La secuestraron en 1976 en Salta, cuando tenía 15 años. Por el hecho fueron condenados tres represores en un juicio que acaba de terminar.
Por Alejandra Dandan
“Ellos son dioses. Yo estaba de rodillas y ellos estaban sentados. Yo les pedía por favor. Ellos hoy tienen justicia y yo hoy tengo 52 años y no conozco lo que es un cine: tengo terror porque está oscuro, ¿sabe?, y no se lo puedo decir ni siquiera a mi hija.” La secuestraron en diciembre de 1976 en un parador de la provincia de Salta. Tenía 15 años. Durante un año transitó todo tipo de lugares ilegales de detención, desde comisarías hasta alojamientos particulares. Sufrió violaciones múltiples. Quedó embarazada. Al término del primer año de secuestro, el comisario de Metán la vendió a un empresario con quien convivió hasta la muerte del hombre, en el año 1985.
Esta mujer, cuyo nombre no puede ser difundido por disposición judicial, logró contar su historia durante uno de los juicios de lesa humanidad en la provincia de Salta después de décadas de silencio. El último martes, el Tribunal Oral Federal en lo Criminal de esa provincia condenó a seis acusados del juicio a prisión perpetua y, entre ellos, a dos policías y uno de los jefes militares por su caso: crímenes de privación ilegal de la libertad, tormentos, violencia sexual y, por primera vez en un contexto de lesa humanidad, también corrupción de menores pedido especialmente por este caso por los fiscales Juan Manuel Sivila y Francisco Snopek. Como sucede con muchos juicios de las distintas geografías del país, el caso también habla de condiciones específicas de la dictadura: en este caso parece liberar demonios propios de un paisaje de provincia que combina el mundo de la trata con el terrorismo de Estado.
“Sé que es muy duro, señora”, le dijo uno de los defensores a la mujer. Le preguntó a qué se refería “concretamente” al hablar de la palabra “abusaban”. Por más que le cueste, agregó, “es necesario preguntar”.
–Está bien –dijo ella–. Me violaban, me violaban, me violaban, señor. Me violaban todos los días.
En el infierno
En 1976, ella hacía el secundario en Buenos Aires. En diciembre viajó al pueblo de El Galpón, donde vivía una hermana. En el camino bajó en un parador llamado El Rancho, ubicado en la localidad de Metán. Ella tenía que cambiar de colectivo y conseguir uno para llegar hasta el pueblo. Todavía era temprano. Alrededor de las seis. En ese momento, una patota de policías “sin exhibir orden judicial”, “la agarraron, la golpearon, la introdujeron en un vehículo y partieron”. A la cabeza del grupo estaba el comisario de Metán, Eduardo Humberto Sona, una de las sombras más presentes en el infierno de la historia que cuenta esta mujer. En la comisaría la “maniataron”. Ella tenía un libro del Che Guevara. No militaba. Ahora, a miles de años de todo, dijo: “Admiraba al Che Guevara porque era una época, era como una moda, en los colegios, en todos lados se hablaba, no era un pecado. No era un pecado”.
La mujer pasó durante un año por comisarías, pensiones e incluso casas particulares. Primero en Metán, luego en Salta, donde iban a blanquearla, pero volvieron a secuestrarla y se la llevaron a Rosario de la Frontera.
En Metán estuvo los primeros tres meses en la comisaría. Dos policías, hoy en juicio, Eduardo del Carmen Del Valle y Andrés Del Valle Soraire, la condujeron a un lecho del río llamado Río Piedras y la obligaron a reconocer el cuerpo de una persona muerta. “La obligaron a olerlo cuando ya tenía un fuerte olor –dijeron los fiscales durante el juicio– sometiéndola de este modo a un grave sufrimiento y daño psíquico.” Cuando llegó marzo, la anotaron en un secundario. El policía Del Valle la llevó “bajo amenaza, la obligaron a identificar y dar nombres de los estudiantes”.
Todavía en Metán, pasó a una pensión con custodia. Por las noches la sacaban de allí, la llevaban a la comisaría, la torturaban y violaban. Tuvo problemas de salud, estuvo en la casa de Del Valle. Más tarde, la hicieron reunir con su madre, pero no pudo irse con ella. En mayo de 1977 iban a soltarla.
