda crisis de gobernabilidad política del capitalismo global.
Hay una sincronía innegable entre nuestras peripecias históricas nacionales durante este cuarto de siglo con el giro de los acontecimientos mundiales. En 1989 estallaba entre nosotros la crisis hiperinflacionaria que terminaría de destruir la Argentina salarial-industrial y estatalmente regulada que surgiera en 1945 y cuya eliminación había sido el objetivo parcialmente cumplido de la última dictadura cívico-militar. En 2001 nuestro país fue uno de los capítulos de la crisis del capitalismo global, previo a su estallido en los países más desarrollados. Desde 2003, nuestro país se ha reubicado en el mundo; no tanto como el fruto de una estrategia rigurosamente planificada, sino como el resultado de una serie de conflictos internos y externos, en cuyo centro estuvo la exitosa reestructuración de la deuda que hoy está amenazada por una resolución judicial neoyorquina, avalada por la Corte Suprema de Estados Unidos. Para sus críticos la posición argentina peca de “ideológica”. ¿Es justa la crítica? Acaso lo que ocurra con los impugnadores es que estén subestimando no a la ideología sino a la política. El paradigma de lo político como administración institucional de una realidad dada lleva a confundir la trama histórico-concreta de acontecimientos construida en estos años con un esquema ideológico preconcebido. Argentina tuvo que reconstruirse como comunidad política después de una crisis en la que estuvo al borde de la disolución. La premisa con la que se reconstruyó estuvo sostenida por la necesidad del crecimiento del país y el mejoramiento de las condiciones de vida de su pueblo: ésa fue la brújula “ideológica”, de ellas se desprendió la línea general de la acción. Salarios, reactivación del consumo y de la actividad económica, recuperación de la capacidad de acción estatal, en lo interno. Políticas soberanas, desendeudamiento, construcción de coaliciones regionales e internacionales que sostuvieran esa política interna, fueron el correlato “exterior” de ese rumbo.
Ahora bien, el mundo no es un teatro de escenificación de contiendas ideológicas, pero tampoco es un sistema institucional pacíficamente autoadministrado. En el mundo se hace política. Y la política no se hace sin premisas interpretativas, sin cálculos, sin alianzas, sin confrontaciones. Más aún, la política es la trama de esas prácticas. Y no son los laboratorios académicos los que definen las líneas de acuerdos y confrontaciones, sino la acción política de los estados nacionales. ¿Hay una afinidad ideológica argentina con la Unasur o con los Brics? Claramente no puede haberla, tratándose, como es el caso, de naciones que tienen gobiernos de signos políticos diferentes y en muchos casos cambiantes. Lo que existe son las bases de la voluntad política para moverse en común frente a un orden mundial en crisis. Las condiciones para los reagrupamientos son visibles: organismos internacionales de crédito vaciados de su legitimidad y del fundamento histórico con el que fueron creados, ausencia de liderazgo global ante una crisis que no hace más que profundizarse sobre la base de las mismas políticas de respaldo al autoritarismo financiero mundial, agudización de las tendencias más concentradoras de los recursos de las que se tenga memoria, recurso a la extorsión y a la guerra para fortalecer las posiciones de los monopolios y asegurar la reproducción del dominio del poder económico concentrado. En síntesis, claudicación de la política frente a la lógica económica del gran capital global concentrado.
Si no alcanzara con todo lo que hemos vivido en las últimas décadas para fundar una posición soberana y crítica frente a los poderes globales, el ataque político-judicial-mediático de los fondos buitre contra nuestro país no nos dejaría otro camino. Claro que, en realidad, siempre hay “otro camino”: en lugar de una estrategia jurídica defensiva, la acumulación de respaldos regionales y mundiales de gran importancia y la firmeza en la negociación, el país podría haber optado por la variante propuesta públicamente por Macri, aunque adelantada por los principales medios de comunicación: hacer lo que el juez Griesa dijera hay que hacer. Es decir, pagar. Pagar todo, pagar al contado. Después vendrían los juicios de los otros holdouts. Y después los juicios de quienes entraron de buena fe en los canjes de 2005 y 2010. ¿Cómo se afrontaría ese escenario? Con un nuevo ciclo de endeudamiento, con gigantescos megacanjes y megafraudes de los bancos y grupos financieros “amigos”. Con los recursos naturales de gas, petróleo y alimentos como garantías que está en condiciones de ofrecer una Argentina salida de las aventuras ideológicas y dispuesta a vivir en el mundo real.
Como se ve, la política “interior” puede separarse de la “exterior” con fines analíticos. Una y otra se sostienen y refuerzan mutuamente en ciertas premisas y ciertas prioridades que no son sino la manifestación de voluntad política de determinados sectores. No hay un pragmatismo neutral entre la fe incondicional en el capitalismo neoliberal y la exploración de caminos alternativos.
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