Los electores escoceses que votaron en contra de la separación del Reino Unido salvaron al país de una crisis explosiva, al liberalismo británico de una derrota y a Europa de un nuevo ingrediente de inestabilidad que se habría agregado a la profunda y duradera crisis de legitimidad por la que atraviesa la dirigencia política de la Unión Europea.
De manera convergente, los analistas de la prensa del Viejo Continente celebran al unísono la victoria del “no” al mismo tiempo que reconocen que ya nada volverá a ser como antes. Aunque hayan perdido, los soberanistas escoceses dejaron flotando una alegría anterior al aburrimiento del liberalismo y su eterna carrera por eliminar lo social del ser humano y lo colectivo de las luchas. En un Occidente nivelado y amaestrado por el consumo, la Escocia soberanista diseñó como por arte de magia una opción regional contra el totalitarismo financiero del reino tutelar. La fractura está ahí, al igual que acecha en Cataluña.
La fractura también emerge entre los asentados, o sea, la clase social de cierta edad que se beneficia con el modelo económico y el business europeo, y los jóvenes de 30 años hastiados de ese liberalismo británico y más cercanos a las propuestas socialdemócratas que aún están vivas en la Unión Europea. En suma, ganaron los ricos y perdieron los que anhelaban otro futuro. Salir de Gran Bretaña era salir de muchas cosas y, sobre todo, perder los beneficios adquiridos así, como los patrocinios de la UE. Las encuestas dejan un retrato generacional exacto de las intenciones de voto: 57 por ciento de los jóvenes de 25 y 34 años se inclinaba por la independencia, el 61 por ciento de los mayores de 65 años estaba con el “no” (encuesta de The Guardian). La juventud no le tenía miedo a un futuro sin el Reino Unido y sin Europa. Los otros sí.
Además del primer ministro David Cameron, los que más se sacaron un peso de encima fueron los dirigentes de Bruselas. Curiosamente, los partidarios a la secesión eran a su vez los más apegados a Europa. Sin embargo, su intención de romper la alianza territorial con el Reino era un rompecabezas para Bruselas. La Comisión Europea ya está acorralada por los independentistas catalanes y por la otra cuadratura del círculo que plantean los separatistas de la región belga de Flandes. El enclave concentra el 60 por ciento de la población y el 70 por ciento de la economía belga y desde hace años busca acrecentar su autonomía sin por ello llegar a la ruptura. La lectura de los resultados en Escocia apuntaba sobre todo a España. La UE temía que el voto soberanista escocés impulsara todavía más el de los catalanes. El problema no queda sin embargo resuelto y su persistencia plantea un desafío al concepto mismo de la Unión Europea. Como lo señala Philippe Ricard, jefe adjunto del servicio internacional de Le Monde, “hasta ahora la Unión Europea se constituyó como una unión de Estados que comparten en parte su soberanía. Pero esa construcción de la paz que la UE consolida estuvo acompañada por reivindicaciones regionalistas cada vez más vivas en varios países”.
De todas formas, Gran Bretaña sigue proyectando sus sombras sobre el proyecto eurocomunitario. Hay una mayoría estrecha pero real que está en contra de la permanencia de Gran Bretaña en la Unión Europea. David Cameron prometió que, en caso de reelección, organizaría en 2017 un referéndum nacional sobre esa disyuntiva. Por encima de los anhelos soberanistas o unionistas, lo que más sobresale de este gran ejercicio de democracia política es lo que dice en términos de construcción de una sociedad. El “si” a la independencia era también un no rotundo al modelo neoliberal británico instaurado en el país en los años ’80 por Margaret Thatcher. El liberalismo británico es, con el norteamericano, el más fecundo. El hecho de que desde el corazón mismo del Reino haya surgido una voz colectiva con un mensaje contra ese modelo es enorme. La autonomía reclamada era extensiva a los parámetros sociales, políticos y financieros que constituyen la identidad del modelo británico. Resulta también importante retener otra lección: en un mundo hiperglobalizado, hiperconectado y enfermo de consenso e inacción, la revuelta más peligrosa fue regional. Los adeptos a las teorías sobre la aldea global como destino humano y horizonte de construcción de la civilización descartaron la potencia de ese hermoso concepto que es la región. No estamos todos en el mismo mundo, ni Internet nos iguala en la inteligencia o la estupidez. Queda, pujante, la íntima e irrepetible magia de las regiones humanas donde se habla, se canta, se respira, se bebe, se come y se sueña de otra manera. El particularismo salió en Escocia a enfrentar el monstruo de la totalidad. El soberanismo escocés consiguió algo que ni siquiera el movimiento globalizado de los indagados logró alcanzar pese a la pertinencia, justicia y nobleza de sus reclamos: plantearle a la potencia tutelar neoliberal un conflicto que la hizo tambalear.
20/09/14 Página|12
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