“Me han puesto una pollera larga y me traen a Salta”, dijo en un tramo de una declaración de la que sólo se poseen pocos fragmentos. “En Salta me llevan a un lugar, a un hotel; ‘princesita’ me dicen y se reían y se reían. Cuando entré, era una mugre: una pieza muy chica, había muchas mujeres y sabe qué: yo estaba así, en una esquina, pero estaba tranquila; ellos no venían ahí, estaba ahí con otras mujeres y de noche me despierto y así las veo que ellas caminaban a gatas, caminaban a gatas. Y yo pensé que estaban todas inválidas: esto es una comunidad de inválidos, pensé. Y después aprendí que yo tampoco podía pararme, con el tiempo ya no podía pararme, sabe. Caminaba a gatas, me arrastraba, ahí entendí por qué caminaban todas, eran muchas y dicen que era por la basura, nos daban no sé, algo asqueroso y yo no comía.”
“Sabe que me siento muy cansada”, les dijo a los jueces. “Ellos eran dioses y yo dependía de ellos y ahora estos desgraciados están ahí cuidados y yo era una niña, era una niña, no podía más, terminaron con mi vida, nunca más tuve un deseo de nada. De comer, de nada, de comprar nada, me da todo igual, acabaron conmigo. En esa pieza había un tacho blanco.”
En Salta eso que describe era una dependencia policial, que estaba a disposición de la Brigada de Investigaciones. Ahí la blanquearon, supuestamente iban a entregarla a su hermana, pero el comisario Sona volvió a secuestrarla. Se la llevó a Rosario de la Frontera donde continuó el cautiverio, primero en la comisaría y luego en un alojamiento bajo su control.
Hacia fines de 1977, Sona la condujo hasta una oficina. Estaban en la comisaría. Ella ya tenía 16 años. Ya había tenido a su hijo. En la oficina la esperaba un empresario “viejo, muy viejo y muy feo”. El hombre la miró, y luego de acariciarle la cara, habló con los policías: “La quiero limpia”, les dijo. Y ella, todavía chica, creía que todo era porque llevaba tiempo sin bañarse, pero ellos hablaban de los papeles. “Tenía una cara horrible, tenía mil años y me dijo: ‘Acá no hay condiciones, acá sos libre, no tenés que tener miedo, pagué mucho dinero por vos, mucho pagué’.”
–¿Usted me dejaría ir a Buenos Aires? –quiso saber.
El dijo que no.
–¿Vos no me entendés bien, no?
El empresario murió en 1985. Ella nunca recobró la capacidad de habla, no perdió el miedo. Tuvo hijos. Ahorró dinero para mandarlos a la universidad, pero hasta hace muy poco continuaba buscando las formas de protegerse en la casa. “Ahora saqué la reja”, logró explicar en el juicio después de meses de trabajo terapéutico y de acompañamiento del Fernando Ulloa, Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos.
“La señora tiene un trastorno por estrés postraumático que se ha cronificado por el largo tiempo de evolución” muy frecuente de ver en sobrevivientes de este tipo de hechos, señaló uno de los peritos del juicio. “Se vio por primera vez en sobrevivientes de campos de concentración de la Segunda Guerra, donde los autores que empezaron a estudiar el tema hablan de trauma cristalizado, donde más allá del paso de los años y de generar otros tipos de estímulos, una parte de su psiquismo sigue viviendo ese tipo de situaciones de manera permanente.”
El Tribunal del juicio estuvo integrado por Federico Santiago Díaz, Mario Marcelo Juárez Almaraz y Marta Liliana Snopek. Ellos sentenciaron al entonces jefe del Ejército de la provincia Carlos Alberto Mulhall; el ex jefe de la Policía salteña Miguel Raúl Gentil; el comisario mayor retirado de esa fuerza Rafael Rolando Perelló, y los ex agentes Del Valle, Soraire y Marcos Honorio Medina. Y se revocaron además beneficios de las excarcelaciones. “Fue muy significativo durante este juicio el trabajo de reconstrucción histórica que se logró a partir de un trabajo mancomunado con las querellas y las víctimas, lo que permitió conformar un contundente plexo probatorio y brindar a la comunidad de Metán una descripción detallada del fenómeno del terrorismo de Estado en el sur de la provincia”, dijeron los fiscales. Subrayaron “el sentido de reparación histórica que tiene el pronunciamiento judicial esperado por más de 38 años”. Y destacaron “el primer pronunciamiento donde se reconoce el delito de corrupción de menores como parte del plan sistemático y generalizado de represión ilegal y ello amplía el espectro de conductas delictivas que constituyeron ese plan, aportando una descripción más precisa de todo el fenómeno criminal de la época”.
03/10/14 Página|12
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