sábado, 20 de septiembre de 2014

Tía Nené Por Aurora Venturini (1922)

Tía Nené también pintaba. A las telas las encuadraba y las colgaba en todas las paredes de su casa donde vivía con la madre que era mi abuela y madre de mi mamá. En mi casa colgaban dos cuadros firmados «Nené», caras de señoritas con ojos negrísimos, de vaca, y carotas que a mí me asustaban. Una tenía bigotes. Nené decía que le agradaba ser retratista y se lo decía al profesor que le preguntaba dónde había estudiado el arte de manipular óleos y demás, y ella le confesó que era aficionada, que no necesitaba que nadie le llevara la mano porque las cosas le surgían del corazón como agua pura de manantial.

El profesor no opinaba. Nené miró un cartón de mi autoría y dijo que esas rayas no eran nada, que los pintores nuevos a ella no le agradaban y que una vez se rió de la ridiculez cubista de Pettoruti. El profesor trastabilló y como estaba parado mirando el cuadro de Nené, se cayó de traste al piso.

Tía Nené siguió diciendo que mis mamarrachos tal vez pudieran servir a mi incapacidad cognoscitiva por lo que para mí significaban... pero qué sabemos lo que piensan y sienten los anormales, dijo en forma de pregunta.

El profesor insistió en que yo era la mejor discípula de Bellas Artes, ya egresada y pronta a exhibir mis trabajos y tía Nené, irónicamente, dijo que cómo serían los demás y la cosa iba poniéndose al rojo.

Mamá terció en que lo mío serían temas de chiquilina y que ya se me pasarían.

Desde el marco de madera nos miraban los ojazos pintados por Nené. Me salió una expresión que luego me valdría un punterazo: creo que me mira una vaca y me pregunta si la voy a comer porque el retrato es aburrido como la cara de una vaca y feo como la cara de una mujer fea.

Nené chilló como la mona del zoológico y gritó hasta cuándo me soportaría su pobre hermana y que ya era hora que me internara en el Cotolengo.

El profesor dijo que le dolía el estómago y que le permitieran ir al baño a vomitar. Me alegré como si me hubieran dado un premio de pintura.

Silencio total y mamá dijo a Nené que se había pasado, que tuviera en cuenta que yo me sentía plena elaborando cosas en los cartones y telas que el profesor me regalaba. Nené saltó como avispa: no te das cuenta de que ese hombre mira a la chica con malas intenciones, dijo a manera de pregunta y mamá corrigió que no fuera mal pensada y que a ella le parecía que ojos tan grandes no cabían en ninguna cara de mujer a menos que fuera la mujer del toro.

Intuía que mamá me aceptaba y detuve una lágrima que estuvo a punto de rodar con estruendo contra el piso porque sería el lagrimón gigante que nunca hube llorado desde que tuve capacidad de comprender —a medias— los fundamentos de las réplicas entre las gentes llamadas normales y tanto mamá como Nené lo eran. El profesor volvió de vomitar y di­rigiéndose a Nené empezó algo que ella interrumpió y fue lo siguiente:

Señorita, empezó él y ella comunicó que era señora y él le pidió disculpa agregando que una mujer tan bonita a su edad nunca podría ser señorita y que sin duda el esposo estaría orgulloso de tener una pintora a su lado y ella le informó que se había separado porque las maneras ordinarias de su ex la chocaron. El profesor culto y educado no contuvo la expresión de que en esa casa no acertaba ni una.

Mamá notó que la cena deslucida afligía a todos menos a Nené. Trajo una bandeja y las copas de champagne. Guardó el champagne para brindar los quince años de alguna de sus hijas que éramos yo y Betina pero no lo descorchó comprobando que no valía la pena porque las edades cronológicas no valen cuando no deslizan sus horas y días con las de la inteligencia.

Volvimos a la mesa. Betina dormida en su sillita roncaba. Qué fea, qué horrible, cómo podía haber alguien tan feo y horrible, cabeza de búfalo, olor de trapo húmedo. Pobre...

Brindemos por la paz, dijo Nené fingiendo intelectualidad. Y siguió contando que su matrimonio fracasado le pesaba porque debido a la falta de educación sexual se sentía culpable y a veces extrañaba a Sancho, nombre de su ex.

Esperaba una pregunta pero nadie le preguntaba, entonces relató que la primera noche, aquí se puso colorada, transcurrió escapándose por la casa y la quinta del esposo enamorado y no se consumó el connubio y él se fue. Se hizo repeluz.

Llenó la segunda copa de champagne y los oídos de los escuchas aclarando que era virgen y casada, ni señorita ni señora ni nada y por ello guarecíase en el arte de pintar cuadros.

(De Las primas, Mondadori, Buenos Aires, 2009)

